TIERRA Y FUEGO

Une fois de plus, j’ai côtoyé une vérité que je n’ai pas comprise. Je me suis cru perdu, j’ai cru toucher le fond du désespoir et, une fois le renoncement accepté, j’ai connu la paix.

Tout est paradoxal chez l’homme, on le sait bien. On assure le pain de celui-là pour lui permettre de créer et il s’endort, le conquérant victorieux s’amollit, le genéreux, si on l’enrichit, devient ladre. Que nous importent les doctrines politiques qui prétendent épanouir les hommes, si nous ne connaissons d’abord quel type d’homme elles épanouiront. Qui va naître? Nous ne sommes pas un cheptel à l’engrais, et l’apparition d’un Pascal pauvre pèse plus lourd que la naissance de quelques anonymes prospères.

L’essentiel, nous ne savons pas le prévoir. Chacun de nous a connu les joies les plus chaudes là où rien nes les promettait. Elles nous ont laissé une telle nostalgie que nous regrettons jusqu’à nos misères, si nos misères les ont permises. Nous avons tout goûté, en retrouvant des camarades, l’enchantement des mauvais souvenirs.

Que savons-nous, sinon qui’il est des conditions inconnues qui nous fertilisent? Où loge la vérité de l’homme?

La vérité, ce n’est point ce qui se démontre. Si dans ce terrain, et non dans un autre, les orangers développent de solides racines et se chargent de fruits, ce terrain-là c’est la vérité des orangers. Si cette réligion, si cette culture, si cette échelle des valeurs, si cette forme d’activité et non de telles autres, favorisent dans l’homme cette plénitude, délivrent en lui un grand seigneur qui s’ignorait, c’est que cette échelle des valeurs, cette culture, cette forme d’activité, sont la vérité de l’homme. La logique? Qu’elle se débrouille pour rendre compte de la vie.

Quelques-uns de ceux qui ont obéi à une vocation souveraine, qui ont choisi le désert ou la ligne, comme d’autres eussent choisi le monastère; mais j’au trahi mon but si j’ai paru vos engager à admirer d’abord les hommes. Ce qui est admirable d’abord, c’est le terrain qui les a fondés.

Les vocations sans doute jouent un rôle. Les uns s’enferment dans leur boutiques. D’autres font leur chemin, impérieusement, dans une direction nécesaire: nous retrouvons en germe dans l’histoire de leur infance les élans qui epliqueront leur destinée. Mais l’Historie, lue après coup, fait illusion. Nous avons tout connu des boutiquiers qui, au cours de quelque nuit de naufrage ou d’incendie, se sont révélés plus grands qu’eux-mêmes. Ils ne se méprennent point sur la qualité de leur plenitude: cet incendie restera la nuit de leur vie. Mais faute d’occasions nouvelles, faute de terrain favorable, faute de réligion exigeante, ils se sont rendormis sans avoir cru en leur propre grandeur. 

Que en cristiano de las tierras hispanas viene a ser:

Una vez más me topé con una verdad que no supe comprender. Me encontré perdido, creí alcanzar el límite de mi desesperación hasta que, una vez que acepté la renuncia a comprender, encontré la paz.

Todo es paradójico en el ser humano, lo sabemos bien. Le aseguramos el pan a alguien para permitirle crear y se duerme, el conquitador victorioso se ablanda, el generoso, si se enriquece, se vuelve un roñoso. Que nos importan las doctrinas políticas que pretenden abrir a los hombres, si no conocemos de antemano qué tipo de hombre abrirán. ¿Quién va a nacer? No somos un rebaño dominable, y la aparición de un Pascal pobre pesa más que el nacimiento de algunos personajes ricos.

La clave, no podemos preveerlo. Cada uno de nosotros ha conocido las alegrías más intensas allí donde no pensaba encontrarlas. Ellas nos han dejado tal nostagia que echamos de menos hasta nuestras miserias, si nuestras miserias lo permitieron. Probamos todo,  encontrando de nuevo a nuestros compañeros, el encanto de los peores recuerdos.

¿Qué sabemos nosotros sino que son condiciones desconocidas las que nos impulsan? ¿Dónde albergamos la verdad del ser humano?

La verdad no es en absoluto aquello que se demuestra. Si en este terreno, y no en otro, los naranjos desarrollan raíces sólidas y se llenan de naranjas, aquel terreno será la verdad de los naranjos. Si esta religión, si esta cultura, si este tipo de valores, si esta clase de actividad y no cualquier otra, favorecen en el ser humano dicha plenitud y descubren en él a un gran señor que se ignoraba es que este tipo de valores, esta cultura, esta clase de actividad, son la verdad del hombre. ¿La lógica? Que se ocupe ella de rendir cuentas de la vida.

Algunos obedecieron a una vocación suprema, que escogieron el desierto o la línea, como otros han eligieron el monasterio; pero habría traicionado mi objetivo si me detengo a convenceros de admirar a los hombres. Aquello que es admirable de antemano es el terreno que les ha modelado.

Las vocaciones juegan sin duda un papel. Los unos se enclaustran en sus tiendas. Otros, realizan sus caminos de manera imperiosa en una dirección necesaria: encontramos en la historia de su infancia los rasgos que implicaron su posterior destino. Pero la historia, leída fuera de tiempo, da el pego. Todos hemos conocido tenderos que, en el transcurso de una noche de naufragio o de un incendio, se mostraron más grandes que como ellos se pensaban. Ellos no se percatan de su plenitud: aquel incendio será por siempre la noche de su vida. Pero por falta de nuevas oportunidades, por falta de un terreno favorable, por falta de una religión exigente, ellos se durmieron nuevamente sin haber creído en su propia grandeza.

[Terre des hommes, Antoine de Saint-Exupéry, original editado por Folio en 1939]

Y así pasamos nuestra vida, girando como en una noria sin retorno, sin conocer la grandeza que habita en nuestros corazones. Pasa el tiempo, y la vida, y las oportunidades para abrir nuestra alma. Es en ese momento cuando, atormentados ante la evidente falta de aplomo para desenterrar nuestra grandeza, justificamos en el mundo la raíz de nuestras desgracias. Pero siempre habrá una noche de incendio o de naufragio en la que liberar por siempre nuestra grandeza de cuyo recuerdo no podremos escondernos. Somos más capaces de hacer realidad nuestros sueños de lo que creemos. La humanidad y la capacidad para sentir habitan en nuestra esencia. Otra cosa es que prefiramos arremolinarnos en la idea de incapacidad y seguir echando la culpa al mundo. El asqueroso mundo. El que siempre nos traiciona.

Por mi parte, voy en busca de mi grandeza. Nada como comenzar de nuevo con una cita del bueno de Saint-Exupéry. Pocas voces he leído tan acertadas y con tan buen criterio de la realidad como la del piloto francés. Léanlo, háganle caso, merece la pena.

FRIVOLIDAD

Durante un tiempo, la cabecera de este blog estuvo custodiada por un baturro con fusil. Por supuesto, sólo se veía el ambiente difuminado, un trozo del viejo farol y al soldadito, con su traje típico mal apañado, vigilando uno de los improvisados bastiones que Palafox mandó construir durante la tregua de verano en 1808. Sin embargo, el recorte heroico esconde algo un poco menos propagandístico. Si tomamos el lienzo completo del cuadro Baturro de guardia durante los Sitios, del pintor zaragozano Marcelino de Unceta, observaremos esto:

Baturro_de_guardia_durante_los_Sitios_de_Zaragoza

Marcelino de Unceta era un pintor de historia, y los pintores de historia rara vez emplean el óleo para ilustrar la realidad. En 1902 pinta este cuadro bastante cercano al estilo de las vanguardias que se habían instalado y desarrollado con soltura en la ciudad de la luz. Unceta tiene el privilegio de rescatar el legado de Orange o de Louis-François Lejeune para rendir su particular tributo a los héroes y mártires de la Guerra de la Independencia, de cara a la celebración del primer centenario del comienzo de las hostilidades. Y busca un recodo de la historia que no haya sido narrado, pintado o desgastado por otros artistas. El impresionismo del detalle. Un soldado cansado y fatigado, sin ánimo de hostilidad, que protege el sueño de sus tres compañeros, sin uniforme, que por abandonar han abandonado hasta sus fusiles. Al fondo, entre la neblina, un cañón abandonado.

