EL CAMINO DE LA AUSTERIDAD

Cuando el bueno de Tolstói promulgó su pensamiento sobre la relación entre felicidad y vida lo hizo con un sólo motivo: que a la humanidad le entrara algo de razón y comprensión acerca de adónde nos dirigimos. Por supuesto, el pesado, el cansino de León Tolstói escribió sus obras durante la segunda mitad del siglo XIX, así que llevaba una agradable ventaja frente a los librepensadores que tendrían que venir después.

Tolstói era un tipo de trinchera y eso me gusta. Quizás se ponía un poco pedante cuando se alargaba con alguna gran obra y la terciaba con un pequeño ensayo o con alguna disertación con ademanes de homilía de misa mayor para terminar de redundar lo redundado. Por ejemplo, al final de Guerra y paz, cuando escribe un muy interesante pero innecesario ensayo acerca de la guerra y el poder. O en Anna Karénina y la parte en la que a Kostia se le iluminan las ideas y llega a su casa, coge a su esposa Kitty y le suelta que acaba de descubrir el verdadero sentido de la felicidad: la vida sencilla.

Vale, León, te pasaste. Ya habían quedado claras todas estas ideas en las actitudes de los personajes del príncipe Andrei, Pierre y Kostia respectivamente en ambas novelas. Lo hiciste un poco mejor en Resurrección, pero aún así, lo que agita verdaderamente el alma, lo que provoca que cerremos el libro y nos dejemos llevar por lo que acabamos de leer son precisamente los hechos de la narración. Lo sabías muy bien, si no no se explica que hubieras escrito obras de arte como La felicidad conyugal, El cupón falso o la so called Hadjí Murat. Quizás el tiquismiquis sea yo y no tú, a pesar de que me encantan esos anexos en los que las cosas quedan bien claras. Para muchos, en ocasiones también para mí, son redundancias, pero pensado para un gran público, que difícilmente analiza cada idea sino que se traga las páginas en transversal, un pequeño ensayo al final del libro o una serie de escenas aparentemente innecesarias e incluso forzadas donde se explican las tesis meticulosamente tejidas en la narración es imprescindible para que por lo menos un trocito de la esencia de los libros logre quedar en la mente de cada lector. Es el precio a pagar entre escribir quinientas páginas de ensayo filosófico y narrar para dejar las cosas claras. En la virtud del término medio se encuentra la ficción que acaba con ensayo, que no termina de ser del todo ficción ni absolutamente ensayo, sino que son como los cuentos con moraleja que el viejo Tolstói les contaba a sus nietos.

Y más cercano al cuento hay un breve relato que apenas ocupa nueve páginas en pdf que se titula ¿Cuánta tierra necesita un hombre?, en el que la idea de la felicidad, la vida y su relación con la vida sencilla no está ensayada sino narrada a través de la actitud de Pajom. Pues bien, por si Tolstói no hubiera sido suficientemente explícito en el cuento, a pesar de haber dado la lata con capítulos teóricamente innecesarios para lectores que no sean chimpancés, después de haber escrito, divulgado y soltado discursos (entrevista incluida del gran Chéjov por en medio) hasta el final de su vida, parece que no ha quedado claro qué puñetas nos quería decir Tolstói a juzgar por artículos como el que accidentalmente me he encontrado en el número 92 de la revista Mente Sana que justifica en el breve cuento de Tolstói la redención de la torpe e ingenua ciudadanía en manos del adoctrinamiento de la austeridad. De hecho, el artículo comienza con las siguiente autoexplicación (auto porque parece que sea el firmante quien intenta convencerse a sí mismo más que convencer a los potenciales lectores). Las negritas son mías:

El camino de la austeridad, una actitud vital llena de dignidad y gozo. 

La austeridad, bien entendida, nos recuerda que podemos progresar continuamente, pero hacia adentro. Más que un fin, es un camino que haya sus recompensas en los goces y lujos más cotidianos y sencillos, alejados de la sobreabundancia material y de los deseos sin fin que caracterizan nuestra sociedad.

Vayamos por partes. Si buscamos austero en la web de la RAE, obtenemos los siguientes resultados:

austero, ra

(Del latín austerus y del griego αστηρς)

1. adj. Severo, rigurosamente ajustado a las normas de la moral.

2. adj. Sobrio, morigerado, sencillo, sin ninguna clase de alardes.

3. adj. Agrio, astringente y áspero al gusto.

4. adj. Retirado, mortificado y penitente.

