‘LOS INGENIOS DE DÉDALO’: LA HISTORIA DE LA COMUNICACIÓN

Los ingenios de Dédalo de este mes llegan cargados de amor por la palabra. En esta ocasión hablamos de comunicación, del origen del lenguaje y de la cualidad que, quizá, sea la que nos hace ser más humanos. Os invito a acompañarnos en esta aventura. En Afcar Media.

Podéis escuchar el episodio a continuación:

Los ingenios de Dédalo, T1, E2: La Historia de la Comunicación – Afcar Media

¿EN QUÉ NOS AFECTAN LAS PERSIANAS?

Hoy, en nuestras #grageasfilosóficas de ‘Sin Límite’, os invitamos a descubrir la revolución de la persiana y de la cortina. ¿Debemos -y podemos- poner persianas a las ventanas digitales desde las que miramos y nos miran? 

En Afcar Media, en conversación con el genial Ahmed Bajouich. Podéis ver aquí un fragmento de la conversación y escucharla completa en el enlace de abajo.

¿Cómo poner cortinas a la privacidad tecnológica? – Grageas Filosóficas – Sin Límite – Afcar Media

Para ver un fragmento en vídeo, click aquí:

DE LA RESPONSABILIDAD CON EL BIEN COMÚN

Con esta entrada inauguro una sección semanal exclusiva en este blog a la que he titulado El susurro de Ariadna. En ella trataré de asociar cuestiones de nuestra realidad contemporánea a miradas de autores de otras épocas. La elección del título responde a Ariadna, hija de Minos, rey de Creta, y a su relato mítico. Creta y Atenas entraron en guerra, y el rey Minos estableció un cruel tributo a sus contendientes: cada año honrarían al temible Minotauro, que estaba atrapado en el laberinto que le construyó Dédalo, con siete jóvenes vírgenes de cada sexo. Teseo, hijo de Egeo, rey de Atenas, acudió de forma voluntaria a la isla con el fin de acabar con el Minotauro y con aquel perverso deber. Ariadna, que se enamoró de Teseo nada más verle, sintió piedad por su vida y le ayudó a derrotar al monstruo cretense ofreciéndole una espada y el famoso hilo que le permitiría encontrar la salida del laberinto una vez se introdujera en él. Ariadna huyó con Teseo camino a Atenas, pero fue abandonada por su amante en la isla de Naxos. Más adelante sería raptada por el dios Dionisos.

¿Qué nos hubiera contado Ariadna, confiada de su juventud y del enraizado amor? Su susurro reverbera a lo largo del tiempo en el mito, pero también en una de las múltiples esencias que encarna su relato: igual que su piedad por Teseo determinó su destino, nosotros estamos conectados al hilo eterno de la búsqueda del conocimiento y del diálogo -presente, pasado, futuro- con nuestros semejantes, ya sea de forma directa y a través de sus obras. Leer es charlar, imaginar es acariciar la memoria embelesada de la posibilidad.

Ese legado del que emana nuestra actualidad y en la que se gesta el mañana. Inauguro la sección con esta primera pieza que cobra vida en los labios susurrantes del lector. Os invito a navegar su apacible océano de ideas y palabras.

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La historia nunca se repite, la naturaleza de lo existente lo impide. Quienes insistimos en las mismas actitudes somos nosotros, el ser humano como colectivo social. Tucídides nos confía unas conclusiones de la Guerra del Peloponeso que nos resultan muy familiares en nuestra actualidad. 

«Aparte de lentos para reunirse, [los peloponesios] conceden poco tiempo al examen de los intereses comunes y en cambio la mayor parte de él se dedican al de los propios; y cada uno cree que no causa perjuicios con su desinterés, sino que algún otro tomará las previsiones en su lugar, de modo que no se dan cuenta de que se arruinan los intereses generales a manos de todos por hacerse las mismas suposiciones individualmente».

Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, libro I, 141.7.

La discussion politique, Émile Friant (c. 1889).

TIERRA Y FUEGO

Une fois de plus, j’ai côtoyé une vérité que je n’ai pas comprise. Je me suis cru perdu, j’ai cru toucher le fond du désespoir et, une fois le renoncement accepté, j’ai connu la paix.

Tout est paradoxal chez l’homme, on le sait bien. On assure le pain de celui-là pour lui permettre de créer et il s’endort, le conquérant victorieux s’amollit, le genéreux, si on l’enrichit, devient ladre. Que nous importent les doctrines politiques qui prétendent épanouir les hommes, si nous ne connaissons d’abord quel type d’homme elles épanouiront. Qui va naître? Nous ne sommes pas un cheptel à l’engrais, et l’apparition d’un Pascal pauvre pèse plus lourd que la naissance de quelques anonymes prospères.

L’essentiel, nous ne savons pas le prévoir. Chacun de nous a connu les joies les plus chaudes là où rien nes les promettait. Elles nous ont laissé une telle nostalgie que nous regrettons jusqu’à nos misères, si nos misères les ont permises. Nous avons tout goûté, en retrouvant des camarades, l’enchantement des mauvais souvenirs.

Que savons-nous, sinon qui’il est des conditions inconnues qui nous fertilisent? Où loge la vérité de l’homme?

