Político-moralistas

Hace doscientos años, una nueva élite de personajes políticos consiguió virar el panorama social de la época hasta latitudes insospechadas, tanto que hoy la Historia no se explica sin su presencia y sus acciones rocambolescas. Estos personajes, hombres uniformados, casi siempre con galones, símbolos de honrosas batallas; rodeados de camarilla castrense y eufóricos amantes de la doctrina militar, eran considerados gente de bien. Respetada. Incluso auténticos mesías. Eran, como no podía ser de otra forma, lo que los historiadores contemporáneos harían bien de llamar “político-militares”. Militares casi de cuna, de una España -y si se me apura, Europa- cainita y amoral donde cada cual buscaba su trocito diminuto de pan donde podía. Casi como ocurre ahora. Algunos eran descendientes de nobles, o de candidatos a la nobleza, procedentes de una burguesía apenas en expansión que había acaparado por aquellos días el absoluto control y palmoteo dorsal del país de la piel de toro. Pero eran los menos. Los más, pequeños burgueses o simplemente hijos de obreros y campesinos con algún posible remendado a base de dolor, miedo y esperanza, eran la luz de la prosperidad de sus familiares, que ansiosos de salir del pozo de la miseria o de conseguir escalar en el escalafón social semiestamental del siglo XIX habían lanzado a sus vástagos varones a la guerra, al cóctel de la muerte, al servicio del país.
Por eso, cuando el panorama emprendió su cambio y el soldado era un aliado más en revoluciones y dispensas cada vez que un político no terminaba de cuajar en los intereses de los distintos estamentos sociales un militar, de cierto rango y con disposición revolucionaria se alzaba, convencido de su misión existencial de salvar a España de todos sus males presentes y futuros, en un pronunciamiento que en la gran mayoría de las veces quedaba resuelto en alguna pena de muerte para el pronunciado y algún castigo ejemplar para sus cómplices, igualmente sufridos “mesías” de un país del que ahora podían aprovecharse para resurgir socialmente.

Tras doscientos años de anécdotas históricas, estudios de cátedra e intentos, en ocasiones infructuosos de comprender qué pretendían realmente a lo largo de sus gobiernos estos misteriosos dandis del tintero y el fusil, en otra época de cambio, no político pero sí conceptual ha comenzado a resurgir lo propio y una nueva casta política acecha al mundo, y en concreto a España, cuya pretensión única es la de imponer sus convicciones e ideas sintiéndose deudores morales de un país o unos países de los que proceden y de los que sienten la cuna.
Me refiero a todos aquellos hombres y mujeres, civiles, gracias a Dios, que leídos de sonatas legales y educados en el relativismo moral y en la supuesta, pero falsa, omnipotencia de las leyes aprobadas y aceptadas por consenso centran su política en una constante legislación moralista con la que conducir al “descarriado” pueblo vástago hacia la “luz” de la verdad moral, evitándole el enfrentamiento a lo considerado negativo o despreciable y centrándolo por el bien común en un mundo puro, moral, dirigido por leyes e intereses y, sobre todo, protector de los actuales esquemas sociales, tan alegremente aceptados por convención por tales personajes de vida política.

Me refiero, no se equivoquen ni malinterpreten, a lo que he considerado conveniente bautizar como “político-moralistas”.

Afortunadamente, y digo afortunadamente porque jamás una ley podrá dictar sentencia a la realidad de la que debe partir lo que comúnmente se llama “moral”, no todos los políticos pertenecen a este rango, al igual que hace doscientos años tampoco todos los presidentes de gobierno se podían enmarcar en el concepto de político-militar.
Ahora, más que nunca, puedo decir que se impone el relativismo sofístico, mero guardián de lo que verdaderamente se esconde tras su espantosa sombra: la configuración de un mundo acorde a los intereses y a la visión del mismo de un puñado de personajes. O quizás de la gran mayoría de la sociedad, convencionalizada e incapaz de discernir reflexivamente con un poco de garbo y audacia. Es posible que algunos de estos personajes estén convencidos de que lo que hacen lo hacen por beneficio común. No lo niego. Mas eso no ampara el positivismo de sus actos ni su correcta aplicación e intención.
También es posible que uno de los principales motivos que han degenerado en esta situación sea la propia y necesaria instauración de una política que se preocupa por el pueblo, que le da voz y con mayores honores, voto. Lo cierto es que será un popurrí de causas, cognoscibles sin demasiado esfuerzo por cualquiera de nosotros lo que ha llevado a que la política acabe en una censura moralista y el ciudadano, en un estado de conformismo y dependencia verdaderamente alarmantes.
Si no, ¿cómo explicar que no solamente en España, sino en toda Europa se pretenda meter mano anacrónica a grandes obras universales y a textos literarios leídos por cientos de generaciones anteriores, que son la base de nuestra actual concepción del mundo? ¿Qué sentido tiene atreverse a minar el significado del cuento infantil en nombre de “machismos”, “feminismos”, “violencias” inexplicables y “sobreproteccionismos”, sobre todo de proteccionismo? ¿O la modificación inexplicable del lenguaje? ¿O la estrambótica mezcla términos dispares como la igualdad y el ecologismo?

Todas esas ideas, todos esos intentos descabellados que derivan ilógicamente en leyes y tratados amparados bajo el abstracto paraguas de lo políticamente correcto, cuyo rango de actuación es la persecución del detractor y cuya única explicación viene definida en todos los casos por el concepto de delito, no tienen otra intención que la de generar una sociedad acorde a los principios e ideas de quienes gobiernan el Estado al que dicha sociedad pertenece. Y, vuelvo a repetir, ni dudo de la buena intención de alguno de los aludidos ni del acierto de sus tesis reformistas. De lo que sí que discrepo es de la aplicación legal para intentar consolidar a la fuerza unas percepciones de la realidad que no tienen porqué ser compartidas por aquellas personas a las que se dirigen, eso sin tener en cuenta de que tales tesis se correspondan verdaderamente con la realidad y no hagan más que empeorar la situación.

No sé si se habrán dado cuenta de que esa dependencia e inaceptable justificación de la realidad y los hechos reales en la legalidad nos está desvirtuando tanto como seres humanos y cognoscitivos como en nuestra correspondencia con la mencionada realidad. Lo primero a causa de la dependencia a la legalidad, al consenso y a la sociedad a la que se le comienza a entronizar y a rendir un descarado culto. Los seres humanos no somos animalillos autómatas, no necesitamos autoridad. Necesitamos comprender, conocer, porque ésa es nuestra naturaleza. Sobre todo discernir sintiéndonos lo que somos. Necesitamos dar un paso y estar seguros de ello por nosotros mismos, por la correspondencia existente con la realidad que nos rodea, y no tener que pedir ingenuo permiso para llevarlo a cabo. Cuando existen violencias y daños ejercidos por gente gustosa de tales actividades no se debe a una naturaleza cainita, o a una educación desastrosa y violenta (aunque este apartado tendrá bastante que ver) o a un vacío legal: se trata de la visión que le ha sido transmitida a ese ser, se trata en esencia de las porquerías sociales permitidas por los mismos que pretender educar al mundo. Se corresponde con el rastrero interés, apoyado sobre el fantasma del dinero, que en su exceso trae los males tan gratamente aprobados por unos y por otros. Y claro, cuando esos males aplaudidos nos afectan a nosotros, por el mismo principio de doctrina interesado intentamos poner remedio, empleando si hace falta la violencia por todos los medios.
Lo que está claro es que la ley no determina en absoluto la conducta humana. ¿Acaso un tirano que reprime en sus necesidades a su gente bajo el peso del delito consigue, tras decenas de años de legislación abusiva, que esas personas se comporten de manera propia y natural tal y como pretende el tirano?

Los países árabes en revolución son una buena respuesta. Y aunque el tema del que estamos hablando dista bastante en hecho de los polémicos enfrentamientos del norte de África, conceptualmente hablando son temas similares. Que la ley cívica no determina la conducta humana es un hecho y que si no fuera por nuestra mentalidad interesada y cruel que ahora más que nunca profesamos no nos harían falta dictámenes ni decretos para poder comportarnos tal y como nos corresponde.
El problema añadido que observo en todo esto ni siquiera es la aplicación legal de los intentos de reforma moral que se están llevando a cabo. Lo peor es que se insta cada vez con más fuerza al sometimiento a la ley bajo el no discernimiento intelectual, es decir, que se insta al rechazo a la reflexión y a la aceptación de las convenciones de nuestra actual sociedad. Naturalmente, esta situación de dependencia, brazos cruzados, cientifismo exagerado y alejamiento de la realidad nos lleva a un estancamiento existencial donde las personas se sienten perdidas, ajenas a su propia realidad, dependientes y deudoras de una sociedad por cuya configuración, actualmente dañina, obliga a sus nuevos súbditos a cumplimentar sus exigencias.

Los seres humanos necesitamos pensar, existir. Un ser humano tiene que poder discernir, no entre relativismos, consensos y otras idioteces, sino según esa realidad que le rodea y a la que de forma natural pertenece, con la que se corresponde, en la que existe y con la que existe. Sobran, por tanto, tantos materialismos surrealistas, tanta imposición de lo políticamente correcto y tanta parafernalia de redomamiento sociocultural. La solución legal, siempre inquisitiva en términos moral-filosóficos y realistas es propia de aquellas personas que no saben cómo actuar ni qué hacer, que se sienten impotentes ante lo dañino, de haberlo; o que simplemente, en algunos casos -que haberlos los habrá-, lo hacen para sentirse superiores o poderosos ante sus coetáneos. La solución no recae en prohibir, sino en hacer comprender, en ser fieles analítica y reflexivamente a la realidad. En la claridad ante todo, dejando de lado demagogias y absurdas mezclas conceptuales que no tienen sentido alguno como tal.

Nos estamos atrofiando en nuestra propia humanidad y en nuestra impotencia solo acertamos a aplaudir según nuestros intereses ideológicos.

No se trata de ideología, ni de política, ni de una opinión más. Se trata de una realidad palpable a todos, tan evidente que es imposible apartar o tergiversar.
Estamos perdiendo la correspondencia con la realidad, cada vez nos estamos alejando más de ella y asentándonos en un artificial estado relativista.

No pretendo en absoluto acusar ni dictar doctrina de nada. Tan solo intento hacer llamada a la reflexión y al abandono de la infamia. Dejen las cosas como están, dejen que el ser humano sea ser humano y no fantoche de guiñol. Dejen a la realidad estar, traten los temas y póngales solución tal y como corresponde. No imponiendo, ni educando, sino haciendo ver, pensando, intentando comprender. Solo así la “justicia” se convertirá en Justicia y esos males que quieren evitar habrán quedado evitados.