Labradores, que no han tocado un arma en su vida, fatigados, entre ruinas y sin disciplina militar (el fusil nunca es abandonado por un soldado, ni siquiera durante el sueño, y mucho menos en un frente de guerra). La visión más desgarradora desde las tropecientas agustinas pintadas y cantadas en todo el mundo. Pero las agustinas ni siquiera tienen rostro, porque casi ningún artista llegó a conocer el rostro de la gran heroína de Zaragoza. Son inventadas. Como el combate glorioso de Lejeune en el patio de Santa Engracia o la propia pintura de Unceta. Son testigos de una ciudad y unos combates inventados, anclados en la idea compartida de heroísmo y en la entrega absoluta de los defensores a la acción bélica. La Zaragoza de Unceta, como la de tantos otros, no es la Zaragoza de los Sitios, ni siquiera una reconstrucción deforme de aquella Zaragoza, sino otra distinta, una que cure las heridas de la derrota, la invasión y la destrucción que la desgarró. Así nació un mito que se exprimiría y se retorcería hasta las batallitas recreadas como conmemoración del II Centenario hace unos días.

Los pueblos buscan sus héroes, como las personas, y si no los encuentran deformarán el heroísmo hasta convertir cualquier exabrupto en un alarde de valentía y ejemplo a seguir. Ahora mismo, que andamos un poco flojos de reflexión, cualquiera puede convertirse en uno. Antes, con algunos méritos y un poco de caos, también. La propaganda no es un invento de la guerra moderna, cada nación ha inventado la suya a partir del boca a boca. Y aquí es donde subyace la dimensión heroica: destrozados por el horror de la guerra, con el miedo y el dolor aún impresos en las entrañas, tanto unos como otros necesitan creer que han hecho todo lo posible. Aún más: que han hecho más que todo lo posible. Y que los que dejaron su vida en el frente fueron mucho más que seres humanos.

León Tolstói habló de los héroes de Sebastopol antes de que Sebastopol se convirtiera en la Zaragoza rusa. Luego, el estalinismo sustituyó la gesta de aquellos hombres por los patrióticos relatos de resistencia y sitio que soportaron los camaradas en Stalingrado y Leningrado, por contener menos alarde burgués y mayor carácter propagandístico para la ideología. Pero en la época en que escribió Tolstói, o sea, mitad del siglo XIX, las gestas de Sebastopol eran lo más. Llegaron a todos los círculos intelectuales, incluidos los beligerantes París y Estambul, donde nadie discutió el heroísmo y el sacrificio de los marineros rusos. Tolstói, sin embargo, que estaba de balnearios por la zona, escribió probablemente el testimonio más fiel que se haya legado jamás a la historia de un acontecimiento histórico con tanta repercusión y significado para la Europa decimonónica. Comienza diciendo que los héroes no existen, y que si existen son tan puntuales y tan humanos que no tiene sentido recompensarlos por encima de cualquier otra persona del mundo. Y pone ejemplos. Dice: ¿es acaso más héroe el soldado que aprovecha cualquier momento para adherirse a una timba que el aprendiz que se entrega a la limpieza del cañón o que el médico que llena sus manos de sangre al intentar extirpar los balazos de los innumerables heridos que llegan desde las trincheras? Es evidente que no, que Sebastopol y su defensa no fueron heroicas, y que si debe haber un heroísmo es el espíritu de resistencia ante tal infierno. Porque desde el principio de la contienda, los treinta mil marineros rusos sabían perfectamente que no resistirían el asedio del casi medio millón de soldados bien pertrechados y con muchos más cañones y suministro que ellos. Y aceptaron resistir. Pero salvo ese espíritu, compartido por casi todos, no hay héroes, sino miembros de una misma heroicidad. Por eso Tolstói nos pasea por la ciudad y nos advierte: se dirán muchas cosas de Sebastopol, probablemente Sebastopol se convierta en el mito bélico más trascendental de la historia moderna, pero nada de lo que se diga en esos relatos, aunque gratifique el honor de los pueblos, será completamente cierto, porque lo cierto es el barro, la sangre, la pobreza, la muerte, los lamentos, el terror, la duda, la cobardía de los resistentes, la huida desesperada, la valentía, la entrega, las apuestas, los lios de faldas y los bailes en las plazas. Y ni un solo pensamiento en la guerra. El único héroe para Tolstói es la verdad. La verdad es que nadie piensa en la guerra cuando estás en la guerra, porque es tan liviana e insignificante frente a los detalles maravillosos de la vida que a quién le importa que retumbe ese cañón mientras se siga bailando en la plaza de las flores con las hijas de los marineros.

León Tosltói, al menos, ha legado una visión acertada de la vida. Como lectura, ha sido relegada acusada de frivolidad. La misma que aplica Galdós a la hora de narrar la guerra de Zaragoza. Mientras que Tolstói nos presenta la naturalidad de los bailes y el trasiego de apuestas, deudas y pactos de honor entre los combatientes, absolutamente despreocupados del horror que se está viviendo unos metros más allá de donde juegan a las cartas, Galdós describe una Zaragoza entregada que únicamente piensa en destripar gabachos. Si en Sebastopol no se recogen los muertos de las calles es porque la miseria es tan palpable que no hay fuerzas para ello. Si en Zaragoza los moribundos son atendidos improvisadamente es pensando en cuántos franceses podrán ser destripados tras la recuperación del enfermo. Cuando Gabrielito se enamora de una chiquilla y se ven a escondidas en la plaza de San Felipe, es porque en el fondo no es consciente de la gravedad de los hechos que están sucediendo en la ciudad. Y Galdós se lo recrimina a su personaje en cada conversación o confesión: frívolo, que eres un frívolo. Con la que está cayendo, con cientos de muertos y heridos tirados por el Coso y decenas de mujeres blandiendo sus tijeritas de costura para cargar contra los dragones y tú, un jovenzano en edad de combatir, enamorándote de la hija de un ricohombre. Porque tiene que ser ricohombre, para no compartir la penuria de no destripar franceses y que la frivolidad sea aún mayor. Y Gabrielito, angustiado por su frivolidad y su falta de deseo de destripar gabachos se pasea por el Coso y por la plaza de San Miguel y recobra el espíritu belicista para entregarse a lo verdaderamente importante: destripar franchutes. Lo salva la campana, que anuncia la rendición de la ciudad, pero si no, ahí hubiéramos visto a Gabrielito, postulándose para héroe nacional, destripando casacas azules y disparando cañones de noventa libras como un buen patriota, impasible ante las caricias de la chica de San Felipe.