La vérité, ce n’est point ce qui se démontre. Si dans ce terrain, et non dans un autre, les orangers développent de solides racines et se chargent de fruits, ce terrain-là c’est la vérité des orangers. Si cette réligion, si cette culture, si cette échelle des valeurs, si cette forme d’activité et non de telles autres, favorisent dans l’homme cette plénitude, délivrent en lui un grand seigneur qui s’ignorait, c’est que cette échelle des valeurs, cette culture, cette forme d’activité, sont la vérité de l’homme. La logique? Qu’elle se débrouille pour rendre compte de la vie.

Quelques-uns de ceux qui ont obéi à une vocation souveraine, qui ont choisi le désert ou la ligne, comme d’autres eussent choisi le monastère; mais j’au trahi mon but si j’ai paru vos engager à admirer d’abord les hommes. Ce qui est admirable d’abord, c’est le terrain qui les a fondés.

Les vocations sans doute jouent un rôle. Les uns s’enferment dans leur boutiques. D’autres font leur chemin, impérieusement, dans une direction nécesaire: nous retrouvons en germe dans l’histoire de leur infance les élans qui epliqueront leur destinée. Mais l’Historie, lue après coup, fait illusion. Nous avons tout connu des boutiquiers qui, au cours de quelque nuit de naufrage ou d’incendie, se sont révélés plus grands qu’eux-mêmes. Ils ne se méprennent point sur la qualité de leur plenitude: cet incendie restera la nuit de leur vie. Mais faute d’occasions nouvelles, faute de terrain favorable, faute de réligion exigeante, ils se sont rendormis sans avoir cru en leur propre grandeur. 

Que en cristiano de las tierras hispanas viene a ser:

Una vez más me topé con una verdad que no supe comprender. Me encontré perdido, creí alcanzar el límite de mi desesperación hasta que, una vez que acepté la renuncia a comprender, encontré la paz.

Todo es paradójico en el ser humano, lo sabemos bien. Le aseguramos el pan a alguien para permitirle crear y se duerme, el conquitador victorioso se ablanda, el generoso, si se enriquece, se vuelve un roñoso. Que nos importan las doctrinas políticas que pretenden abrir a los hombres, si no conocemos de antemano qué tipo de hombre abrirán. ¿Quién va a nacer? No somos un rebaño dominable, y la aparición de un Pascal pobre pesa más que el nacimiento de algunos personajes ricos.

La clave, no podemos preveerlo. Cada uno de nosotros ha conocido las alegrías más intensas allí donde no pensaba encontrarlas. Ellas nos han dejado tal nostagia que echamos de menos hasta nuestras miserias, si nuestras miserias lo permitieron. Probamos todo,  encontrando de nuevo a nuestros compañeros, el encanto de los peores recuerdos.

¿Qué sabemos nosotros sino que son condiciones desconocidas las que nos impulsan? ¿Dónde albergamos la verdad del ser humano?

La verdad no es en absoluto aquello que se demuestra. Si en este terreno, y no en otro, los naranjos desarrollan raíces sólidas y se llenan de naranjas, aquel terreno será la verdad de los naranjos. Si esta religión, si esta cultura, si este tipo de valores, si esta clase de actividad y no cualquier otra, favorecen en el ser humano dicha plenitud y descubren en él a un gran señor que se ignoraba es que este tipo de valores, esta cultura, esta clase de actividad, son la verdad del hombre. ¿La lógica? Que se ocupe ella de rendir cuentas de la vida.

Algunos obedecieron a una vocación suprema, que escogieron el desierto o la línea, como otros han eligieron el monasterio; pero habría traicionado mi objetivo si me detengo a convenceros de admirar a los hombres. Aquello que es admirable de antemano es el terreno que les ha modelado.

Las vocaciones juegan sin duda un papel. Los unos se enclaustran en sus tiendas. Otros, realizan sus caminos de manera imperiosa en una dirección necesaria: encontramos en la historia de su infancia los rasgos que implicaron su posterior destino. Pero la historia, leída fuera de tiempo, da el pego. Todos hemos conocido tenderos que, en el transcurso de una noche de naufragio o de un incendio, se mostraron más grandes que como ellos se pensaban. Ellos no se percatan de su plenitud: aquel incendio será por siempre la noche de su vida. Pero por falta de nuevas oportunidades, por falta de un terreno favorable, por falta de una religión exigente, ellos se durmieron nuevamente sin haber creído en su propia grandeza.

[Terre des hommes, Antoine de Saint-Exupéry, original editado por Folio en 1939]

Y así pasamos nuestra vida, girando como en una noria sin retorno, sin conocer la grandeza que habita en nuestros corazones. Pasa el tiempo, y la vida, y las oportunidades para abrir nuestra alma. Es en ese momento cuando, atormentados ante la evidente falta de aplomo para desenterrar nuestra grandeza, justificamos en el mundo la raíz de nuestras desgracias. Pero siempre habrá una noche de incendio o de naufragio en la que liberar por siempre nuestra grandeza de cuyo recuerdo no podremos escondernos. Somos más capaces de hacer realidad nuestros sueños de lo que creemos. La humanidad y la capacidad para sentir habitan en nuestra esencia. Otra cosa es que prefiramos arremolinarnos en la idea de incapacidad y seguir echando la culpa al mundo. El asqueroso mundo. El que siempre nos traiciona.