No hace falta que malogren las obras literarias, ni los filmes, ni la cultura; no hace falta que para reequilibrar la visión apartada de la mujer malogren en su desesperación la del hombre; la única solución recae en actuar según la Verdad. Quizás así no hubiera tanta violencia, tanto sexismo (al concebir, algo que los político-moralistas no hacen, al hombre y la mujer como seres humanos y no cribándolos según sus órganos sexuales) y tanta imbecilidad en todos los rincones de esta sociedad.

Tan solo hace falta algo de cordura, tan solo un poquito de realidad y menos politiqueo y legislación. Y por supuesto, respeto, respeto por las obras ajenas, por la propia realidad y por las propias personas que distamos mucho de ser tontitos dependientes de cuatro árbitros de la moralidad. Bajen al mundo real, por favor. Ya está bien de sandeces. Es hora de progresar, pero no progresar tecnológicamente, sino como seres humanos que somos. Y no de imponer y de tergiversar y censurar.
Solo espero que algún día nos vaya mejor que lo está haciendo hoy. Porque de no ser así, estamos apañados. Pero del todo.

Desvirtuando a Dios (y al mundo)

>En las películas americanas, donde la guerra más que una masacre ruinosa se presenta como un acto de hombría heroica donde todo soldado recuerda más a su madre patria -EEUU, of course– que a la propia madre que lo parió, la II Guerra Mundial ha sido un saco sin fondo que ha permitido, junto con el mítico Western, levantar el género bélico hollywoodiense hasta la cima del honor cinematográfico. ¿Quién no recuerda Salvar al soldado Ryan, por ejemplo? ¿O Resistencia, mucho más reciente y menos sagaz que la primera?
El cine americano nos presentó una Segunda Guerra Mundial quizás desvirtuada, con marcados rasgos de irrealidad donde Estados Unidos siempre es el salvador, frente a un enemigo siempre bestial e inhumano y unos aliados poco menos que cobardes y sin iniciativa guerrera alguna.
Dentro de ese espíritu redentor norteamericano que impregna el grueso de las películas de este género existe un matiz real, muchas veces subordinado a la mencionada intención ensalzadora, que muestra la violencia de una guerra sin precedentes que asoló el mundo de la época. Sin embargo, mientras la II Guerra Mundial es un filón para el negocio del celuloide, su homónima, la Gran Guerra, es toda una decepción para productores, directores y guionistas. Una guerra cruenta, sí, pero muy estática, sin gentuza extremista deseando aplastar al mundo, donde el interés era meramente colonial y donde los principales beligerantes mandan impunemente a sus soldados al eterno frente de trincheras mientras en las colonias se azota y se castiga a los indígenas que fueron invadidos años atrás por la ambición de un mísero puñado de soberanos. Y eso no vende, no ensalza, no agracia.
La Gran Guerra, donde millones de personas dejaron su vida en un sinsentido de los tantos que aparentemente presenta la vida no es quizás objeto de genialidades cinematográficas, pero sí que lo es de una gran crisis que casi cien años después seguimos padeciendo y a la que casi nadie quiere poner remedio, por el interés que supone, claro está. Me refiero a la desvirtuación de Dios, a su desprecio.

Cuando en 1918 se firma el tratado de Versalles, Europa entera está en reconstrucción, no solo física, sino también social, cultural y espiritual. Los grandes imperios son disgregados, las grandes religiones son rechazadas por su intromisión indigna en política. La sangre que riega las estepas hace recordar al mundo el olvidado carpe diem, que la vida es corta y que cualquier día un Tirano Banderas aparecerá y los aniquilará como a perros sarnosos. Así comenzó una carrera hacia lo material que, como digo, un siglo después nos está ahorcando y desvirtuando a nosotros mismos. Esta carrera afectó no solo al convencionalismo social y al cultural, sino a lo que es más peligroso, al terreno filosófico, donde los nuevos filósofos abrazaron la tendencia, uniéndose muchos de ellos a las vanguardias y a proyectos de pensamiento que parten no de la realidad en sí misma, sino en notables ocasiones de una imagen adaptada de esa misma realidad. La filosofía de la primera mitad de los años XX termina de asentar el golpe definitivo a la moral religiosa, la cual terminaría de perder toda credibilidad posible al significarse, en el caso del catolicismo, hacia la postura de las fuerzas del Eje durante la II Guerra Mundial.
Por otro lado la ciencia gana terreno a la filosofía, que es tristemente relegada a un papel secundario en el conocimiento. Obviamente, la ciencia que se encuentra limitada al conocimiento único de lo material impuso su orden y su yugo y comenzó a significarse como una especie de nueva “religión” que debe “guiar” los pasos de una abandonada humanidad.


La pregunta que sale a colación a partir de todo esto no podía ser más simple: ¿qué pinta Dios en todo este sarao meramente humano?


Evidentemente, nada. Los problemas que obligaron a abandonar a Dios fueron de inseguridad y de ramal político. La mortandad y la violencia de la guerra dejaron al descubierto que esos problemas son humanos, que las guerras no son de Dios, sino de los hombres. Que Dios, independientemente de que eche una mano deja hacer a las personas, respeta su voluntad. Ese despertar provocó un sentimiento de terror. La doctrina religiosa estaba en aquel entonces ligada exclusivamente al orden religioso que no parecía dar demasiadas esperanzas a los asustados fieles. Sabían -y saben- que Dios ayuda, pero en un intento de justificar su suprema presencia en la realidad terminaron por mantener la idea de que absolutamente todo es dirigido por la voluntad de Dios, anulando casi por completo la humana. Pero claro, la doctrina tradicional había quedado al descubierto. El ser humano tenía voluntad y ésta era respetada. Por otro lado existían -y existen, no crean- evidencias de la ayuda divina, inexplicables científicamente no en cuanto al proceso físico, sino al desencadenante del mismo. Esta inseguridad separó definitivamente religión de ciencia, filosofía y de la propia búsqueda de la otra realidad.


Hoy, el mundo se imbeciliza a pasos agigantados, fruto ya no de un materialismo consensuado ante la desgracia y el sentimiento de abandono, sino de una carencia de conocimiento que obliga a los nacidos a abrazar a la sociedad como a una gran madre que “exige” y a la que debe poco más que su propia existencia y presencia. La “madre sociedad” se asemeja más a un coliseo romano donde cada nuevo personaje es obligado a competir contra otros mientras todo perteneciente a ella tiene que seguir sus normas, sus dogmas y sus exigencias. A la sociedad solo le hacen falta altar y culto obligatorios para convertirse en una grotesca secta.
La ciencia, asentada ahora en su trono de directora exclusiva del conocimiento y regencia del mundo limita todo a lo material e incluso algunos científicos se atreven a imponer una especie de inquisición ante los fenómenos que delatan otro tipo de realidad que su método no controla en absoluto. El filósofo, tal y como un genetista -creo- afirmó en una entrevista en una conocida revista dominical es relegado a un papel de observador social, cómplice siempre de su funcionamiento, sin potestad en aquello que da pie a su presencia: el conocimiento de la realidad.
La religión es relegada igualmente a un papel complementario en la vida humana del siglo XXI, y la ética, que debería partir, como todo, de la realidad, amparada en decretos y libretos políticos consensuados e impuestos sobre el ciudadano de a pie. La falta de pensamiento está provocando que la imbecilidad domine tanto la vida cotidiana como la política. Me resulta increíble que ayer, por ejemplo, se hablara en un telediario de que “todo asesino, ladrón o delincuente debe “concienciarse” de que cuantas más veces repita tales acciones más dura será la pena”. ¿Y el daño que provoca en la realidad dónde queda? ¿En sus códigos y leyes, quizás? No me extraña que en nombre de la igualdad nazca el feminismo, que el ladrón aumente sus robos o que el lenguaje, por ejemplo, pueda ser modificado impunemente sin razón explícita alguna. Es la falta de conocimiento de la realidad. Todo se está basando en lo insustancial, en lo superfluo, en un mundo donde solo vale nuestro sistema de convivencia y donde no existe ni realidad ni Dios ni nada.
Así poco a poco nos vamos convirtiendo en imbéciles cómplices de nuestra propia imbecilidad, en fantoches que son incapaces de ver pudiéndolo hacer. Poco a poco la esencia de la realidad a la que pertenecemos se va perdiendo, en pro de nuestra irrealidad y la codicia e intereses que centramos en ella.


Un último ejemplo que acabo de leer esta mañana aunque fue publicado como curiosidad a finales del año pasado: una señora denunció el robo de muebles virtuales que había adquirido para equipar su casa virtual en una conocida red social tras invertir en ellos cien euros y haber sido “robados” por un hacker; y piden cinco años de cárcel para el ladrón.


¿Le sorprende? ¿No? Bienvenido al siglo XXI.

