PEQUEÑAS COSAS SIN IMPORTANCIA

No lo digo yo, lo dice Cecilia a través de la voz de la estupendísima Eva Amaral:

Nada de mi, nada de ti
una brisa sin aire soy yo
nada de nadie.

Si algo sabía la dulce Cecilia es que la vida se construye de pequeños detalles que apenas somos capaces de percibir. Porque nosotros nos centramos en las cosas grandotas o, más bien, en las urgentes, en sobrevivir en una sociedad selvática de la mejor manera posible sin sucumbir en el intento. A veces no cuenta la derrota, sino la consecuencia que pueda conllevar. Es sencillo acabar perdonándose uno mismo cuando ha realizado todos los esfuerzos que podía llegar a realidad, pero es casi imposible hacerlo si el dolor apaga los ojos de las personas a quienes amas. Por eso, en esta mundana vida moderna, donde la existencia ha sido denostada hasta el último escalafón del oportunismo, y el tiempo vital de las personas es exprimido para el fútil beneficio ajeno, es casi imposible fijar la atención en las pequeñas cosas.

Claro está que fijarse en los detalles es comprenderlos, y comprender su esencia y fundamento es sentir el espíritu del mundo en nosotros. Ya no son tiempos para filósofos ni artistas que tratan de abrir los ojos a la humanidad. Ahora únicamente sirve la producción, el capital humano convertido en materia prima para la transformación del irracional e intangible capital monetario. Ahora no mandan las letras, sino los números. La democracia es su dictadura. Si se tuviera en cuenta nuestra realidad humana no se aplicaría un modelo laboral que nos somete como seres, sino una actividad que nos complemente y nos libere, capaz de llenarnos como personas y satisfacernos en nuestras ansias por vivir.

Porque sí, tenemos ansias por vivir. Hasta quienes niegan tenerlas desean vivir. Deseamos abrazar cada burbuja de espuma de mar y dejarnos transportar en cada bocanada de aire que nos regala la vida. Queremos sentirnos y amarnos, y sentir y amar a todo lo que nos rodea; devorar la incertidumbre y escupir sobre la racionalidad de los malditos números que nos extorsionan con la rotundidad de sus cifras mientras esclavizan nuestra existencia. Las matemáticas son sólo un intento banal por controlar a la vida y a las personas, incapaces de descubrir el sentido de la realidad que nos rodea. Nuestra sociedad plantea la eterna voluntad de poder donde todo es consumido en el delirante deseo de alcanzar sucesiones irrealizables de infinitas metas que devoran el tiempo del mundo. La existencia está hecha para contemplarla y recorrerla a nuestro ritmo vital. Nuestro destino es y siempre será nuestro camino, y por ello nuestra felicidad se encuentra en los pequeños detalles que constituyen el trayecto de nuestras vidas.

No somos nada de nada. Tan sólo un suspiro en cada amanecer. Pero lo que somos es necesario defenderlo. Somos personas, somos pequeñas gotas de lluvia desprendiéndose sobre el viento y la hierba. Queremos entregarnos a cada caricia y beso, a cada paseo por la playa y que el viento de nuestra imaginación nos meza en el eterno amanecer de nuestra alma, antes que hayamos recorrido nuestro camino y nuestros recuerdos se transformen en semillas cultivadas en nuestros sueños para que germinen en los corazones del mañana.

Vivir es girar frenéticamente en nuestro avanzar, detenernos y sentarnos en la linde de nuestros pasos para habitar la palabra del mundo hasta fundirnos en las entrañas del tiempo y de la vida.

COMO UNA FLOR DESESPERADA

Poema en honor a la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (1892-1979) inspirado en el poema homónimo Como una flor desesperada.

“Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.”
 
[Federico García Lorca]

La quiero, con el hueso
con la sangre
con el ojo que suspira,
con el aliento que mira
con este corazón
preso y caliente
anclado en la frente
que inclina el pensamiento,
y con el sueño obseso
de mi amor que copa
el sentimiento
desde la breve risa
                hasta el lamento
desde su beso hasta la herida bruja
en la que mi vida es de ti
tributaria
tumulto o solitaria
como una sola flor desesperada.
 
Depende, de ella
como del leño duro
la orquídea o la hiedra sobre el
muro
que sólo en ella, levantada,
respira.
 

(c) David Lorenzo Cardiel

Fotografía: “Woman on park bench”, Central Park of New York City, 1957, del fotógrafo norteamericano Yale Joel.

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FRIVOLIDAD

Durante un tiempo, la cabecera de este blog estuvo custodiada por un baturro con fusil. Por supuesto, sólo se veía el ambiente difuminado, un trozo del viejo farol y al soldadito, con su traje típico mal apañado, vigilando uno de los improvisados bastiones que Palafox mandó construir durante la tregua de verano en 1808. Sin embargo, el recorte heroico esconde algo un poco menos propagandístico. Si tomamos el lienzo completo del cuadro Baturro de guardia durante los Sitios, del pintor zaragozano Marcelino de Unceta, observaremos esto:

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Marcelino de Unceta era un pintor de historia, y los pintores de historia rara vez emplean el óleo para ilustrar la realidad. En 1902 pinta este cuadro bastante cercano al estilo de las vanguardias que se habían instalado y desarrollado con soltura en la ciudad de la luz. Unceta tiene el privilegio de rescatar el legado de Orange o de Louis-François Lejeune para rendir su particular tributo a los héroes y mártires de la Guerra de la Independencia, de cara a la celebración del primer centenario del comienzo de las hostilidades. Y busca un recodo de la historia que no haya sido narrado, pintado o desgastado por otros artistas. El impresionismo del detalle. Un soldado cansado y fatigado, sin ánimo de hostilidad, que protege el sueño de sus tres compañeros, sin uniforme, que por abandonar han abandonado hasta sus fusiles. Al fondo, entre la neblina, un cañón abandonado.

Labradores, que no han tocado un arma en su vida, fatigados, entre ruinas y sin disciplina militar (el fusil nunca es abandonado por un soldado, ni siquiera durante el sueño, y mucho menos en un frente de guerra). La visión más desgarradora desde las tropecientas agustinas pintadas y cantadas en todo el mundo. Pero las agustinas ni siquiera tienen rostro, porque casi ningún artista llegó a conocer el rostro de la gran heroína de Zaragoza. Son inventadas. Como el combate glorioso de Lejeune en el patio de Santa Engracia o la propia pintura de Unceta. Son testigos de una ciudad y unos combates inventados, anclados en la idea compartida de heroísmo y en la entrega absoluta de los defensores a la acción bélica. La Zaragoza de Unceta, como la de tantos otros, no es la Zaragoza de los Sitios, ni siquiera una reconstrucción deforme de aquella Zaragoza, sino otra distinta, una que cure las heridas de la derrota, la invasión y la destrucción que la desgarró. Así nació un mito que se exprimiría y se retorcería hasta las batallitas recreadas como conmemoración del II Centenario hace unos días.