Por mi parte, voy en busca de mi grandeza. Nada como comenzar de nuevo con una cita del bueno de Saint-Exupéry. Pocas voces he leído tan acertadas y con tan buen criterio de la realidad como la del piloto francés. Léanlo, háganle caso, merece la pena.

COMO UNA FLOR DESESPERADA

Poema en honor a la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (1892-1979) inspirado en el poema homónimo Como una flor desesperada.

“Llena, pues, de palabras mi locura
o déjame vivir en mi serena
noche del alma para siempre oscura.”
 
[Federico García Lorca]

La quiero, con el hueso
con la sangre
con el ojo que suspira,
con el aliento que mira
con este corazón
preso y caliente
anclado en la frente
que inclina el pensamiento,
y con el sueño obseso
de mi amor que copa
el sentimiento
desde la breve risa
                hasta el lamento
desde su beso hasta la herida bruja
en la que mi vida es de ti
tributaria
tumulto o solitaria
como una sola flor desesperada.
 
Depende, de ella
como del leño duro
la orquídea o la hiedra sobre el
muro
que sólo en ella, levantada,
respira.
 

(c) David Lorenzo Cardiel

Fotografía: “Woman on park bench”, Central Park of New York City, 1957, del fotógrafo norteamericano Yale Joel.

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AVERLY

Recuerdo de mi colegio una fuente verde junto a la pared del edificio de infantil. Estaba descolorida a trozos, descubriendo un gris oscuro metálico que contrastaba con la pintura verde que le caracterizaba. Aprovechábamos para beber agua en los recreos, aunque el mejor momento para hacerlo era cuando algún profe te enviaba a fotocopiar alguna cosa. Era mejor así, sin filas, ni gérmenes, y sin la impaciencia de tener que volver a clase. Una de esas veces aproveché para curiosear los detalles de la fuente. Estaba decorada con un motivo floral tallado en el metal, desde el arco superior hasta la base, donde el agua discurría por una pequeña reja hacia las tuberías de desagüe. Impresionaba pensar en sus orígenes, fabricada quizás por algún dragón de aspecto horripilante domesticado por enanos condenados en el infierno a forjar metales hasta la eternidad. Era bonito detenerse a imaginar historias que comprendíamos perfectamente que no eran ni podían ser ciertas muy a pesar de nuestra inventiva y ganas de que así fuera.

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“Tiempos Modernos”, digo, Averly. Fotografía de Mariano Candial y Carlos Blázquez tomada a finales del siglo XIX

Entonces no lo sabía, o no quería saberlo, pero en cualquier caso no me había percatado de que aquella fuente había sido modelada en un particular abismo lleno de mugre, herramientas, sangre, sudor y, como todo buen averno debe poseer, calor, mucho calor. Averly ha visto nacer y renacer cien veces Zaragoza y, sin embargo, en nuestra tierra, la edad no es suficiente atributo para justificar su supervivencia arquitectónica en la ciudad. En todo caso, el único efecto que la edad puede producir es abandono, y como consecuencia del deterioro producido por el abandono, sensación de estorbo. Pero particularmente en España, sobre todo en nuestra bien querida patria española, todo lo que no puede ser utilizado como generador de amplios beneficios es objeto directo de estorbo. La Torre Nueva lo fue a finales del siglo XIX, acusada de sufrir una falla estructural inexistente que convertía su inclinación natural en un peligro. El Mercado Central sufrió la represión política en los años setenta tras la creación de la actual avenida de Cesaraugusto. Tras el desafortunado caso de los arcos sonoros del entorno de las murallas romanas, que han sido derribados, la vieja fundición Averly se encuentra ahora en una situación complicada, al borde del derribo y con el silencio cómplice de la administración. El patrimonio de Averly está al borde de la desaparición y nadie parece darse cuenta de ello. Sólo lo parece, porque en realidad cualquiera es consciente de ello.

Lo interesante del caso Averly es la pérdida de conciencia del desinterés político. Quienes defienden la integridad de la vieja fundición consideran que la administración, por el hecho de haber sido elegida como administración, tiene la obligación, quizás la intención, de participar en la defensa del escaso patrimonio que conservamos en Aragón. Pero no es así. Averly, con toda su riqueza cultural, es concebida como un estorbo para el progreso de la ciudad, fundamentado en la metodología básica española del ladrillo. Para la administración y para la mayoría de la población, más valen doscientos pisos a estrenar que restaurar una vieja planta y darle un uso nuevo que revitalice un distrito degradado hasta la tristeza por el lamentable devenir de la mayoría de sus edificios históricos. Curiosa paradoja del destino si consideramos que nuestro único gran símbolo de la fabricación industrial a gran escala, el progreso en términos decimonónicos, es ahora dilapidado en nombre del mismo. El punto trascendental del asunto aparece cuando todas las partes emplean el progreso como premisa fundamental de su discurso, sin considerar que en verdad el progreso no existe ni tiene sentido en la realidad. El progreso es una invención valorativa, no una dirección ni un camino a seguir. Apelar al progreso es no estar diciendo nada, porque progreso no implica ninguna cosa per se. Que ante un legado arquitectónico como Averly la única defensa (y ofensa) apelada con destreza dialéctica esté empobrecida con la mención al progreso tan sólo demuestra la incapacidad de la sociedad para comprender y actuar según la realidad de las cosas.

