EL AMOR

Me acerqué a ella; me estremecí, ella me cobijó bajo su abrigo y para sujetarlo me pasó la mano en torno al cuello. Dimos unos pasos bajo los árboles, en la oscuridad profunda. Algo brilló delante de nosotros, no tuve tiempo de retroceder y me aparté creyendo que chocábamos contra un tronco, pero el obstáculo se escabulló bajo nuestros pies: habíamos pisado en la luna. Acerqué su cabeza a la mía. Ella sonrió, yo me eché a llorar, vi que ella también lloraba. Entonces comprendimos que la luna lloraba y que su tristeza estaba al unísino que la nuestra. Los acentos desgarradores y dulces de su luz nos llegaban al corazón. La luna, como nosotros, lloraba, y, como a nosotros nos ocurre casi siempre, lloraba sin saber por qué, pero sintiéndolo tan profundamente que arrastraba en su dulce desesperación irresistible a los bosques, a los campos, al cielo que de nuevo se miraba en el mar, y a mi corazón que, por fin, veía claro en su corazón.

[Marcel Proust, Sonata claro de luna]

El amor es amistad prolongada, un lazo invisible que nos une para siempre con la persona amada. Amar es pasar a formar parte de quien es amado, una extensión de su eternidad que se prolonga hasta el final de los tiempos; llorar juntos hasta que las lágrimas sean una sola, mirar en la misma dirección cuando nos dirigimos al ocaso. Amar es estar ahí, y estar ahí eternamente.

El amor es el hilo de Ariadna que nunca se ha de romper.

LA AMISTAD

Cuando estamos tristes, es dulce acostarnos en el calor de nuestro lecho, y en él, suprimidos todo esfuerzo y toda resistencia, con la cabeza misma bajo las mantas, abandonarnos por completo, gimiendo, como las ramas bajo el viento de otoño. Pero hay un lecho mejor aún, lleno de olores divinos. Es nuestra dulce, nuestra profunda, nuestra impenetrable amistad. Cuando el lecho está triste y helado, acuesto en él, friolento, mi corazón. Enterrando hasta mi pensamiento en nuestra cálida ternura, sin percibir ya nada del exterior y sin querer ya defenderme, desarmado, pero, por milagro de nuestro cariño, inmediatamente fortificado, invencible, lloro por mi pena, y por mi alegría de tener una confianza donde encerrarla.

[Marcel Proust, Los placeres y los días]

Necesitamos lechos donde llorar tranquilos. Nos empeñamos en renunciar a las lágrimas, en arrinconarlas en lo más profundo del ser y sumergirnos en las aguas heladas de un océano que nos ha de devorar. Los griegos comprendieron que el llanto es un elemento más de la humanidad, como lo puede ser una carcajada, una mirada o un beso, e hicieron de ella un rasgo significativo de su mundo. La tragedia griega no sería tragedia sin viajes imposibles, amores prolongados hasta la eternidad y el llanto ante la pérdida y las ruinas de la amistad y el cariño mutilados. Pero nunca, jamás, el llanto es símbolo de derrota, de hecatombe, de hundimiento. El llanto es el final de un camino que abre el rasgo infinito del que ha de continuarse. Una inflexión en el camino, un hasta luego en la inmortalidad, un corte de pelo desesperado, un rito que ha de repetirse hasta el último suspiro. Comprender que la tristeza no es un mal ni un símbolo de derrota sino algo tan arraigado al ser y tan necesario como el primer paso del caminante al emprender de nuevo su propia senda, un gesto de valentía al que cruelmente hemos renunciado, es vital para no dejar de ser nosotros mismos y acabar destruidos, desde nuestro arraigo profundo, y condenados a vagar por la vida como sombras perseguidas por el sol del amanecer.

Llorar también es una forma de mirar hacia adelante. Dejen llorar tranquilo a quien lo necesite. Y arrópenle, pero no lo hagan para enterrar su sufrimiento, sino para calmarlo en la amistad y el amor, en la comprensión y en el sentimiento y la verdad. No cometan el error de secar las lágrimas de donde todavía brota la vida.