Todo lo contrario a Tolstói, que nos habla de hombres cobardes, jóvenes que se han escapado de su puesto de guardia para rondar a las mozas de la plaza de los bailes y de brillantes militares que han aceptado luchar en Sebastopol en busca de un rápido ascenso social. También los muertos son diferentes. Los muertos en la guerra son cifras. No tienen nombre ni apellidos, ni siquiera una imagen que poder recordar de ellos. En el caldo de los muertos cabe cualquier cosa muerta, y no se notará en el relato. Galdós juega con ello y habla de los muertos. En Sebastopol no hay muertos, hay muertos. La hija del marinero rondada por el asistente del oficial, que llora en la ventana la muerte de su padre. El hermano que ha sido masacrado en la cuarta y que es nombrado en la enfermería, mientras el médico sierra una pierna justo al lado. La Zaragoza real debió parecerse mucho al Sebastopol encharcado de sangre, mugre y lodo que nos narra Tolstói y no a la pulcra ciudad patriotísima que nos han tratado de hacernos creer que era.

Sin embargo, el heroísmo no se diluye con la miseria, la cobardía y las dudas, sino que reside en la actitud humana sobre quienes se aplica. Quien es capaz de capear una guardia para pasar la noche con la mujer amada y a la vez sacrificarse por su compañero en el bastión es un héroe. El médico que llora ante la impotencia de ver a los heridos morir en sus manos es un héroe. Luchar inconscientes de la realidad de la vida es renunciar a ella y rendirse ante la adversidad. Seguir amando y siendo uno mismo es luchar por la vida para no ser jamás vencido. Ni Tolstói ni Galdós vivieron los respectivos sitios, pero mientras que uno recopiló los cantares de gesta dedicados a Zaragoza, el otro visitó la ciudad antes de la ruina e interrogó, después, a los soldados que habían sido evacuados de la ciudad.

Me gustaría pensar que hoy más que nunca hacemos alarde de toda la frivolidad del mundo. Adoro ser frívolo y ser absolutamente incapaz de escribir algo que no sea inútil a los ojos del mundo. Quiero ser inútil, y vivir en la inutilidad de un beso al atardecer, de una caricia en un paseo inesperado o de una mirada escondida detrás de cada instante. No sé vivir de otra forma que no sea siendo inútil y rodeándome con la inutilidad de cada uno de mis actos. Que sirvan para mí, y para el mundo, y para nada más que para servir a las cosas.

Quiero que me llamen frívolo para poder vivir los sueños y construirlos en la frivolidad. Guárdense sus periódicos y las secciones de economía, escondan las noticias en mi presencia y no nombren las cosas insignificantes del mundo. Soy un insensible, como Tolstói, y soy incapaz de concienciarme de la importancia de Wall Street y los bonos basura que tanto temen los gobiernos europeos.

Quédense en sus palacios, hablando de la guerra, ustedes que pueden. Yo prefiero el barro de la trinchera. Quedarme con las cigüeñas que comienzan su tránsito y abandonan sus nidos en lo alto de los campanarios. Reflejarme en el agua del río a cada amanecer. Y bailar en la plaza entre flores e impecables uniformes para vestir el alma. Seguiré llevando un tulipán mientras los cañones, mis cañones, retumban con cada pensamiento en la mañana.

EL RÉGIMEN DEL SILENCIO

Toulouse, 24 de noviembre de 1926

Acabo de regresar. No he encontrado nada tuyo. No me escribas, no vale la pena. Mira, para no esperar nada no te doy ni la dirección de allá. Soy excesivamente ridículo. No tiene sentido ir mendigando así una amistad. Yo tenía necesidad de escribirte y tú no tenías ninguna necesidad de que lo hiciera. Puede ocurrir. Quizás te juzgue injustamente pero así sufriré menos y es mejor. Ya no te escribo más, aunque me hayas contestado, da lo mismo: no has sido capaz de hacerlo la noche en que lo habías prometido. No sé porqué razón voy a mandar esta carta. Hace unos días rompí tres, bien puedo romper la que hace cuatro. ¡Bah! será mi despedida. Y no te veas obligada a un recuerdo: ahora ya pienso que todo me da igual. Mi fallo está, Rinette, en haberte pedido demasiado. En haber esperado demasiado de ti… Ahora me doy cuenta y me sabe mal. Pierdo una buena amistad y no te tengo rencor. Es culpa mía si no sé retroceder y contentarme con poco.

Antoine

Café Restaurant Lafayette, Toulouse. Diciembre de 1926

Perdóname, Rinette… Mientras yo escribía tú me escribías -y una carta, además, que me ha hecho muy feliz […] En Toulouse -oh, Rinette- rehago cada día mi camino provinciano. Paso junto a esta farola y en el café me siento en aquella silla. Compro mi periódico en el mismo quiosco y digo cada vez la misma frase a la vendedora. Y los mismos compañeros, Rinette…hasta que sienta, Rinette, una necesidad inmensa de renovarme, de evadirme. Entonces emigraré hacia otro café, u otra farola u otro quiosco de periódicos e inventaré otra frase para la vendedora. Una frase mucho más hermosa.

Me canso rápidamente de mí mismo, Rinette, y por ello no haré nunca nada en la vida. Necesito demasiado el ser libre. […]

Perpignan, diciembre de 1926

Rinette, no eres muy amable conmigo. No volveré a escribirte porque no me gusta sufrir una decepción a cada correo. Para ti esto no tiene importancia pero yo vivo solo aquí y encuentro placer en las pequeñas cosas. Y además tú rehusas las cartas de conversación. Y a mí las cartas de cortesía cada tres meses me fastidian. Seguramente dirás: “¡Dios mío, otra carta que responder!” Pues no vale la pena. Y a lo mejor también te molesta por algo en concreto: las personas son tan complicadas…

Es imprudente dar a las personas aquel derecho del que hablabas -derecho a que te interesen un poco-. Se aprovechan… Pienso que debo parecer tonto diciéndote esto. Pero me da igual. […]

Lisboa, 19 de Septiembre de 1929

Mi vieja Rinette,

Me voy -por desgracia- a América del Sur. He pasado en París dos días melancólicos: no he vuelto a ver a nadie. ¡La salida ha sido tan brusca!

Cree en mi mucha amistad.

Antoine

18 de julio de 1930

Cómo es posible, Rinette, que tenga que enterarme por casualidad de que estás en Río: ni siquiera me lo has dicho. Habría podido ir muy fácilmente la semana pasada.

Quizás pueda ir todavía, pero sin duda tendrás muchos compromisos, almuerzos, cenas y veladas, y serás invisible. Además, parece que no tienes mucho interés.

Si el avión que viene del norte no ha pasado todavía quizás tengas tiempo de mandarme una nota.

Estás mezclada a tantos recuerdos, formas una parte tan importante de la vida pasada que hubiera creído imposible para mí ir a Francia y no verte.

Tú vienes a Río y ves esto como muy posible. Es raro, me encuentro un poco envejecido al ver cómo envejecen todos mis recuerdos.

Antoine

No recomiendo leer Cartas a una amiga inventada. La herencia literaria que rodea a Antoine de Saint-Exupéry es imprecisa y limitada, completamente huérfana de una visión global del autor y su obra. Leer El Principito es fácil. Leer Correo del Sur es fácil. Leer Cartas a una amiga inventada requiere conocer la soledad.

Ni siquiera Renée de Saussine (aka, Rinette) supo comprender la soledad de su amigo durante los muchos años que se estuvieron carteando. En concreto, unos seis o siete. Y a pesar de todo, comete la osadía de publicar un prólogo hablando de lo mucho que quería a su amigo del alma Saint-Exú (como ella le llamaba), los pasteles que tomaban juntos en La dame blanche y las películas que algunas tardes iban a ver en el cine de estrenos del distrito de Saint Germain. De hecho, dice:

En lo sucesivo, estando Antoine lejos, nosotros, sus amigos, le escribíamos. Yo le escribía. Pero no lo bastante. No con la rapidez deseada. Este fluído anti-soledad que él reclamaba necesitábamos, como los curanderos, tiempo para rehacerlo.