Interior del desaparecido café Ambos Mundos, con columnas forjadas en Averly. Como ellas, de la fundición también salieron las del Matadero y la estatua del Justicia o la fuente de la Aguadora, entre otras piezas.
Interior del desaparecido café Ambos Mundos, con columnas forjadas en Averly. Como ellas, de la fundición también salieron las del Matadero y la estatua del Justicia o la fuente de la Aguadora, entre otras piezas.

Averly significa mucho más que patrimonio. Es historia comprimida entre muros que debe ser conservada en cada una de sus facetas, lo que inexcusablemente implica tanto la conservación de las construcciones y haberes que constituyen la fundición como su mantenimiento a lo largo del tiempo. La única manera de sortear la segunda vía es trazar un plan bien elaborado y meditado sobre su uso, no en un sentido lucrativo, sino en uno cultural, apacible para las actividades y proyectos que, hoy por hoy, no tienen lugar ni acogida en la ciudad. Hablo de convertir Averly en un espacio de libertad cultural o en una sede fundacional general de la cultura aragonesa, donde existiera libre disposición de trabajo para todo tipo de proyectos, idea que no es tan descabellada y que en la notable extensión de terreno y edificios que alberga la factoría podría realizarse con amplitud de espacios. Claro que, para ello, hace falta concebir la cultura como lo que es, cultura. Un espacio libre, no limitado a uno u a otro sector, un lugar donde todo autor, de la rama a la que pertenezca, pueda trabajar y colaborar con libertad en sus proyectos sin control político de por medio.

Estado actual de parte del complejo Averly
Estado actual de parte del complejo Averly

Sea cual sea la solución digna que pueda llegar a diseñarse para la conservación de Averly obliga a una comprensión de las circunstancias y a una voluntad de colaboración que consoliden los proyectos y puedan construirse encontrando su lugar en la ciudad. Si Averly debe sobrevivir a los tiempos modernos debe hacerlo incluyendo su tesoro patrimonial en una nueva misión que le otorgue sentido. Y para lograrlo es necesario independizar el discurso dejando a un lado la protesta y centrándolo en el diseño de su futuro.

Sería bonito verla convertida en algo más que ladrillo y hormigón armado. Sólo necesitamos claridad y pensamiento propio para construir este sueño. E imaginación, si queremos, no nos falta.

FRIVOLIDAD

Durante un tiempo, la cabecera de este blog estuvo custodiada por un baturro con fusil. Por supuesto, sólo se veía el ambiente difuminado, un trozo del viejo farol y al soldadito, con su traje típico mal apañado, vigilando uno de los improvisados bastiones que Palafox mandó construir durante la tregua de verano en 1808. Sin embargo, el recorte heroico esconde algo un poco menos propagandístico. Si tomamos el lienzo completo del cuadro Baturro de guardia durante los Sitios, del pintor zaragozano Marcelino de Unceta, observaremos esto:

Baturro_de_guardia_durante_los_Sitios_de_Zaragoza

Marcelino de Unceta era un pintor de historia, y los pintores de historia rara vez emplean el óleo para ilustrar la realidad. En 1902 pinta este cuadro bastante cercano al estilo de las vanguardias que se habían instalado y desarrollado con soltura en la ciudad de la luz. Unceta tiene el privilegio de rescatar el legado de Orange o de Louis-François Lejeune para rendir su particular tributo a los héroes y mártires de la Guerra de la Independencia, de cara a la celebración del primer centenario del comienzo de las hostilidades. Y busca un recodo de la historia que no haya sido narrado, pintado o desgastado por otros artistas. El impresionismo del detalle. Un soldado cansado y fatigado, sin ánimo de hostilidad, que protege el sueño de sus tres compañeros, sin uniforme, que por abandonar han abandonado hasta sus fusiles. Al fondo, entre la neblina, un cañón abandonado.

Labradores, que no han tocado un arma en su vida, fatigados, entre ruinas y sin disciplina militar (el fusil nunca es abandonado por un soldado, ni siquiera durante el sueño, y mucho menos en un frente de guerra). La visión más desgarradora desde las tropecientas agustinas pintadas y cantadas en todo el mundo. Pero las agustinas ni siquiera tienen rostro, porque casi ningún artista llegó a conocer el rostro de la gran heroína de Zaragoza. Son inventadas. Como el combate glorioso de Lejeune en el patio de Santa Engracia o la propia pintura de Unceta. Son testigos de una ciudad y unos combates inventados, anclados en la idea compartida de heroísmo y en la entrega absoluta de los defensores a la acción bélica. La Zaragoza de Unceta, como la de tantos otros, no es la Zaragoza de los Sitios, ni siquiera una reconstrucción deforme de aquella Zaragoza, sino otra distinta, una que cure las heridas de la derrota, la invasión y la destrucción que la desgarró. Así nació un mito que se exprimiría y se retorcería hasta las batallitas recreadas como conmemoración del II Centenario hace unos días.

