EL CAMINO DE LA AUSTERIDAD

Cuando el bueno de Tolstói promulgó su pensamiento sobre la relación entre felicidad y vida lo hizo con un sólo motivo: que a la humanidad le entrara algo de razón y comprensión acerca de adónde nos dirigimos. Por supuesto, el pesado, el cansino de León Tolstói escribió sus obras durante la segunda mitad del siglo XIX, así que llevaba una agradable ventaja frente a los librepensadores que tendrían que venir después.

Tolstói era un tipo de trinchera y eso me gusta. Quizás se ponía un poco pedante cuando se alargaba con alguna gran obra y la terciaba con un pequeño ensayo o con alguna disertación con ademanes de homilía de misa mayor para terminar de redundar lo redundado. Por ejemplo, al final de Guerra y paz, cuando escribe un muy interesante pero innecesario ensayo acerca de la guerra y el poder. O en Anna Karénina y la parte en la que a Kostia se le iluminan las ideas y llega a su casa, coge a su esposa Kitty y le suelta que acaba de descubrir el verdadero sentido de la felicidad: la vida sencilla.

Vale, León, te pasaste. Ya habían quedado claras todas estas ideas en las actitudes de los personajes del príncipe Andrei, Pierre y Kostia respectivamente en ambas novelas. Lo hiciste un poco mejor en Resurrección, pero aún así, lo que agita verdaderamente el alma, lo que provoca que cerremos el libro y nos dejemos llevar por lo que acabamos de leer son precisamente los hechos de la narración. Lo sabías muy bien, si no no se explica que hubieras escrito obras de arte como La felicidad conyugal, El cupón falso o la so called Hadjí Murat. Quizás el tiquismiquis sea yo y no tú, a pesar de que me encantan esos anexos en los que las cosas quedan bien claras. Para muchos, en ocasiones también para mí, son redundancias, pero pensado para un gran público, que difícilmente analiza cada idea sino que se traga las páginas en transversal, un pequeño ensayo al final del libro o una serie de escenas aparentemente innecesarias e incluso forzadas donde se explican las tesis meticulosamente tejidas en la narración es imprescindible para que por lo menos un trocito de la esencia de los libros logre quedar en la mente de cada lector. Es el precio a pagar entre escribir quinientas páginas de ensayo filosófico y narrar para dejar las cosas claras. En la virtud del término medio se encuentra la ficción que acaba con ensayo, que no termina de ser del todo ficción ni absolutamente ensayo, sino que son como los cuentos con moraleja que el viejo Tolstói les contaba a sus nietos.

Y más cercano al cuento hay un breve relato que apenas ocupa nueve páginas en pdf que se titula ¿Cuánta tierra necesita un hombre?, en el que la idea de la felicidad, la vida y su relación con la vida sencilla no está ensayada sino narrada a través de la actitud de Pajom. Pues bien, por si Tolstói no hubiera sido suficientemente explícito en el cuento, a pesar de haber dado la lata con capítulos teóricamente innecesarios para lectores que no sean chimpancés, después de haber escrito, divulgado y soltado discursos (entrevista incluida del gran Chéjov por en medio) hasta el final de su vida, parece que no ha quedado claro qué puñetas nos quería decir Tolstói a juzgar por artículos como el que accidentalmente me he encontrado en el número 92 de la revista Mente Sana que justifica en el breve cuento de Tolstói la redención de la torpe e ingenua ciudadanía en manos del adoctrinamiento de la austeridad. De hecho, el artículo comienza con las siguiente autoexplicación (auto porque parece que sea el firmante quien intenta convencerse a sí mismo más que convencer a los potenciales lectores). Las negritas son mías:

El camino de la austeridad, una actitud vital llena de dignidad y gozo. 

La austeridad, bien entendida, nos recuerda que podemos progresar continuamente, pero hacia adentro. Más que un fin, es un camino que haya sus recompensas en los goces y lujos más cotidianos y sencillos, alejados de la sobreabundancia material y de los deseos sin fin que caracterizan nuestra sociedad.

Vayamos por partes. Si buscamos austero en la web de la RAE, obtenemos los siguientes resultados:

austero, ra

(Del latín austerus y del griego αστηρς)

1. adj. Severo, rigurosamente ajustado a las normas de la moral.

2. adj. Sobrio, morigerado, sencillo, sin ninguna clase de alardes.

3. adj. Agrio, astringente y áspero al gusto.

4. adj. Retirado, mortificado y penitente.