Desubvencionalizándose

>Hay veces en que tengo morriña de casi todo, incluido de esos tiempos antiguos que la demagogia encubierta de avance y progreso tachan de hipócritas, cainitas y aberrantes.
El mundo actual, como bien saben ustedes y como bien sabrán los ancianos del lugar no dista demasiado en mentalidad de aquel del que sobre todo desde la política tanto se tacha de incierto, procaz, revolucionario y caciquil, entre otras flores. Cada uno a su estilo y maneras ha adaptando tales incongruencias al paso del tiempo y a los nuevos cambios que se han ido produciendo en la humanidad y que han ido modificando a la sociedad. Por eso la sociedad de finales del siglo XIX y principios del XX, que es a la que me refiero no es ni mejor ni peor de lo que pueda ser ésta que soportamos y en la que nos movemos y hacemos nuestro día a día.
Uno de los rasgos que más admiro de las sociedades de principios del siglo XX es el cultural. Supongo que en esos tiempos también habría sus inconvenientes y sus problemas. Lo sé. Quizás éstos eran más perjudiciales que a los que hoy cualquier decidido cultureta se puede enfrentar, por la inexistencia de democracia, las ideologías multitudinarias dispuestas a declarar la guerra a todo lo que no sea como son ellos y la perra vida caciquil y explotadora que reinaba en lares españoles.
Sin embargo, lo que admiro del aspecto cultural de esas épocas es la entereza de quienes lo componían. De los intelectuales y culturetas que a punto estuvieron de cambiar la mentalidad rastrera que se profesaba (y, como digo, se sigue profesando en nuestros días), al menos, suavizarla un poco. Tengo en mente en estos momentos a Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), catedrático que, hiciera más o hiciera menos por el mundo novecentista configuró un nuevo sistema de enseñanza de corte filosófico-krausista, en ocasiones incluso al margen de las leyes, que serviría de base para una posterior red de instituciones de difusión y creación cultural que constituirían la red necesaria para que generaciones enteras de intelectuales pudieran dar rienda suelta a sus obras y estilos.
La ILE sirvió de trampolín para la gran mayoría de los coetáneos de la Generación del 98, comprometidos con la situación política y social en la que se encontraba España. Ahí tienen a Valle-Inclán con sus esperpentos y a Machado sufriendo por ese País de pandereta y cainita que en el fondo tanto amaba. Porque discrepancias aparte, quien sufre por la realidad, quien sufre por algo, es evidente que ama a ese algo. Más amantes de la realidad y de España los encontramos en la generación del 14 y en la del 27, sobre todo los de esta última, cuyo repertorio cultural se expandió con notable explendor a todos los aspectos que la cultura del momento podía ofrecer. Y son estas últimas generaciones las que más admiración despiertan en mi ser. Eran gente por lo general luchadora, a la vez sentimental; con ganas de cambio pero sin intención de ser manipulados impíamente. Tenían conciencia de que ellos llevaban la batuta que dirigiría el cambio de la mentalidad española en los próximos decenios, y lo hubieran logrado en mayor o menor medida de no entrar España en un sistema dictatorial que no apoyaban en absoluto. Pese a esa conciencia, ellos también sabían muy bien lo que eran y que por ser esa su misión tampoco eran ni más ni menos que ningún otro compatriota suyo. Sus composiciones literarias, sobre todo, aunque también en el resto de actividades culturales contribuyeron para que este país volviera a estar en la élite cultural mundial.
Ahora, setenta años después del exhilio y muerte de muchos de estos personajes lo único que les importa a las autoridades, en síntesis, es la apariencia y el nombre que puedan dar al país. Están más orgullosos de que el esfuerzo de esas personas fuera interpretado desde el exterior como un respetable avance cultural de la nación que de lo que quisieran expresar en sus composiciones y obras.
Por otro lado todo intelectual de aquellos tiempos poseía la suficiente independencia y a la vez sentimiento de unidad con el mundo como para no depender de un institucionalismo que, en el mejor de los casos hubiera prostituido sus obras. Valle-Inclán lo reflejó bien, aunque le costara una vida bohemia y extremadamente austera al no querer adaptar sus obras a las “exigencias” del público burgués de la época, que era quien podía costearse una butaca en el teatro.
Estos intelectuales estaban bien ligados, en mayor o menor medida a sus contemporáneos, de forma que no era difícil encontrarles reunidos en cafés y cafetines para entablar coloquios de todo tipo. Ésta era la magia de la difusión cultural e intelectual de la época que, por desgracia se ha perdido y dificilmente pueda ser recuperada algún día.
Estos personajes no dependían de que una institución, un ayuntamiento, el Ministerio o alguna entidad pública o privada del tipo que sea les subvencionara sus reuniones y sus coloquios, lo cual permitía una cierta abertura de los movimientos culturales a jóvenes intelectuales y a todo aquel que quisiera adentrarse en esos mundillos.
En la actualidad tenemos demasiado convencionalizado el problema del dinero. Quizás por ir demasiado ligado con el aberrante individualismo. La antigua y sólida red de amiguetes que internacionalmente conectaba a unos y otros intelectuales y pertenecientes al mundillo cultural se ha convertido, en su medida a causa de la frialdad de nuevas tecnologías del estilo de las redes sociales, en un mero listado de nombres donde cada persona marcha a su ritmo, sin apenas contacto recíproco con sus coetáneos y donde los pensamientos y las iniciativas de mejora y de reflexión y apoyo, en vez de sumarse, tienden a mermarse. El hecho de que cada cual no se sienta realmente miembro del mundo y de la humanidad que le rodea (no necesariamente de la sociedad) provoca que hagan falta notables ofertas e ingentes cantidades de dinero para atraer en conferencias y frías reuniones a los que, con acierto o sin él son considerados los nuevos culturetas del siglo XXI. En esas reuniones deben entrar en juego instituciones de todo tipo, lo que supone, en la mayoría de los casos, una politización del evento, una criba del tipo de intelectuales que se desea que participen en los encuentros en realación con los intereses de los patrocinadores y una frialdad para quienes participan en ellos que tiene más de pantomima que de verdadera reunión cultural, con todos mis respetos a quienes organizan esa clase de eventos.
En esta situación parece imposible que pueda existir cultura sin una exagerada inversión por parte de los gobiernos y de los depositores privados de la economía. Pero la cultura no depende intrínsecamente de elementos como el dinero, sino de quienes la generan y quienes la reciben. Para ello, si queremos construir un verdadero mundo más cultural habrá que dejar de depender en su justa medida del exceso de iniciativas extravagantes donde el único objetivo que se pretende lograr es la pose en las fotos que recogerá la prensa del día siguiente y la opinión pública que se genere de ello.
Los antiguos de principios del siglo XX sabían bien lo que se hacían, por las razones anteriormente expuestas y porque carecían de todo apoyo. Sabían que es en el diálogo y en el contacto directo, tú a tú, donde fluye la literatura, el cine, la música y la pintura, por ejemplo. Porque sabían que el motor de la humanidad no es lo material, ni el absurdo dinero, ni la apariencia, ni las pantimimas exageradas, ni la fama, por supuesto; sino el sentimiento, en sentirse a gusto por los demás, comprendido, abrazado, parte de un algo al que no sirves como una pieza mecanizada, tal y como nos pretenden transmitir en relación con la sociedad, sino como un elemento con identidad propia cuya misión es fundamental para el funcionamiento del todo. Ese sentimiento veraz es el que hacía difundir la cultura y hacer crecer a esos hombres no ante los demás y los intereses y convecionalismos sociales, sino en sí mismos y en lo que ellos deseaban progresar. En su propia vida.
Por ello quiero hacer llamada a un regreso a lo simple, a lo neto, a lo propio, a lo que realmente es y no a lo abultado, a lo tergiversado y a lo, en muchas ocasiones, mediocre.
Lo digo sobretodo no solo de cara a nuestros días y a los venideros, que es el objeto principal de estas líneas, sino también por los grandes proyectos y el lucro que rodea a la cultura, ya sea desde el punto de vista de la venta y distribución de las obras, por cualquiera de los frentes en disputa, como de la organización de macroproyectos de cara a las candidaturas a capital cultural que en estos momentos se disputan en España y en el resto de Europa. Olvídense de los conciertos multitudinarios, ni de las galerías improvisadas de obras de arte, ni de convertir la ciudad en un circo esperpéntico. Éso no es cultura. Éso no es nada. Cultura es fomentarla, no pastorearla según nuestros intereses. Para ello no tienen que ser directores de ninguna orquesta, solo dejar hacer. Ayudar, en todo caso. De cara a las candidaturas tienen dos opciones: o bien apuestan por los grandes proyectos, sombras falsas de una cultura que itinerantemente pasa las semanas o meses que dure la capitalidad por ella y luego se marcha, o bien apuestan por microproyectos donde la cultura pueda comenzar a nacer libremente una vez más arraigando en los corazones de una sociedad completamente interesada y caótica. Todos sabemos a lo que seguramente ustedes apostarán. Pesan demasiado los intereses. Por mi parte está todo dicho, culpa mía no será.
Quizás algún día consigamos aquellos que tenemos voluntad en llevarlo a cabo que lo que llaman cultura se desvincule de los pérfidos intereses en todo lo posible y retorne a un dinamismo más o menos cercano a quienes participan de ella. Ojalá así lo sea.

Industria, ¿de qué cultura?

>Hace unas semanitas volví a escuchar la misma cantinela que algún exégeta del sillón-ball cultural enunció en forma de premisa irrefutable al principio de todo este tinglado que se ha formado en torno a la “piratería” y la Ley Sinde: “a nadie se le escapa que para conseguir un producto cultural hace falta pagar algo”.

Supongo que los demás proclamarían vítores y aplausos a la genialidad del personaje o los personajes de turno. Y no digo yo que no tengan razón: en el sistema que durante siglos mantenemos, basado en el intercambio, es coherente entregar alguna cosilla a cambio de aquello que pretendemos. Evidentemente, el elemento intangible que usamos de manera universal para validar estos intercambios es el dinero.
Sin embargo, tras escuchar la celebérrima sentencia una duda existencial me asalta, como supongo que le sucederá a todo consumidor de obras culturales que se precie: ¿cuánto es para ellos pagar algo?

Sin lugar a dudas, el “algo” que algunos sectores predican con tanta efusividad y convición es bien desproporcionado. O al menos, así nos lo parece a la gran mayoría de receptores culturales.