Los pueblos buscan sus héroes, como las personas, y si no los encuentran deformarán el heroísmo hasta convertir cualquier exabrupto en un alarde de valentía y ejemplo a seguir. Ahora mismo, que andamos un poco flojos de reflexión, cualquiera puede convertirse en uno. Antes, con algunos méritos y un poco de caos, también. La propaganda no es un invento de la guerra moderna, cada nación ha inventado la suya a partir del boca a boca. Y aquí es donde subyace la dimensión heroica: destrozados por el horror de la guerra, con el miedo y el dolor aún impresos en las entrañas, tanto unos como otros necesitan creer que han hecho todo lo posible. Aún más: que han hecho más que todo lo posible. Y que los que dejaron su vida en el frente fueron mucho más que seres humanos.

León Tolstói habló de los héroes de Sebastopol antes de que Sebastopol se convirtiera en la Zaragoza rusa. Luego, el estalinismo sustituyó la gesta de aquellos hombres por los patrióticos relatos de resistencia y sitio que soportaron los camaradas en Stalingrado y Leningrado, por contener menos alarde burgués y mayor carácter propagandístico para la ideología. Pero en la época en que escribió Tolstói, o sea, mitad del siglo XIX, las gestas de Sebastopol eran lo más. Llegaron a todos los círculos intelectuales, incluidos los beligerantes París y Estambul, donde nadie discutió el heroísmo y el sacrificio de los marineros rusos. Tolstói, sin embargo, que estaba de balnearios por la zona, escribió probablemente el testimonio más fiel que se haya legado jamás a la historia de un acontecimiento histórico con tanta repercusión y significado para la Europa decimonónica. Comienza diciendo que los héroes no existen, y que si existen son tan puntuales y tan humanos que no tiene sentido recompensarlos por encima de cualquier otra persona del mundo. Y pone ejemplos. Dice: ¿es acaso más héroe el soldado que aprovecha cualquier momento para adherirse a una timba que el aprendiz que se entrega a la limpieza del cañón o que el médico que llena sus manos de sangre al intentar extirpar los balazos de los innumerables heridos que llegan desde las trincheras? Es evidente que no, que Sebastopol y su defensa no fueron heroicas, y que si debe haber un heroísmo es el espíritu de resistencia ante tal infierno. Porque desde el principio de la contienda, los treinta mil marineros rusos sabían perfectamente que no resistirían el asedio del casi medio millón de soldados bien pertrechados y con muchos más cañones y suministro que ellos. Y aceptaron resistir. Pero salvo ese espíritu, compartido por casi todos, no hay héroes, sino miembros de una misma heroicidad. Por eso Tolstói nos pasea por la ciudad y nos advierte: se dirán muchas cosas de Sebastopol, probablemente Sebastopol se convierta en el mito bélico más trascendental de la historia moderna, pero nada de lo que se diga en esos relatos, aunque gratifique el honor de los pueblos, será completamente cierto, porque lo cierto es el barro, la sangre, la pobreza, la muerte, los lamentos, el terror, la duda, la cobardía de los resistentes, la huida desesperada, la valentía, la entrega, las apuestas, los lios de faldas y los bailes en las plazas. Y ni un solo pensamiento en la guerra. El único héroe para Tolstói es la verdad. La verdad es que nadie piensa en la guerra cuando estás en la guerra, porque es tan liviana e insignificante frente a los detalles maravillosos de la vida que a quién le importa que retumbe ese cañón mientras se siga bailando en la plaza de las flores con las hijas de los marineros.

León Tosltói, al menos, ha legado una visión acertada de la vida. Como lectura, ha sido relegada acusada de frivolidad. La misma que aplica Galdós a la hora de narrar la guerra de Zaragoza. Mientras que Tolstói nos presenta la naturalidad de los bailes y el trasiego de apuestas, deudas y pactos de honor entre los combatientes, absolutamente despreocupados del horror que se está viviendo unos metros más allá de donde juegan a las cartas, Galdós describe una Zaragoza entregada que únicamente piensa en destripar gabachos. Si en Sebastopol no se recogen los muertos de las calles es porque la miseria es tan palpable que no hay fuerzas para ello. Si en Zaragoza los moribundos son atendidos improvisadamente es pensando en cuántos franceses podrán ser destripados tras la recuperación del enfermo. Cuando Gabrielito se enamora de una chiquilla y se ven a escondidas en la plaza de San Felipe, es porque en el fondo no es consciente de la gravedad de los hechos que están sucediendo en la ciudad. Y Galdós se lo recrimina a su personaje en cada conversación o confesión: frívolo, que eres un frívolo. Con la que está cayendo, con cientos de muertos y heridos tirados por el Coso y decenas de mujeres blandiendo sus tijeritas de costura para cargar contra los dragones y tú, un jovenzano en edad de combatir, enamorándote de la hija de un ricohombre. Porque tiene que ser ricohombre, para no compartir la penuria de no destripar franceses y que la frivolidad sea aún mayor. Y Gabrielito, angustiado por su frivolidad y su falta de deseo de destripar gabachos se pasea por el Coso y por la plaza de San Miguel y recobra el espíritu belicista para entregarse a lo verdaderamente importante: destripar franchutes. Lo salva la campana, que anuncia la rendición de la ciudad, pero si no, ahí hubiéramos visto a Gabrielito, postulándose para héroe nacional, destripando casacas azules y disparando cañones de noventa libras como un buen patriota, impasible ante las caricias de la chica de San Felipe.