Hay dos acepciones intercaladas: el significado tradicional, que generaliza la austeridad como la actitud propia del hombre sencillo, entendido sencillo en occidente como la persona que roza o supera la tacañería y la mezquindad; o el sentido de retirado, mortificado y penitente, o sea, la actitud del amargado, que lucha por limitar la vida de los demás porque es incapaz de vivir la suya propia. La austeridad, bien entendida, y sin necesidad de aclaraciones por parte de la RAE, es pobreza, limitación y actitud roñosa y desconsiderada, toda una recatada y fina apología de la espiritualidad y el progreso humano.  Ser austero no es un camino hacia la felicidad y el gozo, es el estancamiento de la humanidad en su propio lodazal ontológico, que incapaz de alcanzar la felicidad y conocerse a sí mismo decide fundamentarse en la avaricia para resarcirse sobre el mundo. Los austeros ni son humildes ni son sencillos, son pedantes avariciosos que encuentran su superioridad moral en la pobreza ajena. Un hombre sencillo, el hombre que defendía Tolstói, no buscará excusar los recursos sino que cada cual tenga lo justo y necesario en cada momento de su vida y acorde a su condición, sin promulgar el exceso ni la carencia. Un austero se vanagloria de ver hambre entre sus congéneres, mientras un hombre sencillo sólo deseará la felicidad del mundo antes que la suya propia. Concluyendo, que es gerundio: la austeridad es justo la actitud inversa a la defendida por León Tolstói.

Y aquí se abre otro asunto que me preocupa: las ideologías, como toda postura falsa y alejada de la realidad, necesita basarse en doctrinas de pensamiento que o bien se correspondan por falsedad con sus intereses o, en caso extremo, puedan ser malinterpretadas, manipuladas y readaptadas para sus propósitos. Todas las grandes ideologías han buscando una base intelectual como argumento de impunidad moral ante su barbarie. Es la manera que tienen de adentrarse en la cultura y crear un argumento de valor sobre su idiosincrasia y sobre la masa que tienen que someter.

Tolstói no es el único al que se le toman las ideas a la bartola. Un caso típico de pensador transvalorado es Friedrich Nietzsche, un tipo presuntamente majo con el que se podían tomar unas cañas aunque deseara un holocausto nuclear, si hubiera llegado a conocer la existencia de la bomba atómica. En su obra El Anticristo, por ejemplo, separa las enseñanzas de Jesús del discutible proceder de la Iglesia, postura no sólo acertada sino verdadera. Así habló Zaratrustra es una apología del dolor personal ante un mundo humano degradado que reniega de Dios y del significado de Dios, al que ha apartado de su espíritu y cuya presencia y existencia toma en vano justificando en él los crímenes de la sociedad. Nietzsche, que ironizaba contra antisemitas como su amigo Richard Wagner o su cuñado, es ahora el símbolo y el fundamento de ideologías extremistas. Parecido, aunque menos tergiversado, el caso de Karl Marx y el truhán de Engels, dos burgueses fiesteros y desenfrenados que tampoco se tomaban muy en serio aquello de la dictadura del proletariado.

Ahora parece ser que se quiere emplumar a Tolstói el fundamentalismo de la dictadura de la austeridad. Si estamos desprotegidos y están adulterando la verdad y nuestras palabras, y están golpeándonos destruyendo nuestras vidas, leamos a Tolstói y a Saint-Exupéry. Dejemos de leer la sección de política de los periódicos, apaguemos la tele, dejemos a Rajoy hablando sobre sus intrascendencias. Que legislen, que muevan ficha, que censuren. Defendamos nuestra vida, la vida sencilla de la felicidad y el presente de nuestros sueños, construyámoslos, ayudemos con nuestras manos, no dejemos a nadie desamparado, transformemos nuestro entorno y cambiemos para siempre el devenir del mundo. Sin rencores, ni pataletas, ni dictaduras ni golpes de decreto. Todo está en nuestras manos. Conocer la verdad, también. Vayamos a coger las ciruelas que nos ofrece la vida antes que se acabe el verano y la nieve vuelva a cubrirlo todo un invierno más.

PEQUEÑAS COSAS SIN IMPORTANCIA

No lo digo yo, lo dice Cecilia a través de la voz de la estupendísima Eva Amaral:

Nada de mi, nada de ti
una brisa sin aire soy yo
nada de nadie.

Si algo sabía la dulce Cecilia es que la vida se construye de pequeños detalles que apenas somos capaces de percibir. Porque nosotros nos centramos en las cosas grandotas o, más bien, en las urgentes, en sobrevivir en una sociedad selvática de la mejor manera posible sin sucumbir en el intento. A veces no cuenta la derrota, sino la consecuencia que pueda conllevar. Es sencillo acabar perdonándose uno mismo cuando ha realizado todos los esfuerzos que podía llegar a realidad, pero es casi imposible hacerlo si el dolor apaga los ojos de las personas a quienes amas. Por eso, en esta mundana vida moderna, donde la existencia ha sido denostada hasta el último escalafón del oportunismo, y el tiempo vital de las personas es exprimido para el fútil beneficio ajeno, es casi imposible fijar la atención en las pequeñas cosas.

