Político-moralistas

Hace doscientos años, una nueva élite de personajes políticos consiguió virar el panorama social de la época hasta latitudes insospechadas, tanto que hoy la Historia no se explica sin su presencia y sus acciones rocambolescas. Estos personajes, hombres uniformados, casi siempre con galones, símbolos de honrosas batallas; rodeados de camarilla castrense y eufóricos amantes de la doctrina militar, eran considerados gente de bien. Respetada. Incluso auténticos mesías. Eran, como no podía ser de otra forma, lo que los historiadores contemporáneos harían bien de llamar “político-militares”. Militares casi de cuna, de una España -y si se me apura, Europa- cainita y amoral donde cada cual buscaba su trocito diminuto de pan donde podía. Casi como ocurre ahora. Algunos eran descendientes de nobles, o de candidatos a la nobleza, procedentes de una burguesía apenas en expansión que había acaparado por aquellos días el absoluto control y palmoteo dorsal del país de la piel de toro. Pero eran los menos. Los más, pequeños burgueses o simplemente hijos de obreros y campesinos con algún posible remendado a base de dolor, miedo y esperanza, eran la luz de la prosperidad de sus familiares, que ansiosos de salir del pozo de la miseria o de conseguir escalar en el escalafón social semiestamental del siglo XIX habían lanzado a sus vástagos varones a la guerra, al cóctel de la muerte, al servicio del país.
Por eso, cuando el panorama emprendió su cambio y el soldado era un aliado más en revoluciones y dispensas cada vez que un político no terminaba de cuajar en los intereses de los distintos estamentos sociales un militar, de cierto rango y con disposición revolucionaria se alzaba, convencido de su misión existencial de salvar a España de todos sus males presentes y futuros, en un pronunciamiento que en la gran mayoría de las veces quedaba resuelto en alguna pena de muerte para el pronunciado y algún castigo ejemplar para sus cómplices, igualmente sufridos “mesías” de un país del que ahora podían aprovecharse para resurgir socialmente.

Tras doscientos años de anécdotas históricas, estudios de cátedra e intentos, en ocasiones infructuosos de comprender qué pretendían realmente a lo largo de sus gobiernos estos misteriosos dandis del tintero y el fusil, en otra época de cambio, no político pero sí conceptual ha comenzado a resurgir lo propio y una nueva casta política acecha al mundo, y en concreto a España, cuya pretensión única es la de imponer sus convicciones e ideas sintiéndose deudores morales de un país o unos países de los que proceden y de los que sienten la cuna.
Me refiero a todos aquellos hombres y mujeres, civiles, gracias a Dios, que leídos de sonatas legales y educados en el relativismo moral y en la supuesta, pero falsa, omnipotencia de las leyes aprobadas y aceptadas por consenso centran su política en una constante legislación moralista con la que conducir al “descarriado” pueblo vástago hacia la “luz” de la verdad moral, evitándole el enfrentamiento a lo considerado negativo o despreciable y centrándolo por el bien común en un mundo puro, moral, dirigido por leyes e intereses y, sobre todo, protector de los actuales esquemas sociales, tan alegremente aceptados por convención por tales personajes de vida política.

Me refiero, no se equivoquen ni malinterpreten, a lo que he considerado conveniente bautizar como “político-moralistas”.