Todo lo contrario a Tolstói, que nos habla de hombres cobardes, jóvenes que se han escapado de su puesto de guardia para rondar a las mozas de la plaza de los bailes y de brillantes militares que han aceptado luchar en Sebastopol en busca de un rápido ascenso social. También los muertos son diferentes. Los muertos en la guerra son cifras. No tienen nombre ni apellidos, ni siquiera una imagen que poder recordar de ellos. En el caldo de los muertos cabe cualquier cosa muerta, y no se notará en el relato. Galdós juega con ello y habla de los muertos. En Sebastopol no hay muertos, hay muertos. La hija del marinero rondada por el asistente del oficial, que llora en la ventana la muerte de su padre. El hermano que ha sido masacrado en la cuarta y que es nombrado en la enfermería, mientras el médico sierra una pierna justo al lado. La Zaragoza real debió parecerse mucho al Sebastopol encharcado de sangre, mugre y lodo que nos narra Tolstói y no a la pulcra ciudad patriotísima que nos han tratado de hacernos creer que era.

Sin embargo, el heroísmo no se diluye con la miseria, la cobardía y las dudas, sino que reside en la actitud humana sobre quienes se aplica. Quien es capaz de capear una guardia para pasar la noche con la mujer amada y a la vez sacrificarse por su compañero en el bastión es un héroe. El médico que llora ante la impotencia de ver a los heridos morir en sus manos es un héroe. Luchar inconscientes de la realidad de la vida es renunciar a ella y rendirse ante la adversidad. Seguir amando y siendo uno mismo es luchar por la vida para no ser jamás vencido. Ni Tolstói ni Galdós vivieron los respectivos sitios, pero mientras que uno recopiló los cantares de gesta dedicados a Zaragoza, el otro visitó la ciudad antes de la ruina e interrogó, después, a los soldados que habían sido evacuados de la ciudad.

Me gustaría pensar que hoy más que nunca hacemos alarde de toda la frivolidad del mundo. Adoro ser frívolo y ser absolutamente incapaz de escribir algo que no sea inútil a los ojos del mundo. Quiero ser inútil, y vivir en la inutilidad de un beso al atardecer, de una caricia en un paseo inesperado o de una mirada escondida detrás de cada instante. No sé vivir de otra forma que no sea siendo inútil y rodeándome con la inutilidad de cada uno de mis actos. Que sirvan para mí, y para el mundo, y para nada más que para servir a las cosas.

Quiero que me llamen frívolo para poder vivir los sueños y construirlos en la frivolidad. Guárdense sus periódicos y las secciones de economía, escondan las noticias en mi presencia y no nombren las cosas insignificantes del mundo. Soy un insensible, como Tolstói, y soy incapaz de concienciarme de la importancia de Wall Street y los bonos basura que tanto temen los gobiernos europeos.

Quédense en sus palacios, hablando de la guerra, ustedes que pueden. Yo prefiero el barro de la trinchera. Quedarme con las cigüeñas que comienzan su tránsito y abandonan sus nidos en lo alto de los campanarios. Reflejarme en el agua del río a cada amanecer. Y bailar en la plaza entre flores e impecables uniformes para vestir el alma. Seguiré llevando un tulipán mientras los cañones, mis cañones, retumban con cada pensamiento en la mañana.

VENTANAS Y ESCALERAS

Ni siquiera se fijó en que, de repente, una casa de cuatro pisos se elevaba ante él. Sus cuatro brillantes filas de ventanas lo miraron todas a un tiempo, y la verja de la entrada le propinó su empujón de hierro. Vio volar a la desconocida escalera arriba, la vio volverse, llevarse un dedo a los labios y hacerle seña de seguirla… ¡Cuánta dicha en un instante! ¡Qué vida tan maravillosa en sólo dos minutos! […] ¿No sería un sueño todo esto? ¿Era posible que aquella por cuya celestial mirada estaría dispuesto a dar toda su vida y respecto de la cual comunicaba una dicha acercarse tan sólo a su vivienda, fuera ahora tan atenta y benévola con él? Subió volando la escalera… La escalera ascendía, y con ella ascendían ya dentro de sí fuerza y decisión para todo. [Nikolái Gógol, “Perspectiva Nevski”]

Rusia Hoy publica este fragmento entre otros relatos de escritores rusos en un precioso reportaje sobre San Petersburgo, la ciudad del arte y el sentimiento. “San Petersburgo no creció como las otras ciudades. Ni el comercio ni la política pueden explicar su desarrollo: fue construida como una obra de arte”, sentenció con acierto Orlando Figes en su obra El baile de Natasha.