Claro está que fijarse en los detalles es comprenderlos, y comprender su esencia y fundamento es sentir el espíritu del mundo en nosotros. Ya no son tiempos para filósofos ni artistas que tratan de abrir los ojos a la humanidad. Ahora únicamente sirve la producción, el capital humano convertido en materia prima para la transformación del irracional e intangible capital monetario. Ahora no mandan las letras, sino los números. La democracia es su dictadura. Si se tuviera en cuenta nuestra realidad humana no se aplicaría un modelo laboral que nos somete como seres, sino una actividad que nos complemente y nos libere, capaz de llenarnos como personas y satisfacernos en nuestras ansias por vivir.

Porque sí, tenemos ansias por vivir. Hasta quienes niegan tenerlas desean vivir. Deseamos abrazar cada burbuja de espuma de mar y dejarnos transportar en cada bocanada de aire que nos regala la vida. Queremos sentirnos y amarnos, y sentir y amar a todo lo que nos rodea; devorar la incertidumbre y escupir sobre la racionalidad de los malditos números que nos extorsionan con la rotundidad de sus cifras mientras esclavizan nuestra existencia. Las matemáticas son sólo un intento banal por controlar a la vida y a las personas, incapaces de descubrir el sentido de la realidad que nos rodea. Nuestra sociedad plantea la eterna voluntad de poder donde todo es consumido en el delirante deseo de alcanzar sucesiones irrealizables de infinitas metas que devoran el tiempo del mundo. La existencia está hecha para contemplarla y recorrerla a nuestro ritmo vital. Nuestro destino es y siempre será nuestro camino, y por ello nuestra felicidad se encuentra en los pequeños detalles que constituyen el trayecto de nuestras vidas.

No somos nada de nada. Tan sólo un suspiro en cada amanecer. Pero lo que somos es necesario defenderlo. Somos personas, somos pequeñas gotas de lluvia desprendiéndose sobre el viento y la hierba. Queremos entregarnos a cada caricia y beso, a cada paseo por la playa y que el viento de nuestra imaginación nos meza en el eterno amanecer de nuestra alma, antes que hayamos recorrido nuestro camino y nuestros recuerdos se transformen en semillas cultivadas en nuestros sueños para que germinen en los corazones del mañana.

Vivir es girar frenéticamente en nuestro avanzar, detenernos y sentarnos en la linde de nuestros pasos para habitar la palabra del mundo hasta fundirnos en las entrañas del tiempo y de la vida.

SUEÑOS

¿En qué momento hemos tirado la toalla ante la sensación de incertidumbre y el miedo a no avanzar en la dirección correcta? La filosofía nos enseña que, aunque nos confundamos de sendero y nos perdamos en la oscuridad de nuestros corazones, siempre podemos volver a comenzar de nuevo y emprender la búsqueda del camino, porque nosotros somos la brújula que nos llevará hasta la verdad.

Soñar es recuperar la vida y levantar la vista para construirla.

Es un fragmento de mi nueva colaboración en Andalán, El espíritu del sueño , que ha salido hace poco. Pueden leerla pinchando sobre el título.

LA AMISTAD

Cuando estamos tristes, es dulce acostarnos en el calor de nuestro lecho, y en él, suprimidos todo esfuerzo y toda resistencia, con la cabeza misma bajo las mantas, abandonarnos por completo, gimiendo, como las ramas bajo el viento de otoño. Pero hay un lecho mejor aún, lleno de olores divinos. Es nuestra dulce, nuestra profunda, nuestra impenetrable amistad. Cuando el lecho está triste y helado, acuesto en él, friolento, mi corazón. Enterrando hasta mi pensamiento en nuestra cálida ternura, sin percibir ya nada del exterior y sin querer ya defenderme, desarmado, pero, por milagro de nuestro cariño, inmediatamente fortificado, invencible, lloro por mi pena, y por mi alegría de tener una confianza donde encerrarla.