La mal llamada “industria de la cultura” se está desmoronando. O eso es lo que nos venden. Durante años ha estado reinando un sistema de comercio con las obras culturales que poco a poco ha ido inflándose y, siguiendo la terminología bursátil, devaluándose. Explicado de otro modo: tanta fue la avaricia de la lechera en exprimir a la vaca que ahora esta se ha secado y ya no da tanta leche como se necesita. O como la lechera pretende. Y tras haber metido la pata hasta el fondo, solo le queda coger el garrote y sembrar el terror en la comarca para que todos le cedan la leche de sus vaquerías.
La “Industria cultural” nos es presentada como un elemento indispensable en el dinamismo social. Tanto es el grado de doctrina consumista inculcado en nuestras vidas que se llega a asociar la inexistencia de cultura sin industria que la enmarque. Así lo han hecho creer hasta la entrada del siglo XXI. Mientras la lechera podía seguir exprimiendo la vaca a un bajo coste de alimentación.
El sistema de transmisión cultural que hoy se lleva a cabo es una mutación del antiguo trato autor-editor que se estableció con la aparición de la imprenta, por lo que la “inaleable” industria cultural es relativamente joven. Nace entre los siglos XIX y XX, imponiendo su hegemonía a partir de la mitad de este último siglo. El editor, que de forma general se dedicaba en exclusiva a imprimir los textos por los que le pagaban decidió, con el auge de la demanda cultural nacida con el descenso del analfabetismo, ampliar sus servicios al autor hasta llegar al modelo que hoy se profesa, que no es otro que el de “deposite su obra en nuestras manos y nosotros le hacemos el trabajo sucio”. El “trabajo sucio” del autor siempre ha sido el de la distribución de sus obras. Al principio era él mismo el que recorría palacios, universidades y ciudades de todo el mundo para dar a conocer sus obras. Ahora, el autor se limita a crear. El resto se lo hacen los demás.
La editorial tiene que llevar a cabo una severa campaña publicitaria si lo que desea es obtener beneficio de la obra que va a divulgar. Porque el autor ni siquiera abona la impresión, tan solo le da a la tecla. En torno al fenómeno de la divulgación publicitaria han aparecido intermedarios que han sabido ver una fuente de ingresos en la propaganda. Y son a ellos a quienes recurren las editoriales. Si se ha editado un libro y se está divulgando, debe de haber gente interesada en su compra. Para facilitar esto nacen las librerías, dedicadas exclusivamente a la venta de ejemplares. Pero para transportar los ejemplares de la editorial al punto de venta hace falta un distribuidor. Éste también aparece, presto, a llevar a cabo su necesaria función de transporte a cambio de su participación en el pastel. Por supuesto, a los diferentes estados también les interesa su participación en la cadena industrial, hecho que lleva a cabo mediante el cobro de distintos cánones e impuestos. El negocio parece redondo si no fuera a causa de un detalle: el autor no paga nada. Si la relación de transmisión cultural se realiza entre autor y receptor, y el resto son meros intermedarios que trabajan en torno a dicha relación antediluviana, o paga el autor o lo hace el receptor. Y claro, el autor no está dispuesto a cargar con los intereses económicos de todos los intermedarios que le rodean a él y a su obra. De esta forma el autor pasa a ser parte secundaria del entramado de intermedarios, donde el único interés común es el logro de beneficios, y la única visión posible del receptor es la de un elemento casi insignificante que consume lo que las campañas publicitarias desean que consuman. Es decir: meros manipulados dispuestos a ser manipulados.
El precio final del producto, bien sea un libro, un disco, una película u otra obra de carácter cultural acaba por abultarse tanto como elementos prioritariamente innecesarios se entremezclan en la relación autor-receptor.

En los primeros años de nuestro recién comenzado siglo XXI, cuando Internet no había aún llegado a un elevado número de hogares, la esperpéntica industria cultural había llegado a eso, a su cúspide esperpéntica. Se planteaba con chulería la necesidad de pagar sesenta euracos por una película fuera de cartelera, más de veinte por un libro recién editado o más de treinta por el último disco de algún conocido cantante. Al igual que los precios de obras culturales ascendieron como la espuma, el nivel adquisitivo de los receptores no lo hizo, generándose una descompensación que culminó con la incorporación de los perseguidos ahora y siempre top-manta.
Esta relación descompensada, que en la ineptitud de los que imponen los precios y cánones no ha variado ni un ápice.

El negocio top-manta amenzó, en su día a una industria totalmente devaluada y desprestigiada. Demasiados comensales para tan pequeño puchero.
Ahora, cuando Internet es el rey del patio, todas las culpas se dirigen a la Red.
La Industria cultural se está enfrentando a su Sanbenito: la misma avaricia los lleva a su autodestrucción. Y ya han demostrado suficientemente hasta donde llega su capacidad para subsistir en una situación desfavorable para sus intereses. Son incapaces de autocriticarse con decencia y con visión reflexiva, dedicándose únicamente, como digo, a atacar al receptor y al entramado digital.

Quizás Internet esté haciendo daño, tanto a unos como a otros. A los autores, sobre todo.
Con el presente sistema editorial, un autor que dependa íntegramente de la venta de sus obras aún puede ir subsistiendo. Hablo, por supuesto, de los autores en general, sin casos excepcionales. Sergio nos habla en su post de un cobro de entre el 8 y el 10% de los beneficios obtenidos para el autor. Personalmente, esa proporción aún me parece abultada teniendo en cuenta que hay autores a los que sus editoriales les dan tan solo un 6 ó un 7 %.
Un 6 ó un 10 % no es mucho, desde luego, pero al menos es algo. Internet, en su sentido monopolista amenaza el pequeño tributo que recibe el autor.
Los grandes autores, esos que venden sus obras como churros pueden, en determinados casos, permitirse el lujo de que parte de sus obras sean distribuidas de forma gratuita, pues el elevado número de ejemplares vendidos compensa a los “pirateados”. Sin embargo, hay que reconocer que no sucede lo mismo con la gran mayoría de los autores que viven de sus obras culturales. Su volumen de ventas no es siempre precisamente bueno y una distribución masiva pirata de alguna de sus obras cumbres puede desbaratarle el anual volumen de ingresos precisado para subsistir un año más en este perro mundo. 

El autor, en general, no tiene la culpa, como se rumorea por ahí, de que sus obras sean vendidas a precios desproporcionados. El nefasto y abultado negocio que se ha llevado y se sigue llevando en torno a la cultura obliga, en muchas ocasiones por mera necesidad de subsistencia a que los propios autores, teniendo que elegir entre la parte ofecida por las editoriales y la nada propuesta por la Web a elegir la parte y a pelear por un notable aumento de los precios de venta (a mayor precio, mayores beneficios respecto a un mismo porcentaje).

Por otra parte, el mercado editorial se encuentra en estos momentos muy colapsado. Un gran número de obras compiten en los estantes de las librerías de todo el mundo por llamar la atención del receptor cultural, ahora convertido con hipocresía en un elemento más que cierra la cadena de la Industria cultural. Las editoriales deciden qué obras avalan y cuales desprecian y condenan al olvido, ya que el espíritu de transmisión cultural, que es el que mantiene y crea lo que realmente es la “cultura” ha sido reemplazado por el sucio y rastrero interés económico. Si piensan que a la prole una obra no le va a gustar, no se publica, porque no recibirán la cantidad de beneficios que pretenden conseguir. Aunque el mensaje que encierre esa obra marque un antes y un después en la humanidad.
Los autores que no consiguen abrirse camino por la vía editorial tradicional tienen dos opciones: o escribir a reglón de dogma social, es decir, prostituir su obra a los intereses de la sociedad; o mantener la integridad de su creación difundiéndola él mismo mediante las antiguas y las nuevas tecnologías, al más puro estilo de los escritores de la edad moderna.
Ésto último es lo que está ocurriendo gracias a la difusión de Internet. Se acabó la prostitución masiva de textos. El fenómeno blog, las autopublicaciones (el autor paga a una editorial para que imprima y éste se encarga de vender y distribuir las copias) y los ingeniosos fenómenos publicitarios vía Web son un buen ejemplo de ello. El problema es que el autor se encuentra solo ante un mundo interesado y cainita. La Industria cultural no apoyará, al menos de forma abierta y directa un sistema de distribución que de resultar efectivo podría desbancar definitivamente sus métodos de publicación. En Internet, el interés de un consumidor puñeteado por los abusos de unos y otros va a provocar que la obra sea difundida sin control alguno por el mundo. Y obviamente, los que pretenden “hederar” la tradicional industria cultural para adaptarla al método Web (también existen sectores de este tipo) pretenden una especie de esclavización de los autores en pro del beneficio de unos cuantos interesados. El autor, el que pretende subsistir de sus creaciones (al menos en el plano literario) o consigue que le avale un gran número de seguidores o tiene que pasar por la piedra de los intereses de uno y otro sistema.

El colofón a todo este asunto es, por un lado, la absurda guerra entre sectores de Internet y sectores industriales y, por el otro, el intento de puesta en marcha por parte de los industriales de llevar a cabo una distribución de obras usando Internet. Paradójicamente los que se enfrentan en una guerra inexistente también intentan amoldarse a los métodos de sus enemigos. La llegada de los E-books es un magnífico ejemplo.
¿Es normal que se llegue a pagar en torno a veinte euros por un libro recién editado, en papel, manejable, que permite escribir en sus márgenes y desgastar sus hojas, que tiene que distribuirse a las tiendas, editarse y publicarse; y en torno a doce o quince euros por la versión electrónica del mismo libro, que además de resultar incómodo a la hora de trabajar con él no hay que sumarle gastos algunos de transporte ni de edición y publicación?
Efectivamente: no. La llegada del E-book no es más que una moda, o mejor dicho un sistema que pretenden meter por los ojos al consumidor con el fin de que deje de descargarse las obras de Internet y pague un módico precio por ellas. Eso mismo planean hacer ahora los hollywoodienses con sus películas ante el alto número de descargas. Pero en todo caso por un módico precio. Los autores debieron pensar en un principio, estoy seguro, que la reducción de intermedarios obligaría a las editoriales a inaugurar la política del  fifty-fifty, es decir, del cobro de beneficios al 50% entre autores y editores. Los precios barajados: entre tres y cinco euros. Sin embargo los exégetas culturales pretenden llevar a cabo en muchos casos una reducción ridícula de los precios y seguir manteniendo la política tradicional de porcentajes. Y claro, apenas consiguen vender a semejantes precios.
Cuando esto ocurre, han decidido culpar a Internet: a las páginas de descargas, a los autores liberales que se embarcan en su particular persiles literario sin recurrir a las editoriales tradicionales, a los que usamos el blog como medio de transmisión cultural, a las redes sociales y a no se qué otras estructuras cibernéticas que difunden a cambio de nada obras, textos y material multimedia. Hablan de derechos, tanto unos como otros: ni los unos los tienen por ley, ni los otros por el hecho de poder descargarse las obras. El derecho sobre las susodichas lo posee el mismísimo autor y debe ser él quien lo regule. No editoriales, no intermedarios, no internautas, en general. Solo él en relación con los demás.
Y de esta manera, entre la quimera legal y la del interés, se ha formado una guerra en la que solo hay un sector que recibe todos los palos: el de los receptores de cultura.
Porque cultura, sin industria, seguirá habiendo. Porque no todo son beneficios lo que reluce. Porque aunque el negocio montado se perdiera definitivamente o mutara a otro sistema con dominio Web, siempre existirán los autores que, por la mera necesidad natural de compartir sus obras con la humanidad publicarán y transmitirán. La transmisión cultural no depende intrínsecamente ni de las actividades monetarias, ni de la existencia de intermedarios ni de un sistema u otro de transmisión. No es tan evidente, por tanto, que haya precisamente que pagar algo por un producto cultural, aunque realmente sea necesario hacerlo ante el hecho de que hay autores que precisan de ese dinero para subsistir dentro de una sociedad que le exige dinero.
Pero todo esto es otra historia que espero tratar por separado y, a poder ser, más brevemente.