El fotógrafo Roman Mezenin rescata ahora instantáneas robadas a la intimidad de la ciudad de los zares. Busca más allá del monumento y el explendor palaciego para adentrarse en el San Petersburgo real, el que se disfraza ante los turistas, el que queda diluido en la rutina de sus habitantes. Como Edward Hopper con su Nueva York de los años sesenta o nuestro Pepe Cerdá con la Zaragoza de hoy, Mezenin presenta una ciudad de avenidas grandes y vacías repletas de ventanas y misteriosas escaleras que conducen hasta ellas. Espacios en blanco que son la esencia de una ciudad que es arte en movimiento.

Prometo hablar algún día de la importante relación simbólica de las ventanas y las escaleras con la existencia y la vida. Espero hacerlo pronto y en varias ocasiones. Por el momento, dejo una de sus escaleras. Una que conduce directamente hacia la luz. ¿Será la misma que nos describe con sobriedad Gógol? Es bonito imaginarse la respuesta.

Foto de Roman Mezenin

VOCES VALIENTES

Platón, en su alegoría de la caverna, lo deja bien claro. Es muy peligroso hablar de la verdad en una sociedad basada en la mentira. Él mismo vivió las represalias del cautiverio y el dolor de no verse comprendido por quienes decían comprenderle. Alguien que busca conocer puede equivocarse, pero ese equívoco, lejos de ser un lastre, es una nueva oportunidad para seguir adelante.

Hoy en día, que hablamos tan ampliamente de la libertad y de lo buenos chicos que somos, seguimos arrastrando la misma irreflexión y falta de comprensión que vivieron todos aquellos pensadores. Incluso mucha más. Hablar en nuestros días sin temor a las palabras es un acto que supera la valentía hasta rozar lo heroico. Es muy difícil que te comprendan, pero más aún que todos aquellos que renuncian a ver el sol, por el motivo que sea, permitan que les hables sin pudor de algo que no son sombras.

Estos días también me he topado con la ignomina del que se esconde en la caverna e Irene Vallejo, a quien admiro profundamente precisamente por la valentía de sus palabras, ha publicado una columna que habla por sí sola y que agradezco con todo mi corazón, porque supone en estos días de tensión un acicate para seguir siendo valiente.

Gracias, Irene, por tu valentía y cariño. Comparto aquí el artículo, para disfrute de todos.

SOLDADOS EN EL FRIEDHOF

No suelo trabajar la crítica literaria (aunque más me valdría) y suelo ser bastante introspectivo con los libros que leo, pero considero que hay excepciones y textos que merecen la pena ser mínimamente criticados y compartidos con el mundo.

Uno de ellos es Soldados en el jardín de la paz, del amiguete Sergio del Molino, autor revelación de la literatura aragonesa de nuestros días.

Soldados… no es su primer libro, aunque sí que es el primero que leo de su firma. Su aparición por el mundillo editorial comenzó con Malas influencias, un conjunto de cuentos que recibió la aprobación de la crítica literaria nacional. Casi seguido a la publicación de Malas influencias, Sergio publica este ensayo novelado de carácter histórico, de 245 páginas en su primera edición, con el que se adentra en un universo que nos afectó de cerca pero que ha permanecido en el olvido de los libros de historia e incluso de los historiadores: los alemanes que llegaron del Camerún en 1916.

Soldados… es una investigación prácticamente particular de Sergio, que tendrá que remover durante meses la apacible y provinciana historia de Zaragoza para despertar a la bestia del misterio, de la sorpresa e incluso del horror. Sergio no es historiador, pero como deja bien claro en la introducción, sí que es un escritor y periodista un tanto curioso que se encontró un filón capaz de saciar su curiosidad. Y es que la aventura, relatada con la estructura de un reportaje periodístico pero enmarcada en el género del ensayo, comenzó de forma inesperada, concretamente en una edición de la Feria del Libro Viejo. Sergio nos lo explica en esa misma introducción:

Sabiendo cómo funciona ese mundo de polvo y ex libris, me paseo por la feria sin involucrarme en ella. Por el placer de mirar. A veces compro alguna curiosidad que solamente tiene valor para mí, pero la mayoría de los paseos terminan en nada. Aquella primavera, sin embargo, me llevé una sorpresa. En un puesto tenían a la venta un buen fajo de panfletos de propaganda nazi. No me refiero a pasquines de grupos de skin heads, sino a propaganda nazi de verdad, del Partido Nacionalsocialista Alemán. Eran fragmentos de discursos de Hitler y de otros jerarcas traducidos al castellano y editados en Berlín de 1942. El librero me aclaró que procedían de una biblioteca particular de Zaragoza que había adquirido recientemente, pero no quiso decirme el nombre de su dueño.

Compré unos cuantos, me los llevé a casa y me metí en mi blog para escribir un artículo que titulé “Estraperlo librero”, en el que hablaba del tiempo, del rastro que dejábamos al morirnos y de cómo nuestro legado (¿qué es una biblioteca sino un legado?) se desintegra en anaqueles, trastiendas de librería y casetas de feria. ¿Cómo han acabado esos panfletos en una caseta de la Feria del Libro Viejo?, me preguntaba en el artículo.

Y tras el artículo llegó el detonante. Uno de sus lectores, un historiador aragonés afincado en Salamanca, le resumió lo que sabía acerca del asunto de los panfletos: seguramente iban dirigidos a los alemanes del Camerún, un nutrido grupo de germanos que, huyendo de la conquista aliada del Camerún en la Gran Guerra se refugiaron en España y quedaron definitivamente afincados en diversas ciudades formando colonias, una de ellas Zaragoza.