Los pueblos buscan sus héroes, como las personas, y si no los encuentran deformarán el heroísmo hasta convertir cualquier exabrupto en un alarde de valentía y ejemplo a seguir. Ahora mismo, que andamos un poco flojos de reflexión, cualquiera puede convertirse en uno. Antes, con algunos méritos y un poco de caos, también. La propaganda no es un invento de la guerra moderna, cada nación ha inventado la suya a partir del boca a boca. Y aquí es donde subyace la dimensión heroica: destrozados por el horror de la guerra, con el miedo y el dolor aún impresos en las entrañas, tanto unos como otros necesitan creer que han hecho todo lo posible. Aún más: que han hecho más que todo lo posible. Y que los que dejaron su vida en el frente fueron mucho más que seres humanos.

León Tolstói habló de los héroes de Sebastopol antes de que Sebastopol se convirtiera en la Zaragoza rusa. Luego, el estalinismo sustituyó la gesta de aquellos hombres por los patrióticos relatos de resistencia y sitio que soportaron los camaradas en Stalingrado y Leningrado, por contener menos alarde burgués y mayor carácter propagandístico para la ideología. Pero en la época en que escribió Tolstói, o sea, mitad del siglo XIX, las gestas de Sebastopol eran lo más. Llegaron a todos los círculos intelectuales, incluidos los beligerantes París y Estambul, donde nadie discutió el heroísmo y el sacrificio de los marineros rusos. Tolstói, sin embargo, que estaba de balnearios por la zona, escribió probablemente el testimonio más fiel que se haya legado jamás a la historia de un acontecimiento histórico con tanta repercusión y significado para la Europa decimonónica. Comienza diciendo que los héroes no existen, y que si existen son tan puntuales y tan humanos que no tiene sentido recompensarlos por encima de cualquier otra persona del mundo. Y pone ejemplos. Dice: ¿es acaso más héroe el soldado que aprovecha cualquier momento para adherirse a una timba que el aprendiz que se entrega a la limpieza del cañón o que el médico que llena sus manos de sangre al intentar extirpar los balazos de los innumerables heridos que llegan desde las trincheras? Es evidente que no, que Sebastopol y su defensa no fueron heroicas, y que si debe haber un heroísmo es el espíritu de resistencia ante tal infierno. Porque desde el principio de la contienda, los treinta mil marineros rusos sabían perfectamente que no resistirían el asedio del casi medio millón de soldados bien pertrechados y con muchos más cañones y suministro que ellos. Y aceptaron resistir. Pero salvo ese espíritu, compartido por casi todos, no hay héroes, sino miembros de una misma heroicidad. Por eso Tolstói nos pasea por la ciudad y nos advierte: se dirán muchas cosas de Sebastopol, probablemente Sebastopol se convierta en el mito bélico más trascendental de la historia moderna, pero nada de lo que se diga en esos relatos, aunque gratifique el honor de los pueblos, será completamente cierto, porque lo cierto es el barro, la sangre, la pobreza, la muerte, los lamentos, el terror, la duda, la cobardía de los resistentes, la huida desesperada, la valentía, la entrega, las apuestas, los lios de faldas y los bailes en las plazas. Y ni un solo pensamiento en la guerra. El único héroe para Tolstói es la verdad. La verdad es que nadie piensa en la guerra cuando estás en la guerra, porque es tan liviana e insignificante frente a los detalles maravillosos de la vida que a quién le importa que retumbe ese cañón mientras se siga bailando en la plaza de las flores con las hijas de los marineros.

León Tosltói, al menos, ha legado una visión acertada de la vida. Como lectura, ha sido relegada acusada de frivolidad. La misma que aplica Galdós a la hora de narrar la guerra de Zaragoza. Mientras que Tolstói nos presenta la naturalidad de los bailes y el trasiego de apuestas, deudas y pactos de honor entre los combatientes, absolutamente despreocupados del horror que se está viviendo unos metros más allá de donde juegan a las cartas, Galdós describe una Zaragoza entregada que únicamente piensa en destripar gabachos. Si en Sebastopol no se recogen los muertos de las calles es porque la miseria es tan palpable que no hay fuerzas para ello. Si en Zaragoza los moribundos son atendidos improvisadamente es pensando en cuántos franceses podrán ser destripados tras la recuperación del enfermo. Cuando Gabrielito se enamora de una chiquilla y se ven a escondidas en la plaza de San Felipe, es porque en el fondo no es consciente de la gravedad de los hechos que están sucediendo en la ciudad. Y Galdós se lo recrimina a su personaje en cada conversación o confesión: frívolo, que eres un frívolo. Con la que está cayendo, con cientos de muertos y heridos tirados por el Coso y decenas de mujeres blandiendo sus tijeritas de costura para cargar contra los dragones y tú, un jovenzano en edad de combatir, enamorándote de la hija de un ricohombre. Porque tiene que ser ricohombre, para no compartir la penuria de no destripar franceses y que la frivolidad sea aún mayor. Y Gabrielito, angustiado por su frivolidad y su falta de deseo de destripar gabachos se pasea por el Coso y por la plaza de San Miguel y recobra el espíritu belicista para entregarse a lo verdaderamente importante: destripar franchutes. Lo salva la campana, que anuncia la rendición de la ciudad, pero si no, ahí hubiéramos visto a Gabrielito, postulándose para héroe nacional, destripando casacas azules y disparando cañones de noventa libras como un buen patriota, impasible ante las caricias de la chica de San Felipe.

Todo lo contrario a Tolstói, que nos habla de hombres cobardes, jóvenes que se han escapado de su puesto de guardia para rondar a las mozas de la plaza de los bailes y de brillantes militares que han aceptado luchar en Sebastopol en busca de un rápido ascenso social. También los muertos son diferentes. Los muertos en la guerra son cifras. No tienen nombre ni apellidos, ni siquiera una imagen que poder recordar de ellos. En el caldo de los muertos cabe cualquier cosa muerta, y no se notará en el relato. Galdós juega con ello y habla de los muertos. En Sebastopol no hay muertos, hay muertos. La hija del marinero rondada por el asistente del oficial, que llora en la ventana la muerte de su padre. El hermano que ha sido masacrado en la cuarta y que es nombrado en la enfermería, mientras el médico sierra una pierna justo al lado. La Zaragoza real debió parecerse mucho al Sebastopol encharcado de sangre, mugre y lodo que nos narra Tolstói y no a la pulcra ciudad patriotísima que nos han tratado de hacernos creer que era.