Lo que queda claro de todo este asunto es que ambas partes, la de Internet como la industrial son tan culpables como inocentes. Pero si de motivos para “piratear” las obras estamos hablando, uno de los principales impulsores que llevan al receptor cultural a elegir ese método (que en muchas ocasiones le compensa menos que el “legal”, ya que el pirata racanea en calidad) es la avaricia de los partícipes del actual sistema industrial formado en torno a la cultural. ¿Cuál es la “cultura” que se pretende transmitir? ¿La de un mero producto económico, quizás? ¿O la de un elemento de lujo que puede ser regulado según los intereses de unos y otros? ¿Qué entienden un frente y otro frente por “cultura”? O mejor dicho, ¿qué es para ellos la “cultura”?
Lo que realmente es imposible es manteniendo el nivel de vida que llevamos actualmente pagar alegremente decenas de euros por una copia de un filme, de un cedé musical o de un best-seller que esté de moda. O lo que es peor: por un libro electrónico.
Yo no estoy a favor o en contra ni de Internet ni de el sistema tradicional de distribución cultural. Yo solo estoy a favor de aquello que es real, necesario y justo.
Para mí no existe batalla alguna, ni frentes ni osadías. Para mí solo existen autores, actores y cantantes que en su proporción personal están afectados por uno y otro sistema. Para mí solo existe una cultura, la verdadera, la que se transmite desde que el mundo es mundo y el ser humano habita en él, sin la necesidad de lucro ni de otros intereses. Y, por supuesto, existen los más perjudicados, los receptores culturales, ahora convertidos en consumidores infravalorados (o, al menos, así nos sentimos) que se encuentran en medio de tanta ineptitud. Tanto unos como otros los acusan ahora de sus males. Tanto unos como otros lo usan como arma para sus preceptos y premisas.

La cultura nunca debería haberse convertido en un artículo de lujo. Ése es el error lucrativo que está hundiendo los sistemas inmiscuidos en la difusión cultural. Ahora solo les queda a unos u otros la adaptación. ¿Serán capaces de sobrevivir renunciando tanto unos como otros a sus radicalismos para retornar al concepto básico y real de “cultura” y permitir que vuelva a ser el bien común que siempre debería haber sido? El espectáculo acaba de comenzar.

Algunos apuntes sobre Igualdad

>Les prometí comenzar el año cargaditos de filosofía. Voy a inaugurar 2011 con un tema que me preocupa y que es necesario comentar y dejar medianamente explicado.

Hace unos minutos, justo antes de comenzar a escribir este artículo, he estado escuchando en una conocida cadena de radio un caso del que, sinceramente, desconozco su veracidad. Bien podría ser un montaje irónico, bien uno de tantos mensajes que los oyentes envían a las cadenas de radio referentes a temas de debate y que ha sido seleccionado para ser leído y presentado ante la audiencia. Sea como fuere, lo que importa de la narración es el contenido, el mensaje.
El recital, que exponía el existencial debate de una fémina deseosa de regalar un juguete a una sobrina suya sin saber cual escoger, centraba el tema de la Igualdad en cuanto a la naturaleza del juego y la mentalidad de la oferente.
La mujer, que quería evitar con su regalo una supuesta predisposición a la vida tradicional del género femenino (de carácter machista) renegaba de comprar el típico regalo de la muñequita con sus complementos y el carrito de bebé de juguete. Quería ofrecerle, por navidad, un bonito cochecito de carreras o un soldado de plástico, héroe veterano de guerra, de aspecto temible. Mas cuando ya tenía la solución y los valores de igualdad impresos en sus juguetes, la niña, a la que parece ser que no le gustaban ni los soldaditos, ni los cochecitos ni las porras de combate, ha reusado de resignarse con los regalitos de su tía y exige, en busca de su infantil felicidad, una buena muñequita con sus complementos y su carrito de bebé.
La tía, alarmada por el impulso machista de su sobrina, quiere cosultar a un profesional del mundillo psíquico, para que erradique tales ideas de su mente. Sin embargo, para más inri e impotencia, la noticia de un estudio de la Universidad de Harvard aplicado en simios ha demostrado que las hembras de tales especies de alguna forma tienden a buscar palitos de madera y otros objetos que les sirvan de bebés para descargar sobre ellos su sentido más maternal.

¿Impulso machista? ¿Estudios aplicados con simios? ¿Las simias son ahora machistas?
Solo me faltaba por oír por parte de los sectores feministas que los monos son unos machistas.
Agradezco, de ser cierto, que Harvard y sus investigadores nos echen un ad verecundiam como una catedral a los que tratamos de poner cordura en este caos de locos que se ha montado entre feministas, machistas y paritarios. Ya que la sociedad no escucha el pensamiento ni la filosofía ni la reflexión, al menos que los amigos de Harvard les expliquen lo que en otros artículos he tratado de concretar sin demasiado éxito.
La sociedad no produce nada. Empecemos por aquí. La sociedad únicamente influye. La educación, el clima planteado por el conjunto de seres humanos y los valores escogidos por ese mismo conjunto, en relación con la propia realidad del ser particular pueden predisponerlo a unas tendencias u otras. Esto se debe a la imprescindible capacidad de adaptación de las personas en los primeros años de vida. Pero de esto, no se apuren, hablaremos en otro momento. Es un tema demasiado largo para tratarlo hoy aquí.
Ante la importancia de la educación y de las tendencias educacionales de la sociedad, es cierto que hay que evitar aquellas que predispongan a la persona a aceptar la propia degradación de la integridad de su propio ser, como es el caso de posturas machistas y feministas tanto extremas como menos extremas. Lo que no se puede hacer es pretender imponer y manipular desde la infancia a cada nuevo ser que acaba de venir al mundo inclinándolos hacia un extremo u otro, y menos contra la voluntad y los gustos propios de la realidad de esa persona. Es tan negativo imponer una postura que otra si viola la voluntad interna del ser.
En el ejemplo radiofónico, la tía, preocupada por los supuestos valores machistas que transmiten las muñequitas y los falsos carritos de bebé, apuesta por el lado extremo, por los soldaditos de plomo, por los carros de combate, los coches de carreras y los lanzamisiles a discrección made in USA.
¿Creen de verdad que tal propuesta va a solucionar en un futuro no muy lejano la lacra de la violencia de género? Yo, desde luego, soy escéptico en este punto.
Puede que un varón que desde pequeño acepta el cuidado de los niños como una tarea propia tanto de la naturaleza masculina como de la femenina, si las circunstancias y las propias tendencias de su ser no se lo evitan, acabe realizando colaborando sin remilgo alguno en las tareas del hogar, pero esto no significa que vaya a ser respetuoso con su mujer. Hay otros factores igual de peligrosos que el machismo o el feminismo que pueden facilitar el maltrato. Estos son, como ya lo saben, arraigados en la sociedad de nuestros días; están impresos en su día a día: el individualismo empedernido y el afán de lograr todo por encima de todos, sin límite natural o sobrenatural. Imaginen un hombre, o una mujer, que acostumbrado a poder lograr todos sus intereses puede aplastar y dañar cualquier realidad que se le cruce en el camino, tiene que frenar su ímpetu en pro de su familia y de otra persona. Persona que, ante determinadas circusntacias se le opone y se resiste a subyugarse al individualista de turno. Lo más probable es que el empedernido o la empedernida comience una guerra para recuperar el orgullo perdido y el poder que cree que le pertenece por la evidencia de los hechos. Imaginen ahora si realmente esa persona no tratará de dominar mediante el temor, el daño físico y el psíquico al otro ser humano con el que comparte vida. Incluso en un atisbo de ira e impotencia, creyendo que la muerte va evitar que el la persona que se le opone cambie radicalmente de parecer, ante el interés de quitarse de delante lo que cataloga un estorbo, trate de asesinar al cónyuge.
No solamente la proyección del papel tradicional de la mujer en las vidas de los conciudadanos de nuestros días es el problema de todo este negro asunto. También tienen la culpa los intereses con los que ciertos sectores interesados han configurado nuestra sociedad con el fin de lograr una competencia y un distanciamiento premeditado entre las propias personas a causa del dinero, el éxito, la fama o el individualismo. En esos casos, la culpa es de todos. De toda la sociedad. No solo de la educación, sino de la sociedad en general.

En síntesis, la medida de los juguetes impartida por el extinto Ministerio de Igualdad no es negativa si se usa con algo de reflexión y pensamiento. Sabiendo lo que se hace y cómo se hace. Con imparcialidad, la impartida por la loable doctrina de la Igualdad. Respetando, por tanto, los gustos del infante y centrando la visión de que todos somos seres humanos y que lo que realmente somos es inmaterial, se puede lograr que tanto hombres como mujeres respeten las facultades de cada una de las personas, extinguiendo el juicio por sexos, que en mi parecer es infundado.
El mismo problema es presentado en el caso de la modificación de los cuentos clásicos, propuesta igualmente presentada por Igualdad, en la que se pretende restar la violencia, excluir a los malos malines de los relatos y tergiversarlos en beneficio de un mayor auge del papel de la mujer. Llegar a la igualdad, repito, no consiste en una modificación interesada de la cultura y el entorno de las nuevas personas que vienen a este mundo, ni siquiera en una primacía universal de la fémina al aborto interesado (por considerarse machista la no subyugación de la mujer a sus apetencias, aunque estas, sin basarse en riesgo alguno en su salud y en su realidad, supongan la muerte premeditada de un ser humano), ni a la subyugación del género masculino ante la naturaleza del femenino; sino en la cosideración de que independientemente de que seamos hombres o mujeres, independientemente de nuestro sexo necesario para la reproducción física del ser humano, somos personas iguales entre sí, ya que lo que realmente somos, nuestra mente, nuestra alma, nuestro pensamiento y memoria son abstractos, inmateriales, ajenos a la influencia del debate sobre la superioridad de varones y féminas. No es más capaz ante una labor determinada un hombre o una mujer, sino ese hombre o esa mujer. No debe fomentarse que las mujeres vayan más a la universidad o que se potencien mayor número de políticos, científicos y filósofos de este género, excluyendo al masculino, sino potenciando que independientemente de que seamos hombres o mujeres, se nos den posibilidades de poder ser lo que realmente estamos predispuestos a ser por naturaleza por el hecho de ser persona. La Igualdad no radica en un imperio de feminismo, que extermine la libertad en el hombre, sino en un cambio de mentalidad, que debe ser iniciado por los propios sectores políticos que moralizan sobre la igualdad y que debe culminar en la comprensión por parte de la humanidad de que lo que realmente somos es personas, y que en ese aspecto nada nos hace distintos los unos a los otros, ni superiores ni inferiores.
Si llegamos a esta mentalidad, no harán falta un obligado intercambio de roles, ni una modificación estúpida del lenguaje ni de las costumbres, ni en una censura de la narrativa; serán las propias personas quienes sin aprovecharse unas de otras, egoistamente, se acepten mutuamente y se respeten compartiendo tareas y maneras sin escrúpulo alguno.
Si hacemos las cosas bien, no hará falta modificar ni extractar la educación a los intereses del momento.