O sea, chère Rinette, que a mí, un chico de 2013, me vienes a contar que no tenías tiempo  para atenderle. Que le escribías. Ya. Imagino. ¿Antes o después, querida Rinette?

Louise de Volmorin
Louise de Vilmorin, “Loulou”. Después de años de “fiancées”, con una boda a punto de celebrarse y habiendo hecho renunciar a Antoine de su pasión, la aviación, decide casarse con otro hombre. Y a pesar del dolor, Antoine le siguió escribiendo como si nada hubiera pasado hasta el final de sus días…

Porque no es lo mismo escribir antes de que te hayan escrito que después de haber acumulado veinte cartas suyas antes de que te dispongas a enviar la tuya. A las pruebas me remito. Qué fácil es hablar del amor y del cariño profesados cuando el interpelado ya no se puede defender. Qué poco se habló de ello antes de que su avión fuera derribado en las costas de Marsella. Una persona se deshace lentamente durante más de diez años viendo cómo sus amigos son incapaces de apoyarle en los momentos más delicados y ahora que ha muerto y es un renombrado escritor todo el mundo manifiesta su profunda amistad con él. Cuánto le queríamos y le apoyábamos cuando su gran amor Louise de Vilmorin le abandonó después de años de noviazgo y una boda planeada para casarse con un americano mucho más rico que él (porque sí, Rinette, y para las actuales Rinettes, los hombres también sufrimos por estas cosas y las cicatrices quedan grabadas, para siempre, en nuestros corazones). Solo, abrazado al tránsito. El tránsito simbolizado a través de la aviación, de la incertidumbre del viaje, de la vida en sí misma. Y vosotros, sus amigos, negándoos a conversaciones largas, obligándole a colgar el teléfono las veces que él llamaba.

Vosotros, sus amigos.

No habéis aprendido nada.

No tenéis ni puta idea del dolor que causa vuestra indiferencia.

Por eso no todo el mundo está capacitado para leerlo. Muy poca gente lo entendería. Cartas a una amiga inventada son pequeñas confidencias escritas desde el dolor de la soledad a una amiga completamente indiferente a su situación, que de hecho, publica una selección de las más trascendentales como quien saca del trastero un baúl viejo sin importancia.

Me duele Cartas a una amiga inventada. Me duele que puedan existir personas como Rinette. Me desgarra que, además, tengan la poca decencia de mentir al mundo y hacer creer que nada es lo que parece. Porque aquí las apariencias no engañan.

Así es el régimen del silencio.

EL OTRO SENTIDO DE LA VIDA

Un avión vuela en alguna parte del firmamento. El sol se está poniendo y el telegrafista ha iluminado la cabina. El piloto tantea los mandos con precaución, encajando en su ceguera dónde se encuentra cada elemento del instrumental. Detrás del coleo suena un martilleo metálico. El ayudante acaba de entregarle un telegrama. El cielo está despejado. Delante de nuestra casa hay un grupo de tangueros. También tienen la ventana abierta. Las estrellas custodian el alma de Buenos Aires. La última vela de la granja acaba de rendirse a su paso.

A veces dudo si soy Rivière o Fabien. Tengo mis motivos para hacerlo y no aclararme nunca. Porque ambos son indivisibles; su oposición, lejos de ser excluyente, es complementaria. Rivière se aferra al destino para justificar su vida. Mira a las estrellas y las busca como mensajeras de los pilotos que ha enviado hacia lo incierto. Su responsabilidad le ha condenado a la soledad, y pasea por las calles de Buenos Aires con lentos pasos, olvidando el ajetreo de las plazas y las avenidas. Fabien también está solo. Acaba de conquistar el último pueblo habitado. Más allá de la llanura, abriéndose a la noche que comienza, no hay nada. Tres mil metros de altura lo separan de la bóveda de la tierra, mientras las últimas estrellas se apagan para irse de dormir.

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En alguna parte, ella espera que vuelva, de la misma manera que nosotros esperamos el telegrama en cada línea escrita en el relato. Vuelo nocturno es otra de las joyas que componen el legado de Antoine de Saint-Exupéry. Saint-Exupéry es un escritor de confidencias pero, sobre todo, es un escritor de la vida y del detalle. En ninguno de sus libros narra grandes historias. Es consciente de que la extensión del instante acaba por deformar el relato. Su experiencia es autobiográfica, y un piloto, y un oficial en tierra, no sueñan con la Ilíada y se comportan como uno más de sus guerreros, sino que se aferran a la luz de un farol a miles de metros de altura o al martilleo que produce el telegrama que está llegando desde la Patagonia. Su vida se asemeja más a Ulises viajando a Ítaca en la plena asimilación de los peligros que supone el viaje, a pesar de haber sido recorrido una multitud suficiente de veces como para realizarlo sin temor alguno.

Rivière coordina el intercambio de correo entre Toulouse y Buenos Aires, y luego las rutas locales de Uruguay, Chile y Patagonia. Él se siente el padre de todo aquel imperio construido con tanto esfuerzo. Carga a sus espaldas con la memoria de cada uno de los pilotos muertos en las tempestades. Y está solo, su conciencia lo aísla en su trabajo y en la disciplina impuesta sobre los pilotos que, un día, cargarán aún más sus débiles entrañas. Por eso encarga a Robineau que imponga disciplina. Rivière lo considera un flojo por no imponer las sanciones pertinentes con la dureza que debería de manifestar un inspector. Mientras Robineau aspira a volver a Toulouse junto a su amante, Rivière se entrega a una eternidad inalcanzable y deja que la lluvia le empape durante la espera de la llegada de los vuelos del correo.

Fabien, en cambio, representa otro tipo de eternidad, la eternidad verdadera. Vive de las pequeñas cosas, los detalles suponen la esencia de su existencia. No se conforma con existir, siembra vida en las cosas a las que entra a formar parte. Y siempre mira hacia delante, en la soledad del vuelo, la inmensidad de las llanuras y el abrazo ciego de la noche. Su esperanza es su guía.

Pero Rivière conoce la noche porque su alma vive en ella. Las luces del cielo de Fabien se apagarán. Volará abandonado a la suerte de una corriente de viento o de un cambio brusco de tiempo. Envía telegramas a últimas estaciones de la rivera atlántica. Sus temores son ciertos: el cielo está despejado. No quiere cenar solo esa noche.

Leer a Saint-Exupéry reconforta incluso en los peores momentos. A diferencia de los escritores de su generación (y de los actuales, y más aún de los que vendrán), no habla de lo perdido sino de lo que se posee. En Piloto de Guerra, cuando sobrevuela Arras, no se centra en las llamas que se levantan sobre el horizonte y que se extienden hacia el cielo, sino en las gotas de lluvia que golpean los ventanales del avión y los ciruelos aún visibles a la luz del ocaso que evocan el dulce recuerdo de su aya Paula.

Hay otras llamas, lenguas de fuego entre las montañas, chispas que se levantan y que se hunden, arrastrando tras de sí la masa metálica del avión, pero esas chispas conectan al piloto con el mundo, y la naturaleza entra a formar parte del aparato. Así nos lo hace saber cuando regresa el correo de Chile, a punto de ser derribado entre las furibundas cumbres de los Andes. Pero aún así, el piloto habla de la maravilla de cada turbulencia, y del abrazo íntimo que sintió en el momento en que divisó la llanura argentina.