[Marcel Proust, Los placeres y los días]

Necesitamos lechos donde llorar tranquilos. Nos empeñamos en renunciar a las lágrimas, en arrinconarlas en lo más profundo del ser y sumergirnos en las aguas heladas de un océano que nos ha de devorar. Los griegos comprendieron que el llanto es un elemento más de la humanidad, como lo puede ser una carcajada, una mirada o un beso, e hicieron de ella un rasgo significativo de su mundo. La tragedia griega no sería tragedia sin viajes imposibles, amores prolongados hasta la eternidad y el llanto ante la pérdida y las ruinas de la amistad y el cariño mutilados. Pero nunca, jamás, el llanto es símbolo de derrota, de hecatombe, de hundimiento. El llanto es el final de un camino que abre el rasgo infinito del que ha de continuarse. Una inflexión en el camino, un hasta luego en la inmortalidad, un corte de pelo desesperado, un rito que ha de repetirse hasta el último suspiro. Comprender que la tristeza no es un mal ni un símbolo de derrota sino algo tan arraigado al ser y tan necesario como el primer paso del caminante al emprender de nuevo su propia senda, un gesto de valentía al que cruelmente hemos renunciado, es vital para no dejar de ser nosotros mismos y acabar destruidos, desde nuestro arraigo profundo, y condenados a vagar por la vida como sombras perseguidas por el sol del amanecer.

Llorar también es una forma de mirar hacia adelante. Dejen llorar tranquilo a quien lo necesite. Y arrópenle, pero no lo hagan para enterrar su sufrimiento, sino para calmarlo en la amistad y el amor, en la comprensión y en el sentimiento y la verdad. No cometan el error de secar las lágrimas de donde todavía brota la vida.

LA FIEBRE DEL TRAJE

Una vez escribí, hace tanto que ya casi ni me acuerdo, un artículo en mi anterior garito bloguero que versaba sobre un cambio fundamental y no necesariamente positivo en la política y sociedad actuales. Siguiendo ese celebérrimo patrón histórico que bautiza a buena parte de los políticos españoles del siglo XIX como “político-militares”, por ser miembros castrenses que creyéndose salvadores de la nación emprenden su carrera política a base de pronunciamientos y golpes de Estado; yo hice lo propio nombrando a los nuestros, los del XXI, “político-moralistas”.

La mayoría de los políticos actuales parecen caricaturas nietzscheanas que auténticos defensores del Bien y la Verdad. Se creen, al igual que se creían sus tocayos de otrora salvadores de las formas hispanas, salvadores de la moralidad que interesa defender para los tiempos que corren. Una especie de ejército mesiánico dispuesto a adoctrinar, vara en mano (o código penal en mano), según su visión relativista, zafia y no precisamente muy veraz a la descarriada muchedumbre que no sabe hacer la “o” con un canuto. Esto último se da por descontado. Llegan, juzgan según la versión social que hoy se acepta e independientemente de que lo que prediquen sea bueno o dañino en realidad, y sin más titubeos, se pronuncian y pronuncian nuevas normas, fútiles y ridículas, que no solo no frenan el problema que pudiera existir, sino que además generan más caos y oposición.

Al tanto de todo esto, se quejaba el otro día un diario gratuito de que nuestros libros de preceptos andan sobrecargados de leyes y que esto se parece más a una dictadura que al montaje democrático al que estamos acostumbrados. Algunas de las normas que denunciaban animaban a coger la maleta y nacionalizarse francés, como han hecho otros muchos antes de nosotros y no precisamente por no poder comer en este país. Casi todas las ridiculeces posibles que puedan imaginar las legislan, o lo que narices sea, ayuntamientos y diputaciones de todos los rincones de la ibérica península, sin exceptuar prado virgen o municipio ácrata. Abunda la chulería en esta nación de chulos históricos y más hoy en día, que con la excusa de una supuesta sociedad mejor se convence a la actualmente más plebe que nunca para que respalden horrores inimaginables.

El asunto es que no solo queda dificultado pensar (lo que ya es una desgracia) y poder decir sin la inquisición de los demás lo que uno va conociendo, sino que además debemos pensar todos igual y hacer caso a la horda política que ahora parece ser nuestra nueva guía moral, o lo que sea que prediquen. Los discursos, obviamente despojados de toda intención justa y “moral”, y puestos en función del interés de quienes los recitan,  pretenden reforzar, como digo, esa visión genuinamente falsa y alejada de la verdad que quiere la sociedad que aceptemos y acojamos. Esto en un principio no parece demasiado problema por aquello de que se limita al discurso momentáneo o al anuncio de treinta y cinco segundos correspondiente emitido en hora punta y que, por lo general, representa una realidad tan forzada y artificial que apenas se la cree nadie tan cual viene de fábrica. El mal, sin embargo, comienza cuando esa falta de pensamiento y de veracidad intoxica las vías de expresión cultural.

Sergio del Molino explica muy bien en un artículo publicado recientemente esa contaminación pueril y destructiva en un ámbito tan sagrado como la literatura, que tanto ha ayudado a la humanidad a comprender y a mirar más allá de lo concebido en cada momento de la Historia. Solo hace falta leer las tragedias griegas, donde casi siempre el héroe justo se enfrenta a la sociedad injusta y cainita; el Cantar del Mío Cid, el Quijote o “Hadjí Murat”, de Tolstoi, para comprender de lo que se habla.