Así que no hace falta que lleven al psicólogo, al psiquiatra o al psicoanalista al infante, niño o niña, que rehuse enérgicamente de unos juguetes con los que no se siente a gusto. No es que haya nacido machista, ni mucho menos. Es que a ese niño no le gustan los juguetes que le ha traído. Lo importante no está en los juguetes, sino en el valor que se le imprime. Dejen ser felices a sus hijos, dejen ser felices a los niños. No repriman las tendencias naturales y físicas del ser humano. Como demuestran los de Harvard y como se puede constatar en cualquier observación reflexiva de la realidad, sin necesidad de llevar a cabo costosos estudios, la mujer, a causa de la importancia impresa en los genes de supervivencia del nuevo ser, está más predispuesta y concentrada en en cuidado y en la manutención de su vástago, al que también lazos afectivos y de orden extramaterial unen. Como ya comenté en otros artículos, esto no significa que todas las mujeres sean buenas en esto de cuidar a los hijos, al igual que todos los hombres sean unos torpes.
Lo dicho, no se atormenten ni atormenten. Solo reflexionen. Ya verán cómo la cosa va cambiando si dejamos de un lado la imbecilidad que nos coarta y nos ahoga.

Vergüenza

>Fíjense que a veces uno encuentra las propias respuestas a las tesis que plantea en la propia actualidad, sobre todo cuando hablan de antihéroes y de personas que sufren sus daños colaterales. Es el caso, por ejemplo, del suceso que Heraldo de Aragón daba a conocer y que, tal y como justifica su primer puesto entre las noticias con mayor número de visitas ha debido conmocionar a los asiduos lectores del periódico.

El asunto, por desgracia, es tan duro como frío: un hombre de unos cincuenta años va a coger un taxi con su mujer y sufre un infarto. Algunas de las personas que se acercan a ayudar colaboran con la mujer en la reanimación de su marido pero en el corrillo formado entorno al caído alguien roba el monedero de la mujer, que se encontraba en el bolso que ésta había puesto bajo la cabeza del infartado con el fin de peraltarla y asirla. Las circunstancias hacen que el suceso acabe trágicamente y el hombre fallezca.

Sinceramente, me parece algo tan ruín como hijoputesco (con todas sus letras) robar, en tan amargas circunstancias, el monedero de la mujer junto con todas las tarjetas, muchas de ellas necesarias ante las circunstancias, como es el caso del DNI.
Creo que no hace falta rebuscar muchos más atributos que aplicar a la persona que se ha atrevido a robar a una persona tendida en el suelo y que pugna entre la vida y la muerte. Cada uno que le incorpore los que más desee y los que mejor describan sus sentimientos y los añada a su ya, supongo, más que abultada lista de cisnamientos que carga en sus espaldas morales y que, colateralmente, tienen que sufrir todos aquellos familiares, vivos o difuntos, que ninguna culpa aparente tienen de que esa persona haya cometido semejante acto. Un acto que no puede ser castigado desde el punto de vista legal humano. Ya sé que muchos de vosotros pensaréis que la única ley eficiente contra un acto malvado es la penalización mediante las leyes civiles, pero pienso que en el caso de actos cuya destrucción afecta a partes extramateriales de la realidad, como es este caso, toda acción legal pierde su sentido. Imaginen un asesinato, cualquiera de los que por desgracia colman las portadas de los magazines de actualidad. ¿Qué puede realmente hacer la ley? ¿Multar al malhechor y convertir el “pago” del daño inmaterial cometido al ámbito de unas cuantas cifras, que para colmo representan dinero, un ente inexistente por sí mismo en la naturaleza? ¿Encarcelarlo? ¿Aplicarle una pena de muerte? Ninguna de ellas, ninguno de nosotros tenemos el “poder” necesario para reestablecer el daño ejercido, para restaurar el hecho que originó la muerte de la víctima y para paliar el dolor de los familiares y amigos que lloran la pérdida. Nos sirve, nos consuela; es justo hasta cierta medida, pero realmente, nuestras leyes físicas son incapaces de devolver lo perdido y de revocar el acto. Esto último es lo que, por ejemplo, de identificarse al individuo o individuos que han optado por aprovecharse de la amarga situación de la mujer que atendía a su marido infartado para robarle el monedero, sucedería. Si pillan al que haya robado esos enseres, nos consuela aunque sea con un débil halo de justicia el hecho de que se le aplique alguna pena, aunque sea risoria y baladí. Pero el daño ya está hecho. La persona que sufrió el infarto murió y la cartera con el dinero, el DNI y los oportunos enseres ya ha sido sustraída. Desgraciadamente, el ladrón o ladrona ha demostrado, con amargura y falta de respeto, que salvo que se trate de un motivo de necesidad loable, como por ejemplo es paliar el hambre o sobrevivir con algo de calor y refugio un día más; que de nuevo, los valores de la sociedad que más me penan, como son este meterialismo cruel y excesivo y este individualismo que nos estrangula y nos cuece a fuego lento hasta nuestro último estertor hacen de las suyas, en cada individuo vulnerable a ellos, convirtiendo este mundo en un lugar un poco más penoso y más decadente cada día.

Request in peace, convecino.

Gracias a todas las personas que no dudan un instante en ayudar a quien precisa auxilio. Sin vuestra presencia, la humanidad estaría, como bien sabéis, finiquitada.

Va de informes (PISA)

>Recuerdo con la calentita y agradable nostalgia del paso de los artículos algunos escritos en los que traté el tema de las generalizaciones e inducciones. Hace demasiado tiempo. El necesario para que hayan olvidado las palabras de este cansino pensador.
Me quejaba, en síntesis, de que la mayoría de las personas que conforman nuestra sociedad actual lo único que saben hacer es acusar con el dedo valiéndose de la injusta y poco fiel con la realidad inducción. Ese método que, utilizado con precisión y ansias de búsqueda puede aportar resultados fiables al conocimiento de la realidad, pero que usado en boca de necios puede resultar más devastador que la bomba de Hiroshima. Al menos, integralmente.
Pues bien, en uno de los textos en los que con más impotencia rabiosa que destreza escribana les puse las peras al cuarto, con la verdad por delante, a los que manipularon mediante la generalización a cuanta gente escarmentada encontraron para acusar y apalear moralmente a todo joven existente (esos que se atreven a lanzar tales sentencias, metiendo en el mismo saco del “ni-ni” tanto a culturetas, pensadores e investigadores como a gamberros, pasotas y vividores), y en el que los llamé, concretamente, “secundum quiz” o “generalizadores indebidos”, también destaqué, como algo relacionado, la poca intención por parte de tales personajes -sean quienes sean- de intentar poner solución a los problemas en vez de usarlos como artilugio de disuasión y de desfogue de la cólera personal que cada uno carga consigo. Y uno de esos problemas que más preocupa y llena diarios sensacionalistas con respecto a la educación y los jóvenes es el Informe PISA.

El dichoso y puntilloso Informe PISA. 

La Biblia sobre la que descansan todas las expectativas en materia de Educación de éste y otros países.

El pasado domingo, en Aragón, los principales medios anunciaron a bombo y platillo el proyecto de realización de unos derivados del PISA por parte de la Consejería de Educación para evaluar con firmeza el nivel en conocimientos de alumnos de primaria y de segundo de ESO. Tal proyecto, como no podía ser de otra manera, procede del valor tan elevado como innecesario que la sociedad le ha otorgado a tal informe, que genera un ranquin, algo parecido a una Champions League de la cultura básica que clasifica a los países según los resultados de sus políticas educativas. Y claro está, no es algo baladí estar entre los cabeza de grupo. Hace años que el PISA se lleva haciendo en España, sobre todo desde la aparición de irresistibles intereses en europeizar España -algo que en principio no es negativo pero que, de abusar, podría serlo-, y últimamente la Piel de Toro no se encuentra en muy buena posición. El farolillo rojo de los “puestos de descenso” de nuestro ibérico país no hace más que evidenciar lo que ya se intuía desde el principio: la educación en territorio rojigualda “parece” no funcionar.
Tras un par de desastrosos informes, la maquinaria inquisidora de lo ajeno ha comenzado a poner el grito en el cielo en nombre de la ciudadanía española, suplicando “redención” para los caídos jóvenes, esos sin chicha que apestan a litrona que matan, en su opinión. Los políticos, encajonados entre la inevitable “vergüenza” ajena que suponen estos informes y el alarmismo de los inductores indebidos, se ven obligados a tomar medidas frente al próximo PISA. Y, ¿qué mejor medida que reunir a supuestos entendidos en materia científica y política para solucionar los malos resultados del PISA y lo que arrastra consigo -absentismo, fracaso escolar…-? Los eruditos, sintiéndose héroes en un Apocalipsis cultural y ante las presiones de políticos y de la encolerizada sociedad, han buscado -al menos, así me lo parece- una solución rápida al problema del fracaso escolar, que es el que suponen que acarrea la baja nota en el PISA: implantar un curso-almohada entre sexto de primaria y primero de la ESO.
Los “iluminados” deben pensar que el sistema educativo aragonés (porque por desgracia, en este país tenemos un sistema educativo por Comunidad) es demasiado duro para los pobres alevines deseosos de encontrar una educación a su medida en la enseñanza secundaria.

¿Enseñanza dura? ¡Venga ya!