Saint-Exupéry siempre defendió la universalidad de sus relatos, aunque la mala hierba crítica no sólo ha reducido su breve bibliografía al desgastado fantasma de El Principito, sino que además la ha enmarcado en la simpleza que rige la categoría juvenil (que no, repito, la literatura juvenil en sí misma, sólo afecta a su concepción). Vuelo nocturno es capaz de reflejar la tribulación en la vida y nuestra esclavitud al abandonar el detalle de un beso o una mirada para entregarnos a una causa convencional. Rivière ha sacrificado su vida para construir una ruta postal que engulle a los hombres. Y no sólo a las tripulaciones de los aviones de la compañía, sino también a las mujeres que esperan en Toulouse y Buenos Aires el regreso de sus maridos, las familias que miran cada noche al cielo pensando en la travesía o la madre que, a miles de kilómetros de distancia, mantiene su vista fija sobre la vela encendida de encima de la mesa del salón pensando en su hijo luchando contra la tempestad. Nos lo describe a través de los detalles, la narración y los recuerdos de Rivière al hablar con la mujer de Fabien:

Ella tuvo un débil encogimiento de hombros, cuyo sentido comprendió Rivière: “Para qué la lámpara, la cena servida, las flores que voy a encontrar de nuevo…” Una joven madre había confesado un día a Rivière: “Aún no he comprendido la muerte de mi hijo. Lo duro son las pequeñas cosas: su ropa, que me encuentro a cada paso, y, si me despierto durante la noche, esa ternura, ya inútil como mi leche, que me sube sin embargo al corazón…” También para aquella mujer la muerte de Fabien comenzaría apenas mañana, en cada objeto, en cada acto, ya vano. Fabien abandonaría lentamente su casa.

Pero el detalle que convierte a Vuelo nocturno en una novela imprescindible es la continuidad de la vida frente a la adversidad. Ni la ciudad dormida, ni Rivière, ni el secretario ni una sola de las gotas del ciclón que han de derribar el avión detienen su existencia por en fin de un mundo. Muere el mundo de Fabien, no la lluvia, ni los tangueros ni el vuelo a Europa que partirá en el mismo momento en que llegue el de Asunción. La soledad ante la pérdida de un mundo que no se detiene y siempre gira para comenzar de nuevo, sintiendo la ausencia, arrastrando el dolor de la pérdida. La idea (o, mejor dicho, ese matiz de realidad) cobra tanta fuerza en el relato que la muerte de Fabien supone un punto de inflexión en un mundo aparentemente idiferente a su presencia. Rivière, cuando despide al correo de Europa, que ha dejado a su mujer mirando a los tangueros a través de la ventana, le dice que tenga cuidado con la noche algo que, horas antes, el gran Rivière, el gran padre encargado de custodiar el futuro de la compañía por encima de la vida de sus propios pilotos, jamás hubiera sido capaz de desear.

Y la vida continúa, mientras los pilotos charlan despreocupadamente de la desaparición del piloto de la Patagonia. Cada cual continuará su senda y todos llevarán en su memoria la estela que Fabien ha dejado en el viento.

Vuelo nocturno es el viaje a la inmensidad de la vida, un vuelo intenso desde nuestra pequeñez vital que nos recuerda que el único destino es cada instante del tránsito de la existencia.

RETRATOS DE FAMILIA

Si alguna labor deben realizar la literatura y el cine es transmitir aquellas pequeñas vivencias que son el origen de la Historia, abriendo una ventana pura al sentimiento y a la misma Historia.

Estos días de verano he estado leyendo un libro que se atreve de una manera muy especial a narrar esa intrahistoria, a través de una colección de recuerdos, imágenes y sentimientos de la infancia. Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolas es la primera novela de Line Amselem, parisina descendiente de judíos españoles procedentes del Rif. Generalmente, un libro compuesto por una sucesión de breves historias no puede ser considerado una novela, por el simple hecho de la cohesión. Sin embargo, Line Amselem no escribe un libro de relatos, sino que trata de describir el día a día de una familia judía aún aferrada a sus orígenes marroquíes en un ambiente complicado y extraño, a medio camino entre las ruinas de la lejana guerra y el olvido del pasado. Aunque aparentemente los relatos parecen independientes, actúan como piezas de un rompecabezas que, colocadas en el lugar correspondiente, dibujarán la vida cotidiana y el ambiente histórico de la Francia de esos días, e incluso del resto del mundo.

La novela se centra en un barrio muy significativo para la historia francesa: le quartier de la Bastille, un céntrico distrito que entremezcla el ambiente cosmopolita y el artístico con su carácter obrero. Y según transcurren los relatos, se describe a los personajes y al barrio, es imposible no pensar en cosas de aquí. ¿Qué fue Zaragoza desde que acabó la Guerra Civil para todos aquellos refugiados del campo? La guerra había acabado con pueblos enteros, casas, cosechas y gran parte del trabajo que existía en tiempos de la república. A pesar de la autarquía y de los nuevos pueblos de colonización, España seguía sufriendo las graves consecuencias del enfrentamiento. Los pactos con Eisenhower permitieron un breve auge de la industralización, por lo que comenzaron a llegar miles de campesinos a ciudades como Zaragoza. Muchos de ellos encontraban alquileres asequibles en determinadas zonas del centro, muy próximas al ambiente universitario, literato y burgués. Algo similar a lo que sigue ocurriendo hoy en día con la inmigración que se afinca en buena parte de la Gran Vía y, sobre todo, en el casco histórico, en el distrito de San Felipe y la calle Alfonso. El barrio de la Bastilla debió de ser algo similar a lo que hoy podemos encontrar en el casco histórico: museos junto a tiendas de alimentación chinas y a carnicerías regentadas por musulmanes. Pero el leitmotiv de esta novela no es la narración sino los recuerdos, que traspasan las vivencias de la autora para entremezclarse con los propios del lector. Porque, aunque son cosas muy personales, me siento especialmente identificado con este pasaje:

Cada sábado por la tarde, cuando acababa la semana de trabajo, Papá hace un alto en la panadería alsaciana que le viene de camino para comprar cinco pasteles. A veces vamos con él y cuando le anunciamos a la panadera que venimos a comprar pasteles, nos conduce hacia la vitrina y empieza a hablarnos con suavidad. Si le señalamos un pastel diciéndole: “Uno de esos, por favor”, ella contesta con orgullo: “Oui, une Polonaise”, como para enseñarnos el nombre del pastel.

Otro aspecto especialmente interesante es la manera en que son contados tales recuerdos. Line Amselem no los narra con la indulgencia del que se avergüenza de sus impresiones en la niñez, sino que se limita a expresar el recuerdo desde la aparente intrascendencia con una connotación humorística que se agradece. Line no quiere dejar de ser esa niña a la que le gustaban los pasteles Polonaises y lo deja patente en sus divertidas conclusiones, que incluso rozan el carácter dramático hasta mantener el suspense.

Tengo sueño y tengo hambre a la vez. ¿Qué será mejor, ser perro o ser gato? ¿Cómo ha pasado todo esta tarde? Todo se me olvida. Le doy un beso a mi muñeca Marinella, me gustaría arreglarle la calva que tiene detrás, le pongo su mantita y me levanto para ir a cenar.

El libro se encuentra traducido del francés por Line Amselem, lo cual es muy interesante, ya que las traducciones son delicadas y que la propia autora, conocedora del español, haya traducido el libro por sí misma garantiza en gran medida que cada detalle conserve su sentido original. La autora estuvo en junio por Zaragoza como motivo de la Feria del Libro de la mano de Xordica, la editorial aragonesa que se ha hecho cargo de su versión hispana con un formato muy acorde a la narración, intimista y agradable para el lector.

Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolas son los retales de una época narrados de una manera jovial y cercana al lector, interpelando a su propia niñez, utilizando con especial sutileza la terminología judía y árabe, logrando no sobrecargar al lector, para sumergirle aún más en la vida de aquella apacible familia parisina de los años setenta y en las costumbres judías que la rodean. Una novela maravillosa acerca de la vida, las convenciones y los complicados años de cambio en un país que aún arrastraba el dolor y la miseria de los años de la guerra.

COMO PASEAR EN UNA NOCHE DE VERANO

– ¡Capitán! ¡Tiran muy fuerte a la izquierda! ¡Desvíe!

Patada.

– ¡Ay!, la cosa se agrava…

Quizás…

La cosa se agrava, pero yo estoy en el interior de las cosas, dispongo de todos mis recuerdos. Y de todas las provisiones que he hecho, y de todos mis amores. Dispongo de mi infancia que se pierde en la noche como se pierde una raíz. Mi vida comenzó con la melancolía de un recuerdo… La cosa se agrava, pero no reconozco en mí nada de lo que pensé que sentiría frente a los zarpazos de estas estrellas fugaces.

Estoy en una región que me llega al corazón. El día muere. Entre las borrascas, a la izquierda, grandes lienzos de luz constituyen fragmentos de vitrales. A dos pasos, casi puedo palpar con la mano las cosas buenas. Los ciruelos con ciruelas, la tierra con olor a tierra. Debe ser bueno caminar a través de tierras húmedas. Sabes, Paula, avanzo suavamente, balanceándome de derecha a izquierda, como un carro de heno. Crees que es rápido un avión… ¡claro, si reflexionas lo es! Pero si olvidas la máquina, si miras, nada más, entonces simplemente paseas por el campo…

Estaba ahí y, sin embargo, ha pasado desapercibido para casi todos. Incluso para los franceses. Para el mundo, Antoine de Saint-Exúpery es El Principito, pero El Principito es tan solo un ensayo poético que resume a Saint-Exúpery y a la propia vida.

Acabo de encontrar al Exúpery que quería encontrar. El que existió. El que fue capaz de sentir todo aquello que reflejó en El Principito hasta dudar en la melancolía, y no el genial fabulador de literatura infantil que durante generaciones nos han hecho creer que era.

Piloto de Guerra (Pilote de Guerre, en el original) es la gran obra del autor francés, un relato autobiográfico escrito en el destierro neoyorquino acerca de la belleza de la vida, la existencia y la ignominia de la guerra. Saint-Exúpery compone las memorias de los días que estuvo al frente de las tareas de reconocimiento llevadas a cabo por la sección 2/33 al final de la Guerre Curieuse, cuando los alemanes comenzaron a invadir Francia ante la impotencia de sus defensores.

A diferencia de otras obras, Piloto de Guerra no es un relato acerca del belicismo y del patriotismo, sino un ensayo filosófico que fluye a través del recuerdo de los sentimientos del autor durante esos días de guerra. Saint-Exúpery observa la muerte, la violencia y el fanatismo de los combatientes y se lamenta por la suerte de aquella sociedad que se estaba deshaciendo en una espiral de venganza y destrucción frente a la realidad que es justa y buena. En un párrafo solemne advierte:

Solo una victoria une, la derrota no solo separa al hombre de los demás hombres, sino que lo separa de sí mismo. Si los fugitivos no lloran sobre una Francia que se desmorona es porque se trata de vencidos, porque Francia está deshecha no en torno a ellos sino en ellos mismos. Llorar por Francia significaría ser vencedor.

A casi todos, tanto a los que todavía resisten como a los que ya no resisten, únicamente más tarde, en las horas del silencio, se les mostrará el rostro de Francia vencida. En ese momento, todos se desgastan en algún detalle vulgar que se rebela o se estropea, contra un camión descompuesto, contra una carretera embotellada, contra una llave de gas que se atasca, contra lo absurdo de una misión. El signo del derrumbamiento es que la misión se vuelva absurda, que se torne absurdo el acto mismo que se opone al derrumbamiento. Porque todo se vuelve sobre sí mismo. No llora uno por el desastre universal, sino únicamente por el objeto del que se es responsable, que es lo único tangible y que se desequilibra. Francia que se desmorona solo es un diluvio de pedazos, de los cuales ninguno muestra un rostro: ni la misión, ni el camión, ni la carretera, ni esta porquería de llave de gas.

Antoine de Saint-Exúpery, con el uniforme del Ejército Francés, antes de iniciar uno de sus vuelos de reconocimiento.
Antoine de Saint-Exúpery, con el uniforme del Ejército Francés, antes de iniciar uno de sus vuelos de reconocimiento.

Es decir, Saint-Exúpery se da cuenta de que la derrota únicamente reside en la concepción de victoria. Para los soldados franceses, impedir el avance alemán es la única vía posible para salvar Francia, olvidando que Francia son los franceses y no el territorio que ocupan. Cuando se ven incapacitados por el brutal avance de las divisiones Panzer los mismos franceses se abandonan, huyen, roban y se dan por vencidos, asumiendo una derrota que no existe ni puede existir jamás. Entonces buscan inocentes a los que cargar las culpas de su incapacidad. Aparece el sabotaje de traidores a una patria que los propios verdugos han asesinado. Francia, indestructible, es asaltada por la propia Francia inmortal.

Pero aún añade un detalle más acerca de la guerra. Los soldados no solo luchan engañados por falacias patrióticas distanciándose de la belleza y la paz del mundo, sino que además la propaganda política intenta que se convierta al enemigo en una bestia, justificando así la venganza y la destrucción. Pero los invasores son también seres humanos que, por algún motivo, están causando ese daño.

El condenado tiene del verdugo la imagen de un robot pálido. Cuando se presenta un hombre como todos, que sabe estornudar y hasta sonreir, el condenado se aferra a la sonrisa como si fuera un camino que condujera a la liberación… Pero solo es un camino fantasma. El verdugo, si bien es cierto que estornuda, le cortará la cabeza. ¿Cómo rechazar la esperanza?

Quizás lo más difícil es enfrentarse a la realidad de las cosas comprobando que el horror procede de la misma sociedad que defendemos, que el acicate que nos conduce a la batalla es el mismo que dirige, en otras circunstancias, a nuestros enemigos.

En su época, y aún ahora, decir que los nazis también eran seres humanos y no bestias levantó muchas ampollas. Mientras el mundo se desangra en mil batallas, mientras millones de personas son aniquiladas en campos de exterminio, Saint-Exúpery, considerado el ejemplo de la lucha antinazi entre la intelectualidad, desmonta el mito de la bestia. Nosotros también arrastramos el germen del nazismo, parece decir. Los seres humanos no somos malos, pero todas las naciones acabamos bebiendo del mismo cáliz que beben los nazis, en nuestra idiotez.

La patada sentó muy mal, como de alguna manera sigue sentando. Charles de Gaulle, cuando regresó al frente de las tropas francesas de liberación, tildó a Saint-Exúpery de nazi y antipatriota por el método de la sofística: si no está con nosotros, es que confraterniza con el enemigo. Los circulos intelectuales de la época tampoco quisieron comprender sus palabras. Antoine de Saint-Exúpery pasó de héroe y ejemplo a traidor cada vez más cerca del punto de mira de la Résistence. Se había topado con la mentira que fundamenta todas las guerras. El único sentido de la lucha es la defensa ante el daño, pero esa realidad ha sido absurdamente banalizada hasta convertirla en un instrumento para hacer el daño, para que miles de personas cojan un fusil y vayan al frente a morir por nada ni nadie.