La literatura, la auténtica literatura, no puede estar desprovista de un sentido, al igual que nada de lo que existe está desprovisto de él. Si revisan cualquiera de las obras principales de la literatura universal podrán comprobar que cuando se terminan de leer nos ha quedado un mensaje más o menos claro. Las novelas de hoy en día, todas, también lo tienen. La diferencia entre la literatura que es literatura y la que solo es una aberración que nos viene a decir lo que queremos oir (o lo que quieren que oigamos) es la manera en que el autor pone en manifiesto la tesis en su texto. En nuestros días, tiempos demasiado lucrados para el explendor de una gran masa de geniales escritores, no se suelen escribir novelas, sino cuentos adaptados de los hermanos Grimm a la vida moderna. Se parte de una tesis, que generalmente es la aceptada por esta hipócrita sociedad, y se configura la novela de forma que constantemente se exprese la idea de esa tesis, en cada marco, en cada personaje, en cada beso, disparo o escena de cama. El resultado es una novela que haría llorar a la horda del nuevo moralismo del interés pero que es un auténtico bodrio intragable. Toda esa secuencia de escenas forzadas configuran unos personajes difíciles de creer y de sentir porque es también dificil que existan o que pudieran existir, y en su conjunto, la novela, que supuestamente habla de realidad, es un mundo amorfo, desfigurado y alejado de la verdad que existe. Además de que esa reiteración, mejor o peor encubierta por la trama, termina por agotar la paciencia y el conocimiento del lector, que sale hasta las narices de la cosa en papel que se ha comprado. Ganarán premios y se recibirán subvenciones, pero nunca podrán ser recordadas porque no han hecho ver nada ni han ayudado a solucionar nada. Son homilías largas que el lector escucha y cuando termina el libro, olvida y sigue son su vida diaria.

En la auténtica literatura, por contra, se llega a la tesis. Sí, los miedos y complejos que abundan hoy. Se parte de la realidad, con unos personajes inventados pero que resultan absolutamente veraces, y se avanza en ella hasta que la novela se acaba. El escritor no pretende sobrecargar el texto con un mensaje para el lector, sino que el mensaje suele ir implícito en la trama. Esta literatura es la que atrapa, la que introduce al lector como un elemento más de la narración, que es quien comprende lo que sucede, y lo hace cómplice de una realidad que podrá comparar según vaya acumulando vivencias. Aquí no se le trata de inculcar nada al lector, no lo trata como un niño o un ciudadano al que convencer ante las próximas primarias, sino de harcerle comprender, a lo sumo, la situación real descrita en la obra. Por supuesto, relatar la realidad implica no limitarla a una visión del mundo determinada. Aquí pueden salir cosas que no nos gusten o que nos inquieten y nos hagan replantearnos la realidad. Ésta es la auténtica magia de la literatura y lo que hace grande a un libro. Cuando el propio escritor (y, por supuesto, el lector), según van redescubriendo esa realidad plasmada a través de las letras que componen la novela, se ve obligado a parar y reflexionar para intentar conocer qué es lo que se está retratando, se está comprendiendo y conociendo, se está llegado al verdadero objeto de la literatura.

La literatura siempre ha sido un vehículo para sentir y para conocer, en definitiva. Para ayudar comprender, que es lo que hace avanzar a la humanidad, por encima de leyes y discursos banales que solo consiguen atemorizar un día para decaer en el caos el siguiente. Una literatura que hace “ver” se recuerda, porque ha ayudado a reflexionar al ser, ha dejado “poso” en él. Esa grandeza es la que hace que el escritor y su obra pasen a la posteridad y siglos después de su publicación sea leída y releída con total devoción.

El mal que azota de lleno a buena parte de la narrativa también está corrompiendo otros géneros. Por ejemplo, el de la poesía, donde apenas se hacen versos que hablen sobre la auténtica vida y realidad y no la farsa que nos venden, llena de materialismo, inexistencia y sexo. O el del ensayo, que viene a ser una retórica moderna que se refunda en el discurso político y en las convenciones que todos conocemos aunque sea por el bombardeo mediático al que estamos sometidos, sin aportar nada nuevo ni nada real.