Basta de bromas chungas. Las cartas sobre la mesa. Yo estudié la secundaria en el sistema ESO y la enseñanza, en particular primero, es bastante light. Muchas veces pienso que si no hubiera sido por los excelentes profesionales que ninguneados por la sociedad pusieron toda su rasmia en el asador complementando con admirable destreza el insuficiente programa educativo, hoy no podría ser el jovenzuelo pensador y juntaletras que soy.
Pero si el programa educativo que estudié era pobre, más lo es el que se imparte a día de hoy. No lo digo yo, lo dicen los docentes. La sociedad cada vez se conforma más por sí misma en lo que le interesa, y cada vez se molesta menos en ayudar a los niños a desarrollar los imprescindibles y necesarios pensamiento y reflexión. Y sin reflexión y pensamiento, díganme cómo van a escapar de los engaños y de la porquería de la propia sociedad y cómo van a valorar el estudio ni a interesarse por él. Es muy fácil eludir las responsabilidades cargándoselas únicamente a una mala gestión de los organismos públicos, a los valores de la juventud o a la supuesta “dureza” del sistema educativo. Crear unos cursos intermedios entre primaria y secundaria, y entre ésta última y bachiller me parece tan ridículo como centrar el suspenso español en el PISA en un déficit de conocimientos por parte de los escolares.
El año pasado, si mal no recuerdo, se elaboró el Informe PISA, y a su final, los profesores no daban crédito. No se explicaban cómo podían permitir que unos chavales de catorce o quince años recién cumplidos tuvieran que estar haciendo un examen durante una o dos horas y no pudieran salir al recreo a descansar y a almorzar, como ocurrió en esa edición. Obviamente, los jóvenes, que veían sonar los timbres que permitían el tiempo de almuerzo comenzaron a amotinarse, hambrientos, frente al profesor que custodiaba el aula y éste les informó que de acabar el examen saldrían al recreo. Los chavales, a los que el examen les importaba un carajo, comenzaron a poner respuestas casi al azar para lograr su merecido descanso.
Y luego, los políticos y la sociedad entera pretenden que los informes sean un primor. Si no comienzan por escuchar al profesorado, que es quien pasa más horas con los alumnos que con su propia familia, ningún plan, por catedrático que sea, podrá ayudar a solucionar el desvarío.
Todo esto sin contar con que el problema-raíz lo tenemos todos nosotros, en nuestra sociedad. Que no valoramos el pensamiento. Que preferimos la prostitución de ajustarnos a lo convencional frente a la nobleza de hacerlo a la realidad.
Así que mejor que no derrochen recursos en ridículos cursos intermedios ni en sistemas que únicamente reduzcan materia de estudio. Ahí no está la solución, sino todo lo contrario.
Claro, a no ser que a algunos sectores les interese generar una tribu de personajes analfabetos a los que manipular y controlar con extrema facilidad, ¿no creen?

Esperpento ideológico

>Idea, en griego, significa “visión”. Nuestra cultura -cimentada sobre el pensamiento griego-, y en particular nuestra lengua, el español, adoptó tal palabra para designar a aquel pensamiento o solución que podía ser desarrollado y pensado en la individualidad de la persona sobre una pregunta de cualquier tipo o ante un problema de cualquier envergadura.
Obviamente, si se escogió esta acepción en particular no fue por capricho. Al menos, no parece que así fuera. Como saben, el griego es una lengua con muchos vocablos equívocos -una palabra equívoca es aquella que posee más de un significado diferente en sí misma-, al igual que le ocurre al español. Aunque no soy un buen conocedor del griego y del latín, sabiendo de antemano la pluralidad etimológica de la primera lengua, es probable que a la hora de adoptar una palabra que definiera “idea” hubiera un número considerable de candidatas. Sin embargo, ¿por qué se hispanizó esta palabra griega en lugar de otra, con el paso del tiempo y la acción de la tradición? Quizás porque, fiel a la traducción “literal” con nuestro español moderno, una idea es en sí una visión. La visión de la solución. La visión de la realidad, de la verdad. En el Diccionario Básico Anaya de la Lengua, aparecen las siguientes definiciones de “idea”:
1-Representación mental de una cosa o de su esencia.
2-Plan.
3- Concepto de alguien o de algo.
4- Ingenio.

Si se fijan, las cuatro definiciones, independientemente de los matices que las diferencian giran en torno a una esencia que las une: la visión. La primera, la que se refiere con mayor fidelidad al pensamiento, enuncia “representación” como elemento significativo en la definición. Representarse algo es tener una visión aproximada o exacta de una cosa que, en un principio existe en la realidad. Es visualizar el objeto, verlo en nuestra mente.
La tercera, en cambio, hace referencia a una visualización de una persona o ser concreto, bien como recuerdo de ella, bien como resultado de la síntesis de una descripción. Las otras dos que faltan hacen referencia a la solución de problemas. Cuando elaboramos un plan o llevamos a cabo un ingenio, lo que hacemos es visualizar aquello que visualizar aquello que vamos a llevar a cabo. En cualquier caso, como digo, el pensamiento se fundamenta en la visión, la visión de la solución, la visión, a fin de cuentas, de la verdad que se busca.

Todo nuestra sociedad y nuestro conocimiento, hasta el científico, está fundamentado en las “visiones”. Un pensador, que es aquel que busca la verdad mediante la abstracción, la reflexión, el análisis y el pensamiento en general es el que, tras llegar en su ser personal e intransferible a determinadas visiones sobre la realidad las lega a la humanidad -que no a la sociedad-. Para poder legar tales visiones precisa del lenguaje, ya que esa “visión” que el pensador tiene en su ser es muchas veces tan abstracta que no se podría plasmar de igual forma. Llegado a estos extremos deberá aproximar la visión, la realidad por él conocida todo lo posible para que otras personas consigan captarla y componer esa visión, con la misma exactitud que su propietario primero. Sin embargo el hecho de transferir una idea o un pensamiento con éxito es una tarea ardua. Debido a que cada ser humano es diferente y no tiene porqué poseer la misma capacidad reflexiva que el pensador emisor de la idea, ésta tiende a “desnaturalizarse” por el camino, ya sea por la falta de precisión de las palabras que la transmiten o por la incapacidad de asimilación del sentido y esencia correcta cada una de esas palabras componiendo en la mente la imagen del algo conocido por parte de la persona receptora. Es fundamental, para el que conoce, transmitir con la mayor exactitud posible esas ideas, por lo que deberá centrar sus esfuerzos en tal tarea. Tanto si la visión es “entregada” con exactitud como si no a la persona receptora, otro vil enemigo de la verdad, que es el interés personal ligado al paso del tiempo tiende a tergiversar y maleficiar ese pensamiento-visión primero hasta convertirlo en un esperpento de la realidad. Esto es lo que sucede en las ideologías.
Todas ellas, del tipo que sean, se caracterizan -si lo reflexionan-, por unos principios o premisas primeras que sirven de pilares para posteriores aportaciones. El pensador que enuncia las ideas puede estar o no ligado a la ideología que surge a partir de ellas. Así, por ejemplo, si es el pensador el que dirige la doctrina que se elabora en torno a sus ideas, será un ideólogo. En la ideología, el matiz del pensamiento primero que dio origen a las ideas primeras es eliminado. La ideología no es ni pensamiento ni filosofía, sino una doctrina con fin de aplicación en la sociedad y en la humanidad fundamentada en determinadas ideas-premisas. Un pensador que se ligara a una ideología acabaría trasformándola y dirigiéndola hacia la verdad, proceso que no interesa dentro del propio sistema que es la ideología. Una ideología puede ser tan variada como ideas puedan existir, y no tiene porqué corresponderse con la realidad. Es únicamente una doctrina que evoluciona de forma restrictiva en torno a las ideas básicas en las que se fundamenta con el paso del tiempo y la sociedad. Si el objeto no es conocer la verdad sobre un tema sino aplicarla a la sociedad, las ideas primeras deberán adaptarse al avance de la sociedad a lo largo del tiempo, lo que implica una más que segura tergiversación de sus pilares y fundamentos. Los nuevos integrantes modifican según sus intereses, intenciones y situación las premisas primeras desfigurándolas, a la par que se incluyen nuevas ideas en muchas ocasiones dispares y caóticas, ya que en la mayoría de los casos no son fruto de la reflexión, sino de los intereses particulares o colectivos de grupos cerrados y aislados. Esto explica que cualquier ideología tienda a la fragmentación e incluso a la desaparición de la ideología inicial. Un ejemplo es el liberalismo, que en el caso español pronto comenzó a fraccionarse en diversos grupos, como los progresistas, los unionistas o los demócratas, todos ellos procedentes de unas mismas ideas primeras pero con matices que los hacen diferentes entre sí. En la actualidad, por ejemplo, el liberalismo como tal ha desaparecido, favoreciendo a los centenares de ideologías que nacieron a partir de sus premisas. El caso del marxismo también es relevante. El marxismo, como ideología, pronto se fragmentó en variantes que escogieron y añadieron a su imagen y semejanza las premisas que más les interesaron, sin respetar como se debe los principios de los que proceden. Socialismo y comunismo son un ejemplo de ramas del marxismo.
¿Y respecto a las ideologías de extrema derecha? En el caso de España, muchas nacieron a partir de ideales carlistas seleccionados a conciencia para generar los nuevos movimientos.
Otras, sin embargo, nacieron a raíz de diversos problemas sociales del momento y fueron instauradas respecto a los intereses de los primeros seguidores.

Analizando todo lo dicho, llegamos a la conclusión de que las ideologías, que prescinden en síntesis de un pensamiento que haría peligrar esos intereses que las rigen, no son precisamente un buen sistema ni un buen método para cambiar a la sociedad y hacer avanzar a la humanidad. Algo que funciona en torno al interés y que cuyas premisas-pilar se encuentran tergiversadas y desfiguradas por el paso de las gentes y del tiempo no puede conducir de manera impoluta a la justicia, a la realidad y hacia el bien, el progreso y la verdad necesarias. Entonces, si además las ideologías tienden a no ser tolerantes con otras ideas que no sean las suyas, ¿qué sentido tiene que millones de personas se involucren en diversas ideologías, pugnando unos con otros por imponer ideales que no se fundamentan, en base, en la verdad que hay que buscar? Las respuestas principales que encuentro son dos: la primera, que a causa de la presión del poder, ejercida por la sociedad, las propias ideologías y los prejuicios culturales y sociales, no se estimula a desarrollar un mínimo de reflexión y pensamiento que sirva a la persona a discernir y a calibrar lo que en la vida se va encontrando. La segunda, que ante la falta de reflexión y la fría e individualista sociedad que con el tiempo nuestros antepasados -y ahora, nosotros- han ido creando e instaurando en nuestras vidas, la gente está necesitada de seguir unos ideales que le den independencia, que los diferencien del resto; algo en lo que creer y por lo que luchar, huyendo así de la, para ellos, monótona e insulsa vida. Imposición tradicional y cultural aparte, las ideologías abren sus brazos a los descarriados e indecisos personajes para que sumen número entre sus filas. Porque, a falta de pensamiento, la única manera de ejercer un poder, aunque frío y barato es con el número, con sangrientas revoluciones que no llevan a ningún lado, con engaños, con sofística y con presencia en la degradada política.
Estas causas, y muchas otras, hacen que hasta para el pensador sea muchas veces dificultoso cribar esperpento y realidad; el primero, sin duda, creado a interés y dependiente de la verdad.
La segunda, inexpugnable, poderosa y eterna.