Ésa tampoco es mi guerra, ni puede ser la nuestra. Ésa es la guerra del maligno que la provoca. No hay defensa en un ataque o en una matanza sin piedad. Y cuando los nazis comenzaron a ser vencidos, a entrar en retirada, todos aquellos soldados, franceses, ingleses, rusos o americanos violaban a las mujeres, quemaban las cosechas y bombardeaban sin piedad las ciudades desprotegidas. ¿Qué diferencia hay entre un nazi y un libertador que no duda en cometer los mismos crímenes que el primero? El nazismo es venganza. La venganza, por desgracia, nunca nos sobra.

Al final del libro, Saint-Exúpery comienza a derrumbarse en la más profunda melancolía. Desde su avión observa las columnas de humo extenderse desde las ciudades que un día estuvieron llenas de vida entre la lluvia y la noche de verano. ¿Tiene sentido reconocer un caos que no van a ser capaces de detener? Ésta guerra es estúpida, dice, pero nosotros

Saint-Exúpery, el segundo por la derecha. Retrato de infancia con sus hermanos. Tendría cinco o seis años. Quizás a esta edad, aún se carteaba con Paula.

hemos aceptado esa estupidez. Ante el peligro, recuerda a su aya Paula, una tirolesa a la que tan solo conoció a través de cartas que, un día, dejaron de llegar. Paula es más que un recuerdo para Saint-Exúpery. Paula lo es todo para él. Paula es su protectora pero a la vez su amor, es alguien perdido pero que sigue estando allí, en cada uno de sus vuelos, en cada ciruela del prado bendito y en cada una de las gotas de agua que luchan por apagar los incendios de la guerra. Paula y la noche, Paula entera, y él, en el interior de las cosas. Paula le reconduce de la mano a su infancia, donde podía ser él mismo. Y se lamenta: ¿por qué los hombres han dejado de ser ellos mismos?

Paula es la realidad inmortal que nunca puede ser vencida. Paula representa a Dios. Y Saint-Exúpery lo sabe en cada uno de sus vuelos.

Esta conversación no se prolongará mucho. ¡Ah, Paula! ¡Si los grupos aéreos tuvieran ayas tirolesas, haría ya mucho tiempo que todo el Grupo 2/33 se hubiera ido a la cama!

Como ocurre con las grandes obras, Piloto de Guerra ha sido trágicamente considerada un relato menor. No es la primera vez que me encuentro con obras excepcionales que han sido pesadas a bulto por los críticos. León Tólstoi y Antoine de Saint-Exúpery comparten bastante en común. Ambos han sido dos escritores que han destacado en el panorama internacional a través de una escritura sin artificialides y con un hilo conductor interno que permite expresar el sentimiento de las cosas, tan difícil de encontrar en unas artes que se empeñan en escribir la historia en función de una tesis y no dejar que la tesis sea consecuencia de esa historia.

Saint-Exúpery y Consuelo Suncín, su gran amor.

Piloto de Guerra posee la misma particularidad que las obras de Tólstoi: son relatos en las que el escritor escribe lo que siente sin alterar nada, dejándose sorprender por la propia historia y la propia realidad contenida en ellas. Son obras de auténticos filósofos o de personas que quieren conocer y no tienen miedo a ello. Porque conocer no es observar a través de un microscopio, sino sentir lo observado, pasar a formar parte del interior de las cosas.

Conocer es un acto de valentía. Significa enfrentarse a la ruptura total con lo que crees conocer para abrirte paso hacia la genuina realidad. Conocer es amar, o terminar amando, mirar a través de una ventana sintiendo a la persona que también estará mirando a través de la suya pensando en tí. Conocer es como pasear por el campo en una noche de verano.

No he podido evitar reconocerme en estas líneas, como filósofo que se enfrenta a las mentiras del mundo. No puedo evitar tampoco reconocer que me hubiera gustado charlar con Saint-Exúpery de la vida y la guerra en una tetería árabe frente al puerto y al zoco. A pesar de todas las discrepancias que han surgido durante la lectura del texto (que han sido muchas) y de la profunda melancolía en la que parece sumergirse el autor, Piloto de Guerra sigue siendo un libro magnífico donde la guerra se presenta como tal, como un acto ejecutado por personas que no son conscientes en realidad del daño que están causando por algo que ni siquiera les corresponde y que nunca les va a corresponder. Quizás no esté hablando del libro más maravilloso que he leído, pero sin duda Piloto de Guerra es un relato exquisito que habla de la vida en un marco de locura y guerra. Un relato que parece especialmente dirigido a las épocas modernas, donde la realidad está más banalizada que nunca. Como concluye Saint-Exúpery:

Mañana tampoco diremos nada. Para los testigos, mañana seremos los vencidos. Los vencidos deben callar. Como las semillas.

LA FIEBRE DEL TRAJE

Una vez escribí, hace tanto que ya casi ni me acuerdo, un artículo en mi anterior garito bloguero que versaba sobre un cambio fundamental y no necesariamente positivo en la política y sociedad actuales. Siguiendo ese celebérrimo patrón histórico que bautiza a buena parte de los políticos españoles del siglo XIX como “político-militares”, por ser miembros castrenses que creyéndose salvadores de la nación emprenden su carrera política a base de pronunciamientos y golpes de Estado; yo hice lo propio nombrando a los nuestros, los del XXI, “político-moralistas”.

La mayoría de los políticos actuales parecen caricaturas nietzscheanas que auténticos defensores del Bien y la Verdad. Se creen, al igual que se creían sus tocayos de otrora salvadores de las formas hispanas, salvadores de la moralidad que interesa defender para los tiempos que corren. Una especie de ejército mesiánico dispuesto a adoctrinar, vara en mano (o código penal en mano), según su visión relativista, zafia y no precisamente muy veraz a la descarriada muchedumbre que no sabe hacer la “o” con un canuto. Esto último se da por descontado. Llegan, juzgan según la versión social que hoy se acepta e independientemente de que lo que prediquen sea bueno o dañino en realidad, y sin más titubeos, se pronuncian y pronuncian nuevas normas, fútiles y ridículas, que no solo no frenan el problema que pudiera existir, sino que además generan más caos y oposición.

Al tanto de todo esto, se quejaba el otro día un diario gratuito de que nuestros libros de preceptos andan sobrecargados de leyes y que esto se parece más a una dictadura que al montaje democrático al que estamos acostumbrados. Algunas de las normas que denunciaban animaban a coger la maleta y nacionalizarse francés, como han hecho otros muchos antes de nosotros y no precisamente por no poder comer en este país. Casi todas las ridiculeces posibles que puedan imaginar las legislan, o lo que narices sea, ayuntamientos y diputaciones de todos los rincones de la ibérica península, sin exceptuar prado virgen o municipio ácrata. Abunda la chulería en esta nación de chulos históricos y más hoy en día, que con la excusa de una supuesta sociedad mejor se convence a la actualmente más plebe que nunca para que respalden horrores inimaginables.

El asunto es que no solo queda dificultado pensar (lo que ya es una desgracia) y poder decir sin la inquisición de los demás lo que uno va conociendo, sino que además debemos pensar todos igual y hacer caso a la horda política que ahora parece ser nuestra nueva guía moral, o lo que sea que prediquen. Los discursos, obviamente despojados de toda intención justa y “moral”, y puestos en función del interés de quienes los recitan,  pretenden reforzar, como digo, esa visión genuinamente falsa y alejada de la verdad que quiere la sociedad que aceptemos y acojamos. Esto en un principio no parece demasiado problema por aquello de que se limita al discurso momentáneo o al anuncio de treinta y cinco segundos correspondiente emitido en hora punta y que, por lo general, representa una realidad tan forzada y artificial que apenas se la cree nadie tan cual viene de fábrica. El mal, sin embargo, comienza cuando esa falta de pensamiento y de veracidad intoxica las vías de expresión cultural.