Las llamadas “artes escénicas” tampoco se libran de la lacra. Ya no aparecen obras de teatro que abran la mente de sus espectadores. Parece que hemos vuelto a la arcaica y despótica época de los divos donde solo se hacen obras que agraden al público a la vez que lo hipnoticen. El cine, que debería recoger el testigo del teatro crítico, se ha convertido en un fiel servidor de la sociedad que lo mantiene. La literatura y el cine tienen en común que en ambas muestran a un receptor una realidad que tiene que comprender. El cine se degrada, al igual que la literatura, cuando se convierte en un instrumento hipnótico y reiterativo, pesado y hasta aberrante. Una película que adapta la supuesta realidad que pretende transmitir a una visión del mundo determinada pasa de ser cine a ser bodrio en imágenes. Podrían transmitir el mismo mensaje sin forzar la trama, sin hacerla inviable y sin acelerar o situar en el absurdo el filme entero. Pero para eso, hay que ser osado, despojarse del miedo a encontrar algo diferente a lo que se pretendía mostrar y acarrear las consecuencias de ellos. Y a este mundo apenas le quedan juanes sin miedo.

Con la filosofía, si me apuran, pasa exactamente ibídem. La que debería ayudar a conocer y comprender a la humanidad entera se limita cada vez con mayor brío y osadía a beber de los grandes filósofos antiguos, a elegir y creer la teoría que más gusta cada uno y a ponerla en función de la visión de hoy. Poco más que esto. El problema es que eso no es conocer ni buscar la verdad, por lo que una filosofía que se aleja del amor al conocimiento deja de ser precisamente ésto, filosofía. Las ciencias también se han dogmatizado y también se reorientan en torno a doctrinas no necesariamente ciertas pero que son asumidas y difundidas como tales.

Precisamente Sergio, en un artículo anterior hablaba del estancamiento de las ciencias y de que apenas pueden resurgir grandes investigadores porque el propia comunidad científica le podría trabas y negaría sus trabajos y conclusiones por el simple hecho de no palmotear la versión aceptan y defienden.

La falta de reflexión, que a la postre es la falta de pensamiento lleva a todo esto. Hemos estudiado, casi todos sabemos leer y escribir, pero a cambio de esto se nos está impidiendo pensar aturdiéndonos con tanta tontería e idiotez social. ¿Para qué sirve ser “más inteligentes que antaño”, como lo define Sergio, si apenas se piensa? ¿Para qué narices sirve todo este paripé si no somos capaces de discernir la realidad y nos quedamos en la versión falsa que le interesa hacer creer a unos poquitos?

Para estancarnos en la idiotez mutua y asentarnos en una sociedad cada vez peor.

Político-moralistas

Hace doscientos años, una nueva élite de personajes políticos consiguió virar el panorama social de la época hasta latitudes insospechadas, tanto que hoy la Historia no se explica sin su presencia y sus acciones rocambolescas. Estos personajes, hombres uniformados, casi siempre con galones, símbolos de honrosas batallas; rodeados de camarilla castrense y eufóricos amantes de la doctrina militar, eran considerados gente de bien. Respetada. Incluso auténticos mesías. Eran, como no podía ser de otra forma, lo que los historiadores contemporáneos harían bien de llamar “político-militares”. Militares casi de cuna, de una España -y si se me apura, Europa- cainita y amoral donde cada cual buscaba su trocito diminuto de pan donde podía. Casi como ocurre ahora. Algunos eran descendientes de nobles, o de candidatos a la nobleza, procedentes de una burguesía apenas en expansión que había acaparado por aquellos días el absoluto control y palmoteo dorsal del país de la piel de toro. Pero eran los menos. Los más, pequeños burgueses o simplemente hijos de obreros y campesinos con algún posible remendado a base de dolor, miedo y esperanza, eran la luz de la prosperidad de sus familiares, que ansiosos de salir del pozo de la miseria o de conseguir escalar en el escalafón social semiestamental del siglo XIX habían lanzado a sus vástagos varones a la guerra, al cóctel de la muerte, al servicio del país.
Por eso, cuando el panorama emprendió su cambio y el soldado era un aliado más en revoluciones y dispensas cada vez que un político no terminaba de cuajar en los intereses de los distintos estamentos sociales un militar, de cierto rango y con disposición revolucionaria se alzaba, convencido de su misión existencial de salvar a España de todos sus males presentes y futuros, en un pronunciamiento que en la gran mayoría de las veces quedaba resuelto en alguna pena de muerte para el pronunciado y algún castigo ejemplar para sus cómplices, igualmente sufridos “mesías” de un país del que ahora podían aprovecharse para resurgir socialmente.