Sin embargo, el heroísmo no se diluye con la miseria, la cobardía y las dudas, sino que reside en la actitud humana sobre quienes se aplica. Quien es capaz de capear una guardia para pasar la noche con la mujer amada y a la vez sacrificarse por su compañero en el bastión es un héroe. El médico que llora ante la impotencia de ver a los heridos morir en sus manos es un héroe. Luchar inconscientes de la realidad de la vida es renunciar a ella y rendirse ante la adversidad. Seguir amando y siendo uno mismo es luchar por la vida para no ser jamás vencido. Ni Tolstói ni Galdós vivieron los respectivos sitios, pero mientras que uno recopiló los cantares de gesta dedicados a Zaragoza, el otro visitó la ciudad antes de la ruina e interrogó, después, a los soldados que habían sido evacuados de la ciudad.

Me gustaría pensar que hoy más que nunca hacemos alarde de toda la frivolidad del mundo. Adoro ser frívolo y ser absolutamente incapaz de escribir algo que no sea inútil a los ojos del mundo. Quiero ser inútil, y vivir en la inutilidad de un beso al atardecer, de una caricia en un paseo inesperado o de una mirada escondida detrás de cada instante. No sé vivir de otra forma que no sea siendo inútil y rodeándome con la inutilidad de cada uno de mis actos. Que sirvan para mí, y para el mundo, y para nada más que para servir a las cosas.

Quiero que me llamen frívolo para poder vivir los sueños y construirlos en la frivolidad. Guárdense sus periódicos y las secciones de economía, escondan las noticias en mi presencia y no nombren las cosas insignificantes del mundo. Soy un insensible, como Tolstói, y soy incapaz de concienciarme de la importancia de Wall Street y los bonos basura que tanto temen los gobiernos europeos.

Quédense en sus palacios, hablando de la guerra, ustedes que pueden. Yo prefiero el barro de la trinchera. Quedarme con las cigüeñas que comienzan su tránsito y abandonan sus nidos en lo alto de los campanarios. Reflejarme en el agua del río a cada amanecer. Y bailar en la plaza entre flores e impecables uniformes para vestir el alma. Seguiré llevando un tulipán mientras los cañones, mis cañones, retumban con cada pensamiento en la mañana.

HIPOCRESÍA

Hoy ha muerto Eugenio Trías, en silencio, como mueren los muertos. Luchando en una guerra por una victoria lejana. Hoy le honran tributos y plantos, hablan de su amistad y de la simpatía que despertaba. De su importancia. Hoy le nombran imprescindible y magnifican el motivo de su pérdida desclasificando un arsenal de artículos y menciones que en su día pasaron desapercibidos. Hoy Eugenio Trías es una pérdida discreta. Mañana, será el olvido.

Hay personas que no tienen ojos y, al mirarles, al buscar en sus hoquedades una pupila en la que reflejarnos, rellenamos su ausencia con imágenes de humanidad inventadas en un sueño negligente y profundo.

Pero sólo es un sueño; no hay ojos en su vacío.

Los hipócritas hablan y no escuchan. Atrapan la vida en una telaraña tan sutil como inútil. Están muertos en su negación. Hablan de quienes se han ido y recuerdan momentos que no han sentido, que ni siquiera guardan en la memoria y que quizás les hayan sido chivados en un instante afortunado del sepelio. Cuando escriben, o cuando hablan, apelan inconscientemente a una experiencia que no poseen. Porque no han aprendido nada, aunque sonrían con cariño y acojan con humildad.

Los hipócritas han inventado su concepto del cariño y han estamentalizado la amistad. Quien realmente ama no es digno del mayor escalafón. No es útil. ¿Puede ser el amor útil en la prostitución del espíritu? Sí en cambio mil voces vacías e interesadas, puercos gimiendo detrás de la obra, rebuscando entre la basura del autor algo con que alimentar su ego miserable. El hipócrita confunde el cariño con las falsas muestras que le llegan. Habla del amor como si lo poseyera, te da excusas en las demostraciones y te aconseja su tratamiento. Porque eres imbécil. Has puesto ojos en una calavera.

Los hipócritas perdieron la humanidad cuando se perdieron entre un montón de gente igualmente extraviada. Deambulan por la vida hablando del silencio, de las cosas bellas, de la intensidad del momento, añorando la pérdida de lo que han dejado de poseer, jugando con tu espíritu y con el suyo.

Y después del olvido, de la indiferencia, siempre llegan los hipócritas. Buscándose. Reflejándose, acurrucándose en tu regazo. Esperando un calor tan frío como el que han recibido. Incapaces de devolvértelo cuando más lo necesitas. Pero entonces, el dolor, la falsa amistad, se disipa. Y se disipa también para ellos. Porque ya no son dignos de tus abrazos, ni tu cariño. Son arena en tus manos.

Quizás le hubieran gustado estas líneas a Eugenio Trías. De filósofo a filósofo. Poesía para la vida. A pesar de todo, nuestros pensamientos no son tan diferentes. La realidad no es tan diferente a sí misma. Sólo necesitamos unos versos que construir y un tango para bailar, y regalarles unos ojos nuevos, fabricados con nuestras manos e inhalados de vida con nuestro suspiro, para que vean de nuevo la vida, y distingan el cariño, y encuentren su camino, y restituyan el momento y doten a cada ser del lugar que le corresponde en sus maravillosas y antes yermas vidas.

Ojalá un día la hipocresía sea una ventana que conduzca hacia el amor.

EL RÉGIMEN DEL SILENCIO

Toulouse, 24 de noviembre de 1926

Acabo de regresar. No he encontrado nada tuyo. No me escribas, no vale la pena. Mira, para no esperar nada no te doy ni la dirección de allá. Soy excesivamente ridículo. No tiene sentido ir mendigando así una amistad. Yo tenía necesidad de escribirte y tú no tenías ninguna necesidad de que lo hiciera. Puede ocurrir. Quizás te juzgue injustamente pero así sufriré menos y es mejor. Ya no te escribo más, aunque me hayas contestado, da lo mismo: no has sido capaz de hacerlo la noche en que lo habías prometido. No sé porqué razón voy a mandar esta carta. Hace unos días rompí tres, bien puedo romper la que hace cuatro. ¡Bah! será mi despedida. Y no te veas obligada a un recuerdo: ahora ya pienso que todo me da igual. Mi fallo está, Rinette, en haberte pedido demasiado. En haber esperado demasiado de ti… Ahora me doy cuenta y me sabe mal. Pierdo una buena amistad y no te tengo rencor. Es culpa mía si no sé retroceder y contentarme con poco.

Antoine

Café Restaurant Lafayette, Toulouse. Diciembre de 1926

Perdóname, Rinette… Mientras yo escribía tú me escribías -y una carta, además, que me ha hecho muy feliz […] En Toulouse -oh, Rinette- rehago cada día mi camino provinciano. Paso junto a esta farola y en el café me siento en aquella silla. Compro mi periódico en el mismo quiosco y digo cada vez la misma frase a la vendedora. Y los mismos compañeros, Rinette…hasta que sienta, Rinette, una necesidad inmensa de renovarme, de evadirme. Entonces emigraré hacia otro café, u otra farola u otro quiosco de periódicos e inventaré otra frase para la vendedora. Una frase mucho más hermosa.