Sergio del Molino explica muy bien en un artículo publicado recientemente esa contaminación pueril y destructiva en un ámbito tan sagrado como la literatura, que tanto ha ayudado a la humanidad a comprender y a mirar más allá de lo concebido en cada momento de la Historia. Solo hace falta leer las tragedias griegas, donde casi siempre el héroe justo se enfrenta a la sociedad injusta y cainita; el Cantar del Mío Cid, el Quijote o “Hadjí Murat”, de Tolstoi, para comprender de lo que se habla.

La literatura, la auténtica literatura, no puede estar desprovista de un sentido, al igual que nada de lo que existe está desprovisto de él. Si revisan cualquiera de las obras principales de la literatura universal podrán comprobar que cuando se terminan de leer nos ha quedado un mensaje más o menos claro. Las novelas de hoy en día, todas, también lo tienen. La diferencia entre la literatura que es literatura y la que solo es una aberración que nos viene a decir lo que queremos oir (o lo que quieren que oigamos) es la manera en que el autor pone en manifiesto la tesis en su texto. En nuestros días, tiempos demasiado lucrados para el explendor de una gran masa de geniales escritores, no se suelen escribir novelas, sino cuentos adaptados de los hermanos Grimm a la vida moderna. Se parte de una tesis, que generalmente es la aceptada por esta hipócrita sociedad, y se configura la novela de forma que constantemente se exprese la idea de esa tesis, en cada marco, en cada personaje, en cada beso, disparo o escena de cama. El resultado es una novela que haría llorar a la horda del nuevo moralismo del interés pero que es un auténtico bodrio intragable. Toda esa secuencia de escenas forzadas configuran unos personajes difíciles de creer y de sentir porque es también dificil que existan o que pudieran existir, y en su conjunto, la novela, que supuestamente habla de realidad, es un mundo amorfo, desfigurado y alejado de la verdad que existe. Además de que esa reiteración, mejor o peor encubierta por la trama, termina por agotar la paciencia y el conocimiento del lector, que sale hasta las narices de la cosa en papel que se ha comprado. Ganarán premios y se recibirán subvenciones, pero nunca podrán ser recordadas porque no han hecho ver nada ni han ayudado a solucionar nada. Son homilías largas que el lector escucha y cuando termina el libro, olvida y sigue son su vida diaria.

En la auténtica literatura, por contra, se llega a la tesis. Sí, los miedos y complejos que abundan hoy. Se parte de la realidad, con unos personajes inventados pero que resultan absolutamente veraces, y se avanza en ella hasta que la novela se acaba. El escritor no pretende sobrecargar el texto con un mensaje para el lector, sino que el mensaje suele ir implícito en la trama. Esta literatura es la que atrapa, la que introduce al lector como un elemento más de la narración, que es quien comprende lo que sucede, y lo hace cómplice de una realidad que podrá comparar según vaya acumulando vivencias. Aquí no se le trata de inculcar nada al lector, no lo trata como un niño o un ciudadano al que convencer ante las próximas primarias, sino de harcerle comprender, a lo sumo, la situación real descrita en la obra. Por supuesto, relatar la realidad implica no limitarla a una visión del mundo determinada. Aquí pueden salir cosas que no nos gusten o que nos inquieten y nos hagan replantearnos la realidad. Ésta es la auténtica magia de la literatura y lo que hace grande a un libro. Cuando el propio escritor (y, por supuesto, el lector), según van redescubriendo esa realidad plasmada a través de las letras que componen la novela, se ve obligado a parar y reflexionar para intentar conocer qué es lo que se está retratando, se está comprendiendo y conociendo, se está llegado al verdadero objeto de la literatura.

La literatura siempre ha sido un vehículo para sentir y para conocer, en definitiva. Para ayudar comprender, que es lo que hace avanzar a la humanidad, por encima de leyes y discursos banales que solo consiguen atemorizar un día para decaer en el caos el siguiente. Una literatura que hace “ver” se recuerda, porque ha ayudado a reflexionar al ser, ha dejado “poso” en él. Esa grandeza es la que hace que el escritor y su obra pasen a la posteridad y siglos después de su publicación sea leída y releída con total devoción.

El mal que azota de lleno a buena parte de la narrativa también está corrompiendo otros géneros. Por ejemplo, el de la poesía, donde apenas se hacen versos que hablen sobre la auténtica vida y realidad y no la farsa que nos venden, llena de materialismo, inexistencia y sexo. O el del ensayo, que viene a ser una retórica moderna que se refunda en el discurso político y en las convenciones que todos conocemos aunque sea por el bombardeo mediático al que estamos sometidos, sin aportar nada nuevo ni nada real.

Las llamadas “artes escénicas” tampoco se libran de la lacra. Ya no aparecen obras de teatro que abran la mente de sus espectadores. Parece que hemos vuelto a la arcaica y despótica época de los divos donde solo se hacen obras que agraden al público a la vez que lo hipnoticen. El cine, que debería recoger el testigo del teatro crítico, se ha convertido en un fiel servidor de la sociedad que lo mantiene. La literatura y el cine tienen en común que en ambas muestran a un receptor una realidad que tiene que comprender. El cine se degrada, al igual que la literatura, cuando se convierte en un instrumento hipnótico y reiterativo, pesado y hasta aberrante. Una película que adapta la supuesta realidad que pretende transmitir a una visión del mundo determinada pasa de ser cine a ser bodrio en imágenes. Podrían transmitir el mismo mensaje sin forzar la trama, sin hacerla inviable y sin acelerar o situar en el absurdo el filme entero. Pero para eso, hay que ser osado, despojarse del miedo a encontrar algo diferente a lo que se pretendía mostrar y acarrear las consecuencias de ellos. Y a este mundo apenas le quedan juanes sin miedo.

Con la filosofía, si me apuran, pasa exactamente ibídem. La que debería ayudar a conocer y comprender a la humanidad entera se limita cada vez con mayor brío y osadía a beber de los grandes filósofos antiguos, a elegir y creer la teoría que más gusta cada uno y a ponerla en función de la visión de hoy. Poco más que esto. El problema es que eso no es conocer ni buscar la verdad, por lo que una filosofía que se aleja del amor al conocimiento deja de ser precisamente ésto, filosofía. Las ciencias también se han dogmatizado y también se reorientan en torno a doctrinas no necesariamente ciertas pero que son asumidas y difundidas como tales.

Precisamente Sergio, en un artículo anterior hablaba del estancamiento de las ciencias y de que apenas pueden resurgir grandes investigadores porque el propia comunidad científica le podría trabas y negaría sus trabajos y conclusiones por el simple hecho de no palmotear la versión aceptan y defienden.

La falta de reflexión, que a la postre es la falta de pensamiento lleva a todo esto. Hemos estudiado, casi todos sabemos leer y escribir, pero a cambio de esto se nos está impidiendo pensar aturdiéndonos con tanta tontería e idiotez social. ¿Para qué sirve ser “más inteligentes que antaño”, como lo define Sergio, si apenas se piensa? ¿Para qué narices sirve todo este paripé si no somos capaces de discernir la realidad y nos quedamos en la versión falsa que le interesa hacer creer a unos poquitos?

Para estancarnos en la idiotez mutua y asentarnos en una sociedad cada vez peor.