Tras doscientos años de anécdotas históricas, estudios de cátedra e intentos, en ocasiones infructuosos de comprender qué pretendían realmente a lo largo de sus gobiernos estos misteriosos dandis del tintero y el fusil, en otra época de cambio, no político pero sí conceptual ha comenzado a resurgir lo propio y una nueva casta política acecha al mundo, y en concreto a España, cuya pretensión única es la de imponer sus convicciones e ideas sintiéndose deudores morales de un país o unos países de los que proceden y de los que sienten la cuna.
Me refiero a todos aquellos hombres y mujeres, civiles, gracias a Dios, que leídos de sonatas legales y educados en el relativismo moral y en la supuesta, pero falsa, omnipotencia de las leyes aprobadas y aceptadas por consenso centran su política en una constante legislación moralista con la que conducir al “descarriado” pueblo vástago hacia la “luz” de la verdad moral, evitándole el enfrentamiento a lo considerado negativo o despreciable y centrándolo por el bien común en un mundo puro, moral, dirigido por leyes e intereses y, sobre todo, protector de los actuales esquemas sociales, tan alegremente aceptados por convención por tales personajes de vida política.

Me refiero, no se equivoquen ni malinterpreten, a lo que he considerado conveniente bautizar como “político-moralistas”.

Afortunadamente, y digo afortunadamente porque jamás una ley podrá dictar sentencia a la realidad de la que debe partir lo que comúnmente se llama “moral”, no todos los políticos pertenecen a este rango, al igual que hace doscientos años tampoco todos los presidentes de gobierno se podían enmarcar en el concepto de político-militar.
Ahora, más que nunca, puedo decir que se impone el relativismo sofístico, mero guardián de lo que verdaderamente se esconde tras su espantosa sombra: la configuración de un mundo acorde a los intereses y a la visión del mismo de un puñado de personajes. O quizás de la gran mayoría de la sociedad, convencionalizada e incapaz de discernir reflexivamente con un poco de garbo y audacia. Es posible que algunos de estos personajes estén convencidos de que lo que hacen lo hacen por beneficio común. No lo niego. Mas eso no ampara el positivismo de sus actos ni su correcta aplicación e intención.
También es posible que uno de los principales motivos que han degenerado en esta situación sea la propia y necesaria instauración de una política que se preocupa por el pueblo, que le da voz y con mayores honores, voto. Lo cierto es que será un popurrí de causas, cognoscibles sin demasiado esfuerzo por cualquiera de nosotros lo que ha llevado a que la política acabe en una censura moralista y el ciudadano, en un estado de conformismo y dependencia verdaderamente alarmantes.
Si no, ¿cómo explicar que no solamente en España, sino en toda Europa se pretenda meter mano anacrónica a grandes obras universales y a textos literarios leídos por cientos de generaciones anteriores, que son la base de nuestra actual concepción del mundo? ¿Qué sentido tiene atreverse a minar el significado del cuento infantil en nombre de “machismos”, “feminismos”, “violencias” inexplicables y “sobreproteccionismos”, sobre todo de proteccionismo? ¿O la modificación inexplicable del lenguaje? ¿O la estrambótica mezcla términos dispares como la igualdad y el ecologismo?

Todas esas ideas, todos esos intentos descabellados que derivan ilógicamente en leyes y tratados amparados bajo el abstracto paraguas de lo políticamente correcto, cuyo rango de actuación es la persecución del detractor y cuya única explicación viene definida en todos los casos por el concepto de delito, no tienen otra intención que la de generar una sociedad acorde a los principios e ideas de quienes gobiernan el Estado al que dicha sociedad pertenece. Y, vuelvo a repetir, ni dudo de la buena intención de alguno de los aludidos ni del acierto de sus tesis reformistas. De lo que sí que discrepo es de la aplicación legal para intentar consolidar a la fuerza unas percepciones de la realidad que no tienen porqué ser compartidas por aquellas personas a las que se dirigen, eso sin tener en cuenta de que tales tesis se correspondan verdaderamente con la realidad y no hagan más que empeorar la situación.

No sé si se habrán dado cuenta de que esa dependencia e inaceptable justificación de la realidad y los hechos reales en la legalidad nos está desvirtuando tanto como seres humanos y cognoscitivos como en nuestra correspondencia con la mencionada realidad. Lo primero a causa de la dependencia a la legalidad, al consenso y a la sociedad a la que se le comienza a entronizar y a rendir un descarado culto. Los seres humanos no somos animalillos autómatas, no necesitamos autoridad. Necesitamos comprender, conocer, porque ésa es nuestra naturaleza. Sobre todo discernir sintiéndonos lo que somos. Necesitamos dar un paso y estar seguros de ello por nosotros mismos, por la correspondencia existente con la realidad que nos rodea, y no tener que pedir ingenuo permiso para llevarlo a cabo. Cuando existen violencias y daños ejercidos por gente gustosa de tales actividades no se debe a una naturaleza cainita, o a una educación desastrosa y violenta (aunque este apartado tendrá bastante que ver) o a un vacío legal: se trata de la visión que le ha sido transmitida a ese ser, se trata en esencia de las porquerías sociales permitidas por los mismos que pretender educar al mundo. Se corresponde con el rastrero interés, apoyado sobre el fantasma del dinero, que en su exceso trae los males tan gratamente aprobados por unos y por otros. Y claro, cuando esos males aplaudidos nos afectan a nosotros, por el mismo principio de doctrina interesado intentamos poner remedio, empleando si hace falta la violencia por todos los medios.
Lo que está claro es que la ley no determina en absoluto la conducta humana. ¿Acaso un tirano que reprime en sus necesidades a su gente bajo el peso del delito consigue, tras decenas de años de legislación abusiva, que esas personas se comporten de manera propia y natural tal y como pretende el tirano?