Afortunadamente, y digo afortunadamente porque jamás una ley podrá dictar sentencia a la realidad de la que debe partir lo que comúnmente se llama “moral”, no todos los políticos pertenecen a este rango, al igual que hace doscientos años tampoco todos los presidentes de gobierno se podían enmarcar en el concepto de político-militar.
Ahora, más que nunca, puedo decir que se impone el relativismo sofístico, mero guardián de lo que verdaderamente se esconde tras su espantosa sombra: la configuración de un mundo acorde a los intereses y a la visión del mismo de un puñado de personajes. O quizás de la gran mayoría de la sociedad, convencionalizada e incapaz de discernir reflexivamente con un poco de garbo y audacia. Es posible que algunos de estos personajes estén convencidos de que lo que hacen lo hacen por beneficio común. No lo niego. Mas eso no ampara el positivismo de sus actos ni su correcta aplicación e intención.
También es posible que uno de los principales motivos que han degenerado en esta situación sea la propia y necesaria instauración de una política que se preocupa por el pueblo, que le da voz y con mayores honores, voto. Lo cierto es que será un popurrí de causas, cognoscibles sin demasiado esfuerzo por cualquiera de nosotros lo que ha llevado a que la política acabe en una censura moralista y el ciudadano, en un estado de conformismo y dependencia verdaderamente alarmantes.
Si no, ¿cómo explicar que no solamente en España, sino en toda Europa se pretenda meter mano anacrónica a grandes obras universales y a textos literarios leídos por cientos de generaciones anteriores, que son la base de nuestra actual concepción del mundo? ¿Qué sentido tiene atreverse a minar el significado del cuento infantil en nombre de “machismos”, “feminismos”, “violencias” inexplicables y “sobreproteccionismos”, sobre todo de proteccionismo? ¿O la modificación inexplicable del lenguaje? ¿O la estrambótica mezcla términos dispares como la igualdad y el ecologismo?

Todas esas ideas, todos esos intentos descabellados que derivan ilógicamente en leyes y tratados amparados bajo el abstracto paraguas de lo políticamente correcto, cuyo rango de actuación es la persecución del detractor y cuya única explicación viene definida en todos los casos por el concepto de delito, no tienen otra intención que la de generar una sociedad acorde a los principios e ideas de quienes gobiernan el Estado al que dicha sociedad pertenece. Y, vuelvo a repetir, ni dudo de la buena intención de alguno de los aludidos ni del acierto de sus tesis reformistas. De lo que sí que discrepo es de la aplicación legal para intentar consolidar a la fuerza unas percepciones de la realidad que no tienen porqué ser compartidas por aquellas personas a las que se dirigen, eso sin tener en cuenta de que tales tesis se correspondan verdaderamente con la realidad y no hagan más que empeorar la situación.

No sé si se habrán dado cuenta de que esa dependencia e inaceptable justificación de la realidad y los hechos reales en la legalidad nos está desvirtuando tanto como seres humanos y cognoscitivos como en nuestra correspondencia con la mencionada realidad. Lo primero a causa de la dependencia a la legalidad, al consenso y a la sociedad a la que se le comienza a entronizar y a rendir un descarado culto. Los seres humanos no somos animalillos autómatas, no necesitamos autoridad. Necesitamos comprender, conocer, porque ésa es nuestra naturaleza. Sobre todo discernir sintiéndonos lo que somos. Necesitamos dar un paso y estar seguros de ello por nosotros mismos, por la correspondencia existente con la realidad que nos rodea, y no tener que pedir ingenuo permiso para llevarlo a cabo. Cuando existen violencias y daños ejercidos por gente gustosa de tales actividades no se debe a una naturaleza cainita, o a una educación desastrosa y violenta (aunque este apartado tendrá bastante que ver) o a un vacío legal: se trata de la visión que le ha sido transmitida a ese ser, se trata en esencia de las porquerías sociales permitidas por los mismos que pretender educar al mundo. Se corresponde con el rastrero interés, apoyado sobre el fantasma del dinero, que en su exceso trae los males tan gratamente aprobados por unos y por otros. Y claro, cuando esos males aplaudidos nos afectan a nosotros, por el mismo principio de doctrina interesado intentamos poner remedio, empleando si hace falta la violencia por todos los medios.
Lo que está claro es que la ley no determina en absoluto la conducta humana. ¿Acaso un tirano que reprime en sus necesidades a su gente bajo el peso del delito consigue, tras decenas de años de legislación abusiva, que esas personas se comporten de manera propia y natural tal y como pretende el tirano?