Me canso rápidamente de mí mismo, Rinette, y por ello no haré nunca nada en la vida. Necesito demasiado el ser libre. […]

Perpignan, diciembre de 1926

Rinette, no eres muy amable conmigo. No volveré a escribirte porque no me gusta sufrir una decepción a cada correo. Para ti esto no tiene importancia pero yo vivo solo aquí y encuentro placer en las pequeñas cosas. Y además tú rehusas las cartas de conversación. Y a mí las cartas de cortesía cada tres meses me fastidian. Seguramente dirás: “¡Dios mío, otra carta que responder!” Pues no vale la pena. Y a lo mejor también te molesta por algo en concreto: las personas son tan complicadas…

Es imprudente dar a las personas aquel derecho del que hablabas -derecho a que te interesen un poco-. Se aprovechan… Pienso que debo parecer tonto diciéndote esto. Pero me da igual. […]

Lisboa, 19 de Septiembre de 1929

Mi vieja Rinette,

Me voy -por desgracia- a América del Sur. He pasado en París dos días melancólicos: no he vuelto a ver a nadie. ¡La salida ha sido tan brusca!

Cree en mi mucha amistad.

Antoine

18 de julio de 1930

Cómo es posible, Rinette, que tenga que enterarme por casualidad de que estás en Río: ni siquiera me lo has dicho. Habría podido ir muy fácilmente la semana pasada.

Quizás pueda ir todavía, pero sin duda tendrás muchos compromisos, almuerzos, cenas y veladas, y serás invisible. Además, parece que no tienes mucho interés.

Si el avión que viene del norte no ha pasado todavía quizás tengas tiempo de mandarme una nota.

Estás mezclada a tantos recuerdos, formas una parte tan importante de la vida pasada que hubiera creído imposible para mí ir a Francia y no verte.

Tú vienes a Río y ves esto como muy posible. Es raro, me encuentro un poco envejecido al ver cómo envejecen todos mis recuerdos.

Antoine

No recomiendo leer Cartas a una amiga inventada. La herencia literaria que rodea a Antoine de Saint-Exupéry es imprecisa y limitada, completamente huérfana de una visión global del autor y su obra. Leer El Principito es fácil. Leer Correo del Sur es fácil. Leer Cartas a una amiga inventada requiere conocer la soledad.

Ni siquiera Renée de Saussine (aka, Rinette) supo comprender la soledad de su amigo durante los muchos años que se estuvieron carteando. En concreto, unos seis o siete. Y a pesar de todo, comete la osadía de publicar un prólogo hablando de lo mucho que quería a su amigo del alma Saint-Exú (como ella le llamaba), los pasteles que tomaban juntos en La dame blanche y las películas que algunas tardes iban a ver en el cine de estrenos del distrito de Saint Germain. De hecho, dice:

En lo sucesivo, estando Antoine lejos, nosotros, sus amigos, le escribíamos. Yo le escribía. Pero no lo bastante. No con la rapidez deseada. Este fluído anti-soledad que él reclamaba necesitábamos, como los curanderos, tiempo para rehacerlo.

O sea, chère Rinette, que a mí, un chico de 2013, me vienes a contar que no tenías tiempo  para atenderle. Que le escribías. Ya. Imagino. ¿Antes o después, querida Rinette?

Louise de Volmorin
Louise de Vilmorin, “Loulou”. Después de años de “fiancées”, con una boda a punto de celebrarse y habiendo hecho renunciar a Antoine de su pasión, la aviación, decide casarse con otro hombre. Y a pesar del dolor, Antoine le siguió escribiendo como si nada hubiera pasado hasta el final de sus días…

Porque no es lo mismo escribir antes de que te hayan escrito que después de haber acumulado veinte cartas suyas antes de que te dispongas a enviar la tuya. A las pruebas me remito. Qué fácil es hablar del amor y del cariño profesados cuando el interpelado ya no se puede defender. Qué poco se habló de ello antes de que su avión fuera derribado en las costas de Marsella. Una persona se deshace lentamente durante más de diez años viendo cómo sus amigos son incapaces de apoyarle en los momentos más delicados y ahora que ha muerto y es un renombrado escritor todo el mundo manifiesta su profunda amistad con él. Cuánto le queríamos y le apoyábamos cuando su gran amor Louise de Vilmorin le abandonó después de años de noviazgo y una boda planeada para casarse con un americano mucho más rico que él (porque sí, Rinette, y para las actuales Rinettes, los hombres también sufrimos por estas cosas y las cicatrices quedan grabadas, para siempre, en nuestros corazones). Solo, abrazado al tránsito. El tránsito simbolizado a través de la aviación, de la incertidumbre del viaje, de la vida en sí misma. Y vosotros, sus amigos, negándoos a conversaciones largas, obligándole a colgar el teléfono las veces que él llamaba.

Vosotros, sus amigos.

No habéis aprendido nada.

No tenéis ni puta idea del dolor que causa vuestra indiferencia.

Por eso no todo el mundo está capacitado para leerlo. Muy poca gente lo entendería. Cartas a una amiga inventada son pequeñas confidencias escritas desde el dolor de la soledad a una amiga completamente indiferente a su situación, que de hecho, publica una selección de las más trascendentales como quien saca del trastero un baúl viejo sin importancia.

Me duele Cartas a una amiga inventada. Me duele que puedan existir personas como Rinette. Me desgarra que, además, tengan la poca decencia de mentir al mundo y hacer creer que nada es lo que parece. Porque aquí las apariencias no engañan.

Así es el régimen del silencio.

EL OTRO SENTIDO DE LA VIDA

Un avión vuela en alguna parte del firmamento. El sol se está poniendo y el telegrafista ha iluminado la cabina. El piloto tantea los mandos con precaución, encajando en su ceguera dónde se encuentra cada elemento del instrumental. Detrás del coleo suena un martilleo metálico. El ayudante acaba de entregarle un telegrama. El cielo está despejado. Delante de nuestra casa hay un grupo de tangueros. También tienen la ventana abierta. Las estrellas custodian el alma de Buenos Aires. La última vela de la granja acaba de rendirse a su paso.

A veces dudo si soy Rivière o Fabien. Tengo mis motivos para hacerlo y no aclararme nunca. Porque ambos son indivisibles; su oposición, lejos de ser excluyente, es complementaria. Rivière se aferra al destino para justificar su vida. Mira a las estrellas y las busca como mensajeras de los pilotos que ha enviado hacia lo incierto. Su responsabilidad le ha condenado a la soledad, y pasea por las calles de Buenos Aires con lentos pasos, olvidando el ajetreo de las plazas y las avenidas. Fabien también está solo. Acaba de conquistar el último pueblo habitado. Más allá de la llanura, abriéndose a la noche que comienza, no hay nada. Tres mil metros de altura lo separan de la bóveda de la tierra, mientras las últimas estrellas se apagan para irse de dormir.