De esta manera comenzó la larga investigación acerca de la vida de estos olvidados y sorprendentes habitantes de la capital del Ebro, que popularizaron el foot-ball en la ciudad, que fomentaron la modernización y el comopolitismo de la olvidada capital y ejercieron de bastión cultural al popularizar la noche de cabaret y al fundar el Colegio Alemán, cuya enseñanza destacaba sobre la oferta del resto de instituciones zaragozanas. Pero no todo era gloria y apacible vida burguesa, y la leyenda negra azotó destructivamente la colonia. Nombres como Canaris, el conocido espía nazi; Schmitz o Seegers son capaces de poner los pelos de punta a más de un intrépido lector. ¿Quien se iba a imaginar que en la apacible vida de la distante Zaragoza iban a estar gestándose oscuros planes nazis y que existía toda una red de espionaje que extendía su telaraña hasta los despachos de los servicios secretos británicos y estadounidenses?

De todo esto trata Soldados en el jardín de la paz, un relato completamente veraz que busca esclarecer el olvidado devenir de la colonia alemana y su legado cultural, aún presente en nuestros días. El libro, pese a tratar un tema tan serio como éste, mantiene de manera constante un fluido y confidencial estilo que combina todos los recursos del periodista profesional y la estructura del ensayo histórico, ambos tan necesarios en estos casos. El texto concede lo que promete: resumir a grandes rasgos los pormenores de la colonia alemana afincada en Zaragoza, y las no siempre gratas relaciones entre Alemania y España. Su estilo fresco se combina frecuentemente con cuestiones que mantienen al lector entretenido en su lectura e inmerso en la historia, en la investigación y en la colonia en torno a la que gira la trama. De vez en cuando, tal y como reconoce el autor desde el principio, algunas de las preguntas formuladas no obtienen respuesta por el momento, y se presentan como auténticos misterios a resolver en el futuro. En algunos capítulos de amena lectura se roza incluso la cuestión filosófica, mientras que el conjunto del texto se fundamenta en el contexto histórico de la manera más formal y objetiva.

Como digo, la narración aporta lo que promete aunque si quieren saber mi opinión más personal, íntima e intrascendente, me ha sabido a poco. Yo, que soy un tipo que ansía conocer hasta el más mínimo detalle de todo y que también pretendía averiguar hasta los últimos pormenores de la colonia alemana en España y me encuentro con un magnífico texto que resume lo acontecido, que asienta tesis y que abre un nuevo filón histórico, pero que únicamente es un boceto de todo lo que aún se esconde tras el tiempo y los muros de la ciudad. ¿Qué quieren que les diga? El libro me ha encantado, aunque no sacia en absoluto mi curiosidad. Soy demasiado exigente en estos caso, qué se le va a hacer.

Otra cosa que favorece la inmersión en la trama son las fotografías, la mayoría pertenecientes al archivo fotográfico de la familia Bieger, que sin duda abren una ventana única hacia algunos de los personajes y lugares que son nombrados.

Quién sabe, quizás en un futuro se logren derribar los muros con los que Sergio se ha ido encontrando a lo largo de su investigación. Yo, por mi parte, tomo nota. A fin de cuentas me encuentro totalmente identificado con el mundillo investigador, librero y de anticuario, y también acostumbro a curiosear mercadillos y rastros de antigüedades y a ojear documentos antiguos (aunque carentes de trascendencia histórica).

Un último asunto: el libro no sólo es claro, sencillo (que no simple), veraz, sincero, humorístico y de calidad. También es un texto que aporta cultura, que plasma la parte que ha podido ser hallada del poso cultural que desde su llegada los alemanes del Camerún fueron dejando tanto en la ciudad como a lo largo y ancho de la geografía española. Notas de prensa, fragmentos de ensayos históricos, anuncios redactados en alemán para alemanes, obras líricas y teatrales sobre las colonias germanas e incluso chascarrillos humorísticos y pícaros publicados en la prensa del momento completan un repertorio cultural que sorprende y atrapa. Con el permiso de Sergio y de Mariano Gracía, quien rescató esta pieza del olvido, publico un vals que hizo las delicias de las veladas del Hotel Excélsior de Berlín, Die Nacht von Zaragoza, interpretada en 1933 por Emil Roósz y supuestamente compuesta por Hermann Frey y Karl Wilczynski. ¡Qué la disfruten!

Die Natch von Zaragoza                              

hat dich und mich berauscht,

als wir versteckt von Rosen

zumersten mal den Kuss getauscht.

Ja, die Nacht von Zaragoza,

die Nacht, ersehn’ich heiss zurück,

was ich erlebt in jenem Blütenmai,

warst du, du meines Lebens Glück.

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La noche de Zaragoza

a tí y a mí nos ha embriagado cuando,

escondidos tras unas rosas

nos besamos por primera vez.

Sí, la noche de Zaragoza,

la noche que con calor ansí que regrese,

lo que viví aquel mayo

fuiste tú, tú, la felicidad de mi vida.

(Traducción de Daniel Hübner)