Los países árabes en revolución son una buena respuesta. Y aunque el tema del que estamos hablando dista bastante en hecho de los polémicos enfrentamientos del norte de África, conceptualmente hablando son temas similares. Que la ley cívica no determina la conducta humana es un hecho y que si no fuera por nuestra mentalidad interesada y cruel que ahora más que nunca profesamos no nos harían falta dictámenes ni decretos para poder comportarnos tal y como nos corresponde.
El problema añadido que observo en todo esto ni siquiera es la aplicación legal de los intentos de reforma moral que se están llevando a cabo. Lo peor es que se insta cada vez con más fuerza al sometimiento a la ley bajo el no discernimiento intelectual, es decir, que se insta al rechazo a la reflexión y a la aceptación de las convenciones de nuestra actual sociedad. Naturalmente, esta situación de dependencia, brazos cruzados, cientifismo exagerado y alejamiento de la realidad nos lleva a un estancamiento existencial donde las personas se sienten perdidas, ajenas a su propia realidad, dependientes y deudoras de una sociedad por cuya configuración, actualmente dañina, obliga a sus nuevos súbditos a cumplimentar sus exigencias.

Los seres humanos necesitamos pensar, existir. Un ser humano tiene que poder discernir, no entre relativismos, consensos y otras idioteces, sino según esa realidad que le rodea y a la que de forma natural pertenece, con la que se corresponde, en la que existe y con la que existe. Sobran, por tanto, tantos materialismos surrealistas, tanta imposición de lo políticamente correcto y tanta parafernalia de redomamiento sociocultural. La solución legal, siempre inquisitiva en términos moral-filosóficos y realistas es propia de aquellas personas que no saben cómo actuar ni qué hacer, que se sienten impotentes ante lo dañino, de haberlo; o que simplemente, en algunos casos -que haberlos los habrá-, lo hacen para sentirse superiores o poderosos ante sus coetáneos. La solución no recae en prohibir, sino en hacer comprender, en ser fieles analítica y reflexivamente a la realidad. En la claridad ante todo, dejando de lado demagogias y absurdas mezclas conceptuales que no tienen sentido alguno como tal.

Nos estamos atrofiando en nuestra propia humanidad y en nuestra impotencia solo acertamos a aplaudir según nuestros intereses ideológicos.

No se trata de ideología, ni de política, ni de una opinión más. Se trata de una realidad palpable a todos, tan evidente que es imposible apartar o tergiversar.
Estamos perdiendo la correspondencia con la realidad, cada vez nos estamos alejando más de ella y asentándonos en un artificial estado relativista.

No pretendo en absoluto acusar ni dictar doctrina de nada. Tan solo intento hacer llamada a la reflexión y al abandono de la infamia. Dejen las cosas como están, dejen que el ser humano sea ser humano y no fantoche de guiñol. Dejen a la realidad estar, traten los temas y póngales solución tal y como corresponde. No imponiendo, ni educando, sino haciendo ver, pensando, intentando comprender. Solo así la “justicia” se convertirá en Justicia y esos males que quieren evitar habrán quedado evitados.

No hace falta que malogren las obras literarias, ni los filmes, ni la cultura; no hace falta que para reequilibrar la visión apartada de la mujer malogren en su desesperación la del hombre; la única solución recae en actuar según la Verdad. Quizás así no hubiera tanta violencia, tanto sexismo (al concebir, algo que los político-moralistas no hacen, al hombre y la mujer como seres humanos y no cribándolos según sus órganos sexuales) y tanta imbecilidad en todos los rincones de esta sociedad.

Tan solo hace falta algo de cordura, tan solo un poquito de realidad y menos politiqueo y legislación. Y por supuesto, respeto, respeto por las obras ajenas, por la propia realidad y por las propias personas que distamos mucho de ser tontitos dependientes de cuatro árbitros de la moralidad. Bajen al mundo real, por favor. Ya está bien de sandeces. Es hora de progresar, pero no progresar tecnológicamente, sino como seres humanos que somos. Y no de imponer y de tergiversar y censurar.
Solo espero que algún día nos vaya mejor que lo está haciendo hoy. Porque de no ser así, estamos apañados. Pero del todo.