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En alguna parte, ella espera que vuelva, de la misma manera que nosotros esperamos el telegrama en cada línea escrita en el relato. Vuelo nocturno es otra de las joyas que componen el legado de Antoine de Saint-Exupéry. Saint-Exupéry es un escritor de confidencias pero, sobre todo, es un escritor de la vida y del detalle. En ninguno de sus libros narra grandes historias. Es consciente de que la extensión del instante acaba por deformar el relato. Su experiencia es autobiográfica, y un piloto, y un oficial en tierra, no sueñan con la Ilíada y se comportan como uno más de sus guerreros, sino que se aferran a la luz de un farol a miles de metros de altura o al martilleo que produce el telegrama que está llegando desde la Patagonia. Su vida se asemeja más a Ulises viajando a Ítaca en la plena asimilación de los peligros que supone el viaje, a pesar de haber sido recorrido una multitud suficiente de veces como para realizarlo sin temor alguno.

Rivière coordina el intercambio de correo entre Toulouse y Buenos Aires, y luego las rutas locales de Uruguay, Chile y Patagonia. Él se siente el padre de todo aquel imperio construido con tanto esfuerzo. Carga a sus espaldas con la memoria de cada uno de los pilotos muertos en las tempestades. Y está solo, su conciencia lo aísla en su trabajo y en la disciplina impuesta sobre los pilotos que, un día, cargarán aún más sus débiles entrañas. Por eso encarga a Robineau que imponga disciplina. Rivière lo considera un flojo por no imponer las sanciones pertinentes con la dureza que debería de manifestar un inspector. Mientras Robineau aspira a volver a Toulouse junto a su amante, Rivière se entrega a una eternidad inalcanzable y deja que la lluvia le empape durante la espera de la llegada de los vuelos del correo.

Fabien, en cambio, representa otro tipo de eternidad, la eternidad verdadera. Vive de las pequeñas cosas, los detalles suponen la esencia de su existencia. No se conforma con existir, siembra vida en las cosas a las que entra a formar parte. Y siempre mira hacia delante, en la soledad del vuelo, la inmensidad de las llanuras y el abrazo ciego de la noche. Su esperanza es su guía.

Pero Rivière conoce la noche porque su alma vive en ella. Las luces del cielo de Fabien se apagarán. Volará abandonado a la suerte de una corriente de viento o de un cambio brusco de tiempo. Envía telegramas a últimas estaciones de la rivera atlántica. Sus temores son ciertos: el cielo está despejado. No quiere cenar solo esa noche.

Leer a Saint-Exupéry reconforta incluso en los peores momentos. A diferencia de los escritores de su generación (y de los actuales, y más aún de los que vendrán), no habla de lo perdido sino de lo que se posee. En Piloto de Guerra, cuando sobrevuela Arras, no se centra en las llamas que se levantan sobre el horizonte y que se extienden hacia el cielo, sino en las gotas de lluvia que golpean los ventanales del avión y los ciruelos aún visibles a la luz del ocaso que evocan el dulce recuerdo de su aya Paula.

Hay otras llamas, lenguas de fuego entre las montañas, chispas que se levantan y que se hunden, arrastrando tras de sí la masa metálica del avión, pero esas chispas conectan al piloto con el mundo, y la naturaleza entra a formar parte del aparato. Así nos lo hace saber cuando regresa el correo de Chile, a punto de ser derribado entre las furibundas cumbres de los Andes. Pero aún así, el piloto habla de la maravilla de cada turbulencia, y del abrazo íntimo que sintió en el momento en que divisó la llanura argentina.

Saint-Exupéry siempre defendió la universalidad de sus relatos, aunque la mala hierba crítica no sólo ha reducido su breve bibliografía al desgastado fantasma de El Principito, sino que además la ha enmarcado en la simpleza que rige la categoría juvenil (que no, repito, la literatura juvenil en sí misma, sólo afecta a su concepción). Vuelo nocturno es capaz de reflejar la tribulación en la vida y nuestra esclavitud al abandonar el detalle de un beso o una mirada para entregarnos a una causa convencional. Rivière ha sacrificado su vida para construir una ruta postal que engulle a los hombres. Y no sólo a las tripulaciones de los aviones de la compañía, sino también a las mujeres que esperan en Toulouse y Buenos Aires el regreso de sus maridos, las familias que miran cada noche al cielo pensando en la travesía o la madre que, a miles de kilómetros de distancia, mantiene su vista fija sobre la vela encendida de encima de la mesa del salón pensando en su hijo luchando contra la tempestad. Nos lo describe a través de los detalles, la narración y los recuerdos de Rivière al hablar con la mujer de Fabien:

Ella tuvo un débil encogimiento de hombros, cuyo sentido comprendió Rivière: “Para qué la lámpara, la cena servida, las flores que voy a encontrar de nuevo…” Una joven madre había confesado un día a Rivière: “Aún no he comprendido la muerte de mi hijo. Lo duro son las pequeñas cosas: su ropa, que me encuentro a cada paso, y, si me despierto durante la noche, esa ternura, ya inútil como mi leche, que me sube sin embargo al corazón…” También para aquella mujer la muerte de Fabien comenzaría apenas mañana, en cada objeto, en cada acto, ya vano. Fabien abandonaría lentamente su casa.

Pero el detalle que convierte a Vuelo nocturno en una novela imprescindible es la continuidad de la vida frente a la adversidad. Ni la ciudad dormida, ni Rivière, ni el secretario ni una sola de las gotas del ciclón que han de derribar el avión detienen su existencia por en fin de un mundo. Muere el mundo de Fabien, no la lluvia, ni los tangueros ni el vuelo a Europa que partirá en el mismo momento en que llegue el de Asunción. La soledad ante la pérdida de un mundo que no se detiene y siempre gira para comenzar de nuevo, sintiendo la ausencia, arrastrando el dolor de la pérdida. La idea (o, mejor dicho, ese matiz de realidad) cobra tanta fuerza en el relato que la muerte de Fabien supone un punto de inflexión en un mundo aparentemente idiferente a su presencia. Rivière, cuando despide al correo de Europa, que ha dejado a su mujer mirando a los tangueros a través de la ventana, le dice que tenga cuidado con la noche algo que, horas antes, el gran Rivière, el gran padre encargado de custodiar el futuro de la compañía por encima de la vida de sus propios pilotos, jamás hubiera sido capaz de desear.

Y la vida continúa, mientras los pilotos charlan despreocupadamente de la desaparición del piloto de la Patagonia. Cada cual continuará su senda y todos llevarán en su memoria la estela que Fabien ha dejado en el viento.