Los países árabes en revolución son una buena respuesta. Y aunque el tema del que estamos hablando dista bastante en hecho de los polémicos enfrentamientos del norte de África, conceptualmente hablando son temas similares. Que la ley cívica no determina la conducta humana es un hecho y que si no fuera por nuestra mentalidad interesada y cruel que ahora más que nunca profesamos no nos harían falta dictámenes ni decretos para poder comportarnos tal y como nos corresponde.
El problema añadido que observo en todo esto ni siquiera es la aplicación legal de los intentos de reforma moral que se están llevando a cabo. Lo peor es que se insta cada vez con más fuerza al sometimiento a la ley bajo el no discernimiento intelectual, es decir, que se insta al rechazo a la reflexión y a la aceptación de las convenciones de nuestra actual sociedad. Naturalmente, esta situación de dependencia, brazos cruzados, cientifismo exagerado y alejamiento de la realidad nos lleva a un estancamiento existencial donde las personas se sienten perdidas, ajenas a su propia realidad, dependientes y deudoras de una sociedad por cuya configuración, actualmente dañina, obliga a sus nuevos súbditos a cumplimentar sus exigencias.

Los seres humanos necesitamos pensar, existir. Un ser humano tiene que poder discernir, no entre relativismos, consensos y otras idioteces, sino según esa realidad que le rodea y a la que de forma natural pertenece, con la que se corresponde, en la que existe y con la que existe. Sobran, por tanto, tantos materialismos surrealistas, tanta imposición de lo políticamente correcto y tanta parafernalia de redomamiento sociocultural. La solución legal, siempre inquisitiva en términos moral-filosóficos y realistas es propia de aquellas personas que no saben cómo actuar ni qué hacer, que se sienten impotentes ante lo dañino, de haberlo; o que simplemente, en algunos casos -que haberlos los habrá-, lo hacen para sentirse superiores o poderosos ante sus coetáneos. La solución no recae en prohibir, sino en hacer comprender, en ser fieles analítica y reflexivamente a la realidad. En la claridad ante todo, dejando de lado demagogias y absurdas mezclas conceptuales que no tienen sentido alguno como tal.

Nos estamos atrofiando en nuestra propia humanidad y en nuestra impotencia solo acertamos a aplaudir según nuestros intereses ideológicos.

No se trata de ideología, ni de política, ni de una opinión más. Se trata de una realidad palpable a todos, tan evidente que es imposible apartar o tergiversar.
Estamos perdiendo la correspondencia con la realidad, cada vez nos estamos alejando más de ella y asentándonos en un artificial estado relativista.

No pretendo en absoluto acusar ni dictar doctrina de nada. Tan solo intento hacer llamada a la reflexión y al abandono de la infamia. Dejen las cosas como están, dejen que el ser humano sea ser humano y no fantoche de guiñol. Dejen a la realidad estar, traten los temas y póngales solución tal y como corresponde. No imponiendo, ni educando, sino haciendo ver, pensando, intentando comprender. Solo así la “justicia” se convertirá en Justicia y esos males que quieren evitar habrán quedado evitados.

No hace falta que malogren las obras literarias, ni los filmes, ni la cultura; no hace falta que para reequilibrar la visión apartada de la mujer malogren en su desesperación la del hombre; la única solución recae en actuar según la Verdad. Quizás así no hubiera tanta violencia, tanto sexismo (al concebir, algo que los político-moralistas no hacen, al hombre y la mujer como seres humanos y no cribándolos según sus órganos sexuales) y tanta imbecilidad en todos los rincones de esta sociedad.

Tan solo hace falta algo de cordura, tan solo un poquito de realidad y menos politiqueo y legislación. Y por supuesto, respeto, respeto por las obras ajenas, por la propia realidad y por las propias personas que distamos mucho de ser tontitos dependientes de cuatro árbitros de la moralidad. Bajen al mundo real, por favor. Ya está bien de sandeces. Es hora de progresar, pero no progresar tecnológicamente, sino como seres humanos que somos. Y no de imponer y de tergiversar y censurar.
Solo espero que algún día nos vaya mejor que lo está haciendo hoy. Porque de no ser así, estamos apañados. Pero del todo.