El místico pasadizo del Pilar

>En todos los rincones del mundo es sabida nuestra devoción por la Virgen del Pilar. Ya en la antigüedad, en la época romana, cuando el Imperio adquirió la religión católica como única confesión loable en sus territorios y la vieja Caesaraugusta había recibido bastantes años atrás al apóstol Santiago y la famosa visita de la virgen María, ya existía una domos o “casa” donde se daba culto a la Virgen del Pilar. Desde aquel momento, se postula que la domos romana se fue transformando, a consecuencia del vaivén cultural que ha sufrido la Península Ibérica desde que los primeros pobladores se asentaron en ella, en un templo, cada vez más voluminoso y glorioso, hasta convertirse hoy en la Basílica que todos conocen y de la que han oído hablar.
La devoción a la virgen, que lleva arraigada en todo Aragón desde hace casi dos mil años abre, a día de hoy ante nuestros ojos todo un universo de costumbres y leyendas que nos reflejan fielmente la evolución y el arraigamiento de la Virgen no solamente como patrona de la nación aragonesa, sino también como símbolo de Aragón y de toda la Hispanidad.
Las famosas Cintas del Pilar, que supongo que todos conocerán y que incluso tendrán en sus casas, son ejemplo práctico de la ferviente devoción, ya que eran vendidas y distribuidas desde el lejano siglo XVI. Son adquiridas por propios y extraños, por zaragozanos y visitantes de la ciudad procedentes de todos los rincones del mundo.
Los mantos que visten, día tras día a la virgen también son todo un símbolo. Éstos son donados, en su mayoría por colectivos, gobiernos y personas de todo tipo que agradecen los favores de la patrona mediante el regalo de un manto. En la actualidad, como dato curioso, existen más de quinientos almacenados para irlos poniendo bajo los pies de la virgen poco a poco, según convenga.
Pero si una costumbre curiosa están esperando encontrar en éstas humildes líneas no puede ser otra que la del pasadizo del Pilar. No se tiene constancia de en qué momento se adquirió, aunque sí se sabe con certeza que fue hace muchos años, quizá demasiados. Demasiados porque raro es el zaragozano viejo, de pura cepa, que no conozca tal costumbre.
La práctica se realiza única y exclusivamente el día doce de octubre, quizás porque es el día en el cual se honra a la patrona y la única jornada en que la verja que lo cierra en ambos sentidos está abierta para fluidificar las riadas de gente que se mueven por el templo. El pasillo, no muy ancho se encuentra entre la puerta de la Capilla de San Judas y su paralela, que viene a dar a la Plaza del Pilar. Se cree que, atravesándolo fielmente sin respirar y a buen paso mientras se piden mentalmente unos cuantos deseos positivos la Pilarica los concede durante, al menos, un año, el tiempo necesario para poder volver otra vez a pasar por el mismo corredor. Tanto devotos como agnósticos no se la juegan y, por si acaso acatan la tradición humildemente y con respeto, siendo algo curioso de presenciar y de entender si no se es zaragozano de pura cepa. Aunque el proceso se realiza de forma particular y salteada a lo largo de la jornada, el hecho de que riadas de personas fueran desfilando las veinticuatro horas por dicho camino debió intimidar al clero metropolitano que adoptó una vana represión antitradicionalista y “antisupersticiosa”, provocando el cierre del pasillo y levantando una polémica que, como no podía ser de otra forma obligó a los encargados, años más tarde, a bajar la testuz y a abrir las verjas, permitiendo el paso de los devotos de la virgen. Por eso, cada doce de octubre están conectadas las mencionadas puertas por un camino alternativo, cargado de tradicionalismo y misticismo que permite que el culto a la virgen sea algo más personal y exótico que las típicas costumbres eclesiásticas.
Si aún tienen algo de tiempo y desean conocer mi opinión, sinceramente creo que el simple hecho de confiar y de pedir algo con ferviente fuero interno hace, por sí solo que se te escuche y que las “gracias”, como popularmente las llaman te sean concebidas. Porque la esencia está en nuestro interior y de nuestro interior debe partir. Así que los ritos, al menos para mí no son otra cosa que un medio para lograr, en conjunto, esa conexión interior y espiritualista que hace falta hallar. Por eso no me parece mal en absoluto que se mantenga la tradición del pasadizo. No deja de ser un medio más para hallar la ansiada conexión espiritual, que realmente existe y está ahí.
Así que ya conocen una honrosa práctica que pueden llevar a cabo si por Zaragoza se dejan caer en fiestas.
Al menos, aprovechen ahora que el paso está abierto. Aprovechen, no vaya a ser que la polémica vuelva a instalarse en el templo y el paso vuelva a ser clausurado. Aprovechen, pues.

Mentes inquietas

>Me gustaría saber qué está pasando. Que alguien me lo explicara, con sinceridad y despacito.
Querría comprender a dónde nos dirigimos exactamente, si hacia un avance real o hacia un retroceso enmascarado de progreso. Porque no entiendo lo que está sucediendo en esta penosa actualidad que tenemos que soportar, este macabro y despiadado insulto a nuestra inteligencia, la de los ciudadanos, la de los lectores.
El desmadre se ha convertido en un culto divino. Y si no, vean la proyección que lleva la propia actualidad respecto a las modificaciones y apaleamientos populares de distintos “colectivos” de nuestra estructurada sociedad, sobre todo los que a empleo y economía se refieren.
Uno de los asuntos más polémicos y procaces, a la par que destacado fue el de los funcionarios. Si mal no recuerdo, todo comenzó de la noche a la mañana. En pleno guirigay de propuestas y despropuestas para solventar el conflicto de la crisis en España se colaron las primeras “expresiones del buen gusto”. Alguien -o un grupo, quién sabe- se levantó entre el desesperante vocerío mediático y, en lo alto de algún montículo de palabras amontonadas alzó la voz haciendo detenerse en seco al populacho. Y, atrayendo su atención, sentenció: “Ciudadanos todos, ya tenemos a quien apalear para saciar nuestras ansias de venganza igualatoria a nuestra desgracia: aquí les entrego al funcionario de a pié”.
Debió de ser más o menos así porque si no no se explica que de un día para otro la cantidad de escritos reclamando la cabeza del trabajador del Estado creciera como la espuma. La mayoría de la gente, que a mi pesar, debo reconocer que de reflexionar, nanai, saltó sobre la yugular de los funcionarios exigiendo poco menos que su decapitación laboral.
“Poseen empleo fijo”, dicen algunos exaltados. “Cobran un sueldo, mientras otros se arrastran por las calles en busca de empleo”, aleganban, falaciosamente, los más exaltados.
No dan palo al agua y cobran gratis, sin trabajar. Ahí se nos va el dinero público”, terminaban completando manos negras que no hacían más que achuchar al pueblo encolerizado y con la tremenda necesidad de desgraciar.
A la mala prensa y al tópico del funcionario maltrabajador se unieron multitud de comentarios y experiencias de oficina.
“Pues el otro día fui a hacer unos papeles y de ocho mesas solo estaban activas dos. Resulta que, tras preguntar, tres más estaban de baja y otras tres, de vacaciones. ¡Vaya morro! ¡Qué privilegios! ¡Qué chollos, con la que está cayendo!”, como dijo una señora en un súper, mientras le contaba su aventura administrativa a otra, seguramente amiga suya de confidencias y escarnios.
En esos momentos la gente perdió la poca capacidad de reflexión que les debía de quedar. En la despensa mental, supongo. Y así, el viacrucis pareció no acabar. Pagaban justos por pecadores, vagos por trabajadores, enfermos crónicos por sanos. Personas que habían estado cobrando más del doble del salario que percibía un funcionario normal lapidaban sin piedad a los que antes eran objeto de sus burlas. Las autoridades escucharon al gentío y, sin dudarlo congelaron los sueldos de los trabajadores estatales a la par que redujeron el número de plazas, con la excusa de la crisis.
El insoportable e indecente clamor inquisidor fue remitiendo hasta casi desaparecer por completo. Desaparecer…hasta ahora. Porque hace unas semanas, de la misma forma que se despertó la fiebre contra los funcionarios se ha despertado la fiebre contra los liberados sindicales. Otra vez ha debido de ser “alguien” quien ha tirado la piedra, ha escondido la mano y, con el dedo índice extendido en expresión acusadora ha señalado a estas personas.
La gente, con renovadas ganas de destrucción está forjando a día de hoy el huracán perfecto para acribillarles. Y con toda seguridad, dentro de unos días se anunciarán medidas restrictivas contra esos trabajadores. Sin más, pero así de sencillo.
Por este desmadre, me gustaría saber quién o quiénes andan puteando al prójimo y engañando a los ciudadanos desde la sombra. Para que vean la debilidad de la sociedad que tenemos, que uno propone y, sin meditarlo, los demás responden elevando el palo y maltratando a lo maltratado. Y lo peor: casi todos de los que siguen la corriente no poseen razones verosímiles y coherentes para explicar sus actos y sus tesis. Solo son simples manipulados, bidones de odio en estado puro dispuestos a abrasar a quien consigue levantar vuelo con mucho esfuerzo. A mí me interesa más saber quién derrama el bidón. Una cosa, como bien saben, es tener razón hasta cierto punto y otra movilizar a las gentes convenciéndolas con cuatro recursos baratos que no hacen más que alimentar la rabia. ¿Quieren una solución al tema de los liberados? Pues la tienen fácil: que el organismo competente les pague los días que trabajan y el sindicato de turno, los que lo hacen para la organización. Punto. No hace falta ir desgraciando al prójimo. No hace falta buscar la venganza en la destrucción. Solo hace falta reflexionar un poquito y no dejarse caer en las trampas de esas mentes inquietas que desde la oscuridad andan manipulando al ciudadano. Despierten, por favor, antes de que la sociedad que conocen termine por desaparecer agónicamente. Está en sus manos ser libres o esclavos. Piensen.