Vuelo nocturno es el viaje a la inmensidad de la vida, un vuelo intenso desde nuestra pequeñez vital que nos recuerda que el único destino es cada instante del tránsito de la existencia.

AGUA PASADA

Cambiamos de año. Brindamos. Profesamos deseos con elocuencia. Bailamos. Tu mirada se ausenta. ¡Me has pisado! Haces zapping. Otra vez Sonrisas y lágrimas. Y en la tele de nuestro pueblo, jotas. Arrancamos la última hoja del calendario. El cava se calienta. Enero ha comenzado. Diciembre nos ha robado la lluvia. Las luces destellan demasiado.

Todo ha cambiado o tenemos la impresión de que realmente lo ha hecho. La entrada del año nuevo es uno de los ritos más hermosos de la modernidad. No responde a una cuestión religiosa ni a un sentimiento cultural. Es universal, como su origen. Celebrar algo tan pasajero como un año nuevo es un acto de fe y de esperanza en que las cosas que han pasado han tenido su lugar y las nuevas que han de venir tendrán el suyo, tan diferente, tan incierto, tan prometedor y paralizante a un tiempo. Todo es cuestión de relojes que caminan sin conciencia, el cucú que se repite; las mismas cortinas removidas por la sibilina brisa que se cuela entre las rendijas de los ventanales. Pero sabemos que más allá de lo permanente, en lo efímero, todo es distinto. Aquellas cortinas no serán las mismas que meses u horas atrás. Ni la brisa, que trae aires nuevos, ni el toque del reloj, que lo hace diferente a las veces que recordamos. Ya nada es igual, todo ha cambiado. El agua del río no es la misma aunque el río lo sea. Ha pasado tanto tiempo desde el último brindis que ya no reconocemos todas esas cosas, porque ya no somos capaces de reconocernos un año atrás.

No somos diferentes, nadie cambia jamás. Pero hemos vivido y las circunstancias han dejado de ser las mismas que otrora. Y hemos aprendido. Hemos construido una senda que nunca podrá ser borrada. Son nuestras huellas quienes han cambiado el paisaje. Las huellas. Con ellas, nada es igual. Y el año nuevo tampoco podrá serlo.

Dos mil doce ha muerto para siempre. Vivirá en forma de hierba aplastada, mientras el nuevo nos obliga a levantar la vista a horizontes desconocidos y un mundo todavía por construir. No sabemos qué nos encontraremos más allá de donde termina nuestra senda, pero aguardamos la bondad del recorrido como fundamento de una esperanza que se materializa en el deseo compartido y en la fraternidad, en el conocimiento de nuestra soledad compartida, que es una forma de compañía. Y por eso, cada último día del año nos reunimos con los nuestros y brindamos por la belleza de la vida y la prosperidad de nuestro porvenir. Podríamos hacerlo cada día, al despertarnos; mirar por la ventana y contemplar el amanecer mientras pensamos en el día que hemos comenzado a transitar. Sin embargo, preferimos lo intangible. ¿Qué es un año, sino un acto convencional, casi de fe? Un día tiene un comienzo y un final dibujados por el sol en el firmamento. Un año se fundamenta en que ese sol siga siendo tan puntual como lo ha sido hasta ahora. Los años se expanden. Según el sol pierde masa, o la Tierra altera sus ciclos. Un pequeño desfase puede regalarnos o arrebatarnos un día más del año sin que podamos darnos cuenta a tiempo para corregir nuestros calendarios.

Pero no nos importa. El tiempo pierde su sentido si no estamos ahí. Es el camino el que hace al tiempo y no el tiempo a nuestros pasos. No importa si el sol dilata nuestra rotación a su alrededor y el año extiende un día más su existencia. A fin de cuentas, todo es tránsito. Hasta el año es una senda que ha de recorrerse para que todo pueda tener sentido.

No, no nos importa si nos equivocamos y lo que ha de venir nos abomina. Seguimos brindando y bailando. Y me pisas. Y diluyes tu mirada en el tintineo de la vela. Y el cava se calienta. Las luces destellan demasiado. El año ha acabado. Y una nueva senda se abre para nosotros. Seguimos adelante. Pisamos con firmeza. No tenemos miedo, lo hemos regado en cava. ¿Qué puede salir mal? Todo es circular, hasta los años. Volveremos a un comienzo. Y cuando el reloj haya terminado su tránsito, continuaremos el nuestro, sin calendarios, con la nueva lluvia resbalando por nuestros rostros.

¿A quién le importa 2013 si lo tenemos todo? Suenan las campanas en lo alto de la torre.

ALGO DE QUE HABLAR

Rinette,

Soy verdaderamente un distraído, sin excusa posible, ya que llevo conmigo tu relato pero debo a mi olvido la fotografía de un lugar encantador, por esto no echo nada de menos.

Quise llamarte el domingo para presentarte, al fin, excusas, pero no estabas en casa y por Madame Saussine me enteré del luto que te aflige. Rinette, no puedo hacer otra cosa más que reiterarte mi vieja amistad y decirte cuán cerca de ti estoy en mi corazón.

Asistí ayer por la noche al triunfo del hermoso Eusebio. Explicaba ante una sala repleta de gente cómo se escalan montañas más puntiagudas que agujas de campanario. Hablaba negligentemente de su heroísmo y las viejas damas se estremecían. El relato era bastante bueno pero las descripciones, Rinette… Daba a las «cimas sublimes», al cielo, a la aurora, a las puestas de sol dulzuras de mermelada, de caramelo. Las agujas eran rosadas, los horizontes lechosos y las rocas doradas por los primeros rayos de sol. El paisaje parecía comestible. Al escucharle pensaba en la sobriedad de tu cuento. Tienes que trabajar, Rinette. Destacas muy bien el elemento particular de cada cosa, aquello que le da vida propia. Los objetos, en la narrativa de Eusebio, permanecen abstractos. Se trata de «la Cima, la Puesta de sol, la Aurora». Salen del almacén de accesorios. Cuanto más abundan en su descripción más impersonal resulta.

Es el método que es malo o, mejor, la visión, que está  ausente. N0 se debe aprender a escribir, sino a ver. Escribir es una consecuencia. Él toma un objeto e intenta embellecerlo. Los epítetos son capas de pintura. No destaca lo esencial sino que añade elementos arbitrarios. A propósito de una aguja hablará de Dios, del color malva y de las águilas. Entonces uno se siente sucesivamente enaltecido, enternecido y aterrorizado. Es un truco. Hay que decirse: «¿Cómo voy a transmitir esta impresión?». Y las cosas nacen de la reacción que te provocan, son descritas en profundidad. Solamente así deja de ser un juego. Te hablo de Eusebio porque sus defectos ponen de relieve las cualidades que tienes y que debes cultivar. Parte siempre de una impresión. Es imposible que sea banal. Habrá una cohesión íntima en tu relato. No estará hecho de retazos. Ve cómo los monólogos más incoherentes de Dostoievsky dan la impresión de necesidad, de lógica, mantienen un ritmo. La conexión es interna.Y observa cómo los personajes de tantos otros, cuya psicología bien estructurada podría mostrarse coherente, permanecen arbitrarios en sus expresiones y en sus actos a pesar de una lógica externa. Se trata de construcciones ficticias, como las montañas de Eusebio. No se crea un ente vivo atribuyéndole cualidades y defectos y haciendo que de ello surja la novela, sino expresando las impresiones vividas.Una emoción aun sencilla, como la alegría, es demasiado compleja para ser inventada si uno no quiere contentarse con decir de su héroe que «estaba alegre», con lo cual no expresa nada, no es personal. Una alegría nunca se parece a otra.Y es justamente esta diferencia, esta vida propia de cada alegría lo que hay que expresar. Pero ahí se puede caer en la pedantería, querer explicar esta alegría. Hay que expresarla a través de sus consecuencias, de las reacciones del individuo. Entonces no es necesario decir «estaba alegre», esta alegría brotará de sí misma con su identidad propia, como una determinada alegría que experimentas y a la que no puede aplicarse con exactitud adjetivo alguno. Si opinas que la palabra alegría basta para expresar lo que siente tu héroe, es que es ficticio, es que no tienes nada que decir.

Me siento ridículo, voy a terminar. En la pequeña taberna desde la que te escribo un piano mecánico fabrica una musiquilla sentimental. La cajera bailotea de un lado para otro. El dueño, vacío de deseos, bosteza. El camarero revolotea a mi alrededor carraspeando porque soy su último cliente y tiene sueño, todo esto rezuma melancolía. Tengo la sensación de estorbar, me voy.

No te he agradecido, Rinette, el que tocaras para mí, el otro día, aquellas páginas de Bach. Soy muy torpe para dar las
gracias, pero me proporcionaste un gran placer.

El camarero, Rinette, plantado ante mí, agita su servilleta como una escoba.

Adiós pues, Rinette.

Antoine

[Cartas a una amiga inventada, Antoine de Saint-Exupéry, 1925]

Peco de pedantería. Me lo dice Saint-Exupéry cada día a través de esta carta errante, que ha perdido su dueño y ahora vive huérfana, en corazones desconocidos.

Soy torpe, no sé dar las gracias. No sé darlas transmitiendo todo aquello que siento. No soy capaz de decir con un te amo todo lo que se esconde detrás de mi confesión. Las palabras se vacían a mi alrededor y pierdo el momento, muere el instante y se extravía su sentido. Si no sabemos hacer literatura tampoco sabremos hacer, en consecuencia, vida.

Porque sí, la vida es como la literatura. En mi parquedad lo he dicho muchas veces. Entre líneas, no por no atreverme a hablar, sino por no encontrar la manera de hacerlo. No como los relatos, que nacen de la realidad que existe, sino que esa misma expresión, como la fotografía que se guarda para siempre o el calor de un abrazo, conserva la esencia de la vida, y la existencia se convierte literatura, y permanece en la nuestra para siempre.

Somos un libro que se escribe. ¿Vas a decir simplemente te quiero? ¿Vas a separar cada hilo tejido y vas a hacer un ovillo con él? Quisiera escribir como siento, porque vivir, vivir, ya vivo como siento. El sentimiento somos nosotros. Nada más. Materia inmortal que nunca desaparece. Nuestra esencia. Banalizar nuestras palabras es hacerlo también a nuestras vidas. Debemos ser viajeros a Ítaca que aprendan a no temer y a perdonar los errores de quienes nos aman. Porque nos aman. Nadie se merece amanecer convertido en un océano de cristales rotos.

Y es de aquello mismo que se transmite, que no son palabras o estados arbitrarios, sino el retal de la vida, de donde brotan todas las cosas y el relato desborda nuestra ventana para desarrollarse más allá de nuestro pensamiento. Tenemos la sensación de que aquel criado que limpiaba cuidadosamente la plata de la cubertería cada tarde a la misma hora, cuando el reloj sonaba las cuatro, o que aquella joven desconocida plantada cada anochecer frente al balcón viven en alguna parte del tiempo y del espacio, y que están ahí, esperando una negligencia del destino para encontrarnos tras la esquina de la plaza de la iglesia, aunque no nos reconozcamos y se estremezca nuestro cuerpo con un escalofrío mientras miramos atrás, tratando de justificar lo injustificable.

Porque también podemos ser olvidados. Las palabras vuelan, las promesas se queman en el tiempo y la distancia. ¿Nos atreveremos a mirar de nuevo las fotos que guardamos? La foto es un cadáver. ¿Quién nos devolverá el cine jamás realizado o la literatura que no ha sido escrita? ¿Qué sería de nosotros sin algo que transmitir y que transmitirnos en los momentos difíciles? No hay dos alegrías iguales, dos amores gemelos o dos seres idénticos. Todo es diferente a todo. Como en la literatura.

A veces lo olvido y me pierdo entre mis sombras. Por eso deseo que el resto de nuestra vida seamos música para los demás y literatura para nuestros propios ojos, secuencias editadas en nuestros sueños, escenas de una vida conservadas para siempre en nuestra memoria y en la de quienes nos rodean. Quiero que tú seas mi deseo para que alguna estrella fugaz tenga la bondad de concedérmelo. Y tu felicidad. Y tu vuelo singular. Y tu propio camino recorrido en la soledad de la compañía. Deseo que seas una vida que habita en lo más profundo de la todas las demás vidas. Y que esta carta encuentre, por fin, otra morada que habitar.

EL AMOR

Me acerqué a ella; me estremecí, ella me cobijó bajo su abrigo y para sujetarlo me pasó la mano en torno al cuello. Dimos unos pasos bajo los árboles, en la oscuridad profunda. Algo brilló delante de nosotros, no tuve tiempo de retroceder y me aparté creyendo que chocábamos contra un tronco, pero el obstáculo se escabulló bajo nuestros pies: habíamos pisado en la luna. Acerqué su cabeza a la mía. Ella sonrió, yo me eché a llorar, vi que ella también lloraba. Entonces comprendimos que la luna lloraba y que su tristeza estaba al unísino que la nuestra. Los acentos desgarradores y dulces de su luz nos llegaban al corazón. La luna, como nosotros, lloraba, y, como a nosotros nos ocurre casi siempre, lloraba sin saber por qué, pero sintiéndolo tan profundamente que arrastraba en su dulce desesperación irresistible a los bosques, a los campos, al cielo que de nuevo se miraba en el mar, y a mi corazón que, por fin, veía claro en su corazón.

[Marcel Proust, Sonata claro de luna]

El amor es amistad prolongada, un lazo invisible que nos une para siempre con la persona amada. Amar es pasar a formar parte de quien es amado, una extensión de su eternidad que se prolonga hasta el final de los tiempos; llorar juntos hasta que las lágrimas sean una sola, mirar en la misma dirección cuando nos dirigimos al ocaso. Amar es estar ahí, y estar ahí eternamente.

El amor es el hilo de Ariadna que nunca se ha de romper.

TODO EL DAÑO DE UNA SOLA VEZ

En la biblioteca de Aragón hay dos rincones que me encantan, dependiendo de la intención que tenga en cada visita. Si quiero leer, es imposible despreciar las cristaleras de la planta baja. ¿Alguien se ha fijado en ellas? ¡Qué hermosa luz, esculpida en las plantas del pequeño jardín, perdiéndose entre los edificios, atravesando el vidrio con la claridad de la mañana! El efecto solo dura hasta mediodía, cuando a esa misma luz cariñosa y agradable le da por apuntar de lleno y cocer a los enamorados personajes que nos repantingamos en las butacas, a medio camino entre el sillón y la hamaca campera. El único problema, claro está, es que las mesas son demasiado bajas o, mejor dicho, las hamacas hunden el culo demasiado y es imposible escribir ahí sin retorcerte y acabar molido. Es aquí cuando, si hace falta escribir, hay que cambiar a otra ubicación.

La sala de estudio está descartada. Escribir en una sala de estudio, con su luz artificial y el penetrante silencio no favorece nada. Hace falta algo más agradable y más natural, una alternativa a la luz de los ventanales pero con una mesa y un asiento adecuados. He buscado mucho por toda la biblioteca y el único lugar que reúne todos los requisitos es una pequeña mesa para dos personas oculta detrás de la estantería de los comics, justo al lado de los libros de teoría del guión cinematográfico y los de cine para dummies. Allí me siento algunas veces a escribir o a darle vuelta a algún libro que me haya llamado la atención lo suficiente como para verme obligado a tomar notas in situ.

Hace unos días me atreví por fin con un libro pendiente. Un rato antes había estado leyendo algunos capítulos de La muerte de Iván Ilich, del mil veces nombrado en este blog León Tolstói, y un poemario del poeta argentino y afincado en España Andrés Neuman (del que me encantó un poema que, si mal no recuerdo, se llama Mujer leyendo). El caso es que, cuando me decanté por tomar la edición de Acantilado de los versos de Neuman también miré a ver si había algo de Emilio Pedro Gómez y me encontré con ésto.

No es casualidad que haya recaído en Octavio Gómez Milián. Primero, porque estaba  buscando en la G. Segundo, porque Octavio imparte matemáticas en el que fue mi instituto. No es la primera vez que leo poesía de Octavio, pero sí que me zampo en una sola mañana uno de sus libros. Por qué no nos hicimos todo el daño de una sola vez es una recopilación fabulosamente urdida de poemas de amor, a través de los cuales el lector es sumergido en un océano de melancolía y esperanza que se funden en el instante del recuerdo. Octavio saca su arsenal desde el principio y comienza con una pieza simple, delicada e incluso introductoria a lo que vendrá después. Una descripción del amor tan sibilina ante la que es imposible no quedar interpelado.

ELLA

Me he enamorado tan lentamente
de ti
que parece que estoy así
                                     desde siempre.

Porque si algo caracteriza a la poesía de Gómez Milián es su frescura en ritmo y la sobriedad en el símbolo.

Una observación interesante acerca de las artes de nuestros días es que el símbolo ha sido transformado o, mejor dicho, se ha abierto a un nuevo registro: la interpelación circunstancial. En vez de basarse en una similitud (se me ocurre, por ejemplo, el típico sus dientes eran como perlas/esculpidas en el fondo del mar) el propio hilo narrativo del poema conduce hasta breves y castizas referencias a detalles del entorno del poeta, de los personajes, o de los días que vivimos. Así, por ejemplo, en su poesía hay referencias a rincones de la ciudad ante las que solo un buen zaragozano o un merodeador perspicaz se verá interpelado. No se trata de que el poema se vea restringido a unas referencias determinadas, pero sí suponer un guiño al entorno y a quienes viven en ese entorno. En pocas palabras: no hablo de rascacielos, solo de los neoyorquinos. Y esa diferencia marca un intimismo trascendental en la obra.

Octavio Gómez Milián hace lo que Sergio del Molino o Manuel Vilas en su literatura: el paisaje no es únicamente un entorno circunstancial en el que pasan cosas, sino que es su razón de ser, la esencia de esas cosas. La ruptura amorosa y el recuerdo serán lo mismo aquí o en Sebastópol, pero las lágrimas derramadas y las noches de alcohol solo son zaragozanas. Aquí es donde se diluye la poesía para convertirse en confesión. No se trata de la voz de un poeta que grita cuánto ama o ha dejado de amar, qué bello es esto o cuánto me gustó aquello, sino que se ofrece una ventana a la vida de la persona que se encuentra al otro lado del papel. Las cosas se presentan como tal, sin artificio ni obsesión alguna por dejar claro qué se quiere transmitir, una tarea que si bien es complicada en el resto de artes aún lo es más en poesía, donde el abuso de simbolismo conduce a una constante redundancia insalvable que destroza el sentido de la obra.

Octavio consigue esa naturalidad con maestría, jugando con los versos, cortando las frases, bailando con los silencios. Detrás de algunos poemas parece escucharse una sintonía de fondo que nos traslada a otra Zaragoza y a otras personas, esquinas y recuerdos de una ciudad que aún sueña con ser desenterrada del olvido. Un viaje que naufraga en la melancolía para reencontrarse en el recuerdo y el devenir de la vida, con el toque de humor y rabia que muchas veces se instala en estas situaciones, como indican con acierto los siguientes versos.

ÉL (ahora sé que lo tienes)

Brindo por el hombre
que tiene enamorada a mi mujer.
Brindo para que se ría de su
aspecto,
critique su jersey,
                   machaque el café que ella
                   le prepara por las mañanas.

O estos otros:

DOS OSTRAS
 
Tenemos algo parecido a una fecha secreta
y una canción nuestra.
Con mucho menos se derrumban imperios
y se mantienen imperturbables las motas de polvo.
¿Por qué no eliges qué prefieres?

Poesía y matemáticas parecen confluir con la literatura y la música, buscando esa armonía que los números son incapaces de regalar y a la cual solo sintiendo podemos aspirar. Versos encendidos que hablan de la decadencia o del amor perdido, o de la mujer amada que aún está por llegar y la grandeza del momento. Por qué no nos hicimos todo el daño de una sola vez es el primer poemario de Octavio Gómez Milián y, quizás, la mejor de sus obras hasta el momento. Una obra que merece mucho la pena ser leída y disfrutada en la apacible plenitud del silencio de la velada. Como nos sugieren los siguientes versos:

No preguntéis más por ella,
estoy tratando de escuchar
su silencio a través del teléfono.