Hay dos acepciones intercaladas: el significado tradicional, que generaliza la austeridad como la actitud propia del hombre sencillo, entendido sencillo en occidente como la persona que roza o supera la tacañería y la mezquindad; o el sentido de retirado, mortificado y penitente, o sea, la actitud del amargado, que lucha por limitar la vida de los demás porque es incapaz de vivir la suya propia. La austeridad, bien entendida, y sin necesidad de aclaraciones por parte de la RAE, es pobreza, limitación y actitud roñosa y desconsiderada, toda una recatada y fina apología de la espiritualidad y el progreso humano.  Ser austero no es un camino hacia la felicidad y el gozo, es el estancamiento de la humanidad en su propio lodazal ontológico, que incapaz de alcanzar la felicidad y conocerse a sí mismo decide fundamentarse en la avaricia para resarcirse sobre el mundo. Los austeros ni son humildes ni son sencillos, son pedantes avariciosos que encuentran su superioridad moral en la pobreza ajena. Un hombre sencillo, el hombre que defendía Tolstói, no buscará excusar los recursos sino que cada cual tenga lo justo y necesario en cada momento de su vida y acorde a su condición, sin promulgar el exceso ni la carencia. Un austero se vanagloria de ver hambre entre sus congéneres, mientras un hombre sencillo sólo deseará la felicidad del mundo antes que la suya propia. Concluyendo, que es gerundio: la austeridad es justo la actitud inversa a la defendida por León Tolstói.

Y aquí se abre otro asunto que me preocupa: las ideologías, como toda postura falsa y alejada de la realidad, necesita basarse en doctrinas de pensamiento que o bien se correspondan por falsedad con sus intereses o, en caso extremo, puedan ser malinterpretadas, manipuladas y readaptadas para sus propósitos. Todas las grandes ideologías han buscando una base intelectual como argumento de impunidad moral ante su barbarie. Es la manera que tienen de adentrarse en la cultura y crear un argumento de valor sobre su idiosincrasia y sobre la masa que tienen que someter.

Tolstói no es el único al que se le toman las ideas a la bartola. Un caso típico de pensador transvalorado es Friedrich Nietzsche, un tipo presuntamente majo con el que se podían tomar unas cañas aunque deseara un holocausto nuclear, si hubiera llegado a conocer la existencia de la bomba atómica. En su obra El Anticristo, por ejemplo, separa las enseñanzas de Jesús del discutible proceder de la Iglesia, postura no sólo acertada sino verdadera. Así habló Zaratrustra es una apología del dolor personal ante un mundo humano degradado que reniega de Dios y del significado de Dios, al que ha apartado de su espíritu y cuya presencia y existencia toma en vano justificando en él los crímenes de la sociedad. Nietzsche, que ironizaba contra antisemitas como su amigo Richard Wagner o su cuñado, es ahora el símbolo y el fundamento de ideologías extremistas. Parecido, aunque menos tergiversado, el caso de Karl Marx y el truhán de Engels, dos burgueses fiesteros y desenfrenados que tampoco se tomaban muy en serio aquello de la dictadura del proletariado.

Ahora parece ser que se quiere emplumar a Tolstói el fundamentalismo de la dictadura de la austeridad. Si estamos desprotegidos y están adulterando la verdad y nuestras palabras, y están golpeándonos destruyendo nuestras vidas, leamos a Tolstói y a Saint-Exupéry. Dejemos de leer la sección de política de los periódicos, apaguemos la tele, dejemos a Rajoy hablando sobre sus intrascendencias. Que legislen, que muevan ficha, que censuren. Defendamos nuestra vida, la vida sencilla de la felicidad y el presente de nuestros sueños, construyámoslos, ayudemos con nuestras manos, no dejemos a nadie desamparado, transformemos nuestro entorno y cambiemos para siempre el devenir del mundo. Sin rencores, ni pataletas, ni dictaduras ni golpes de decreto. Todo está en nuestras manos. Conocer la verdad, también. Vayamos a coger las ciruelas que nos ofrece la vida antes que se acabe el verano y la nieve vuelva a cubrirlo todo un invierno más.

TIERRA Y FUEGO

Une fois de plus, j’ai côtoyé une vérité que je n’ai pas comprise. Je me suis cru perdu, j’ai cru toucher le fond du désespoir et, une fois le renoncement accepté, j’ai connu la paix.

Tout est paradoxal chez l’homme, on le sait bien. On assure le pain de celui-là pour lui permettre de créer et il s’endort, le conquérant victorieux s’amollit, le genéreux, si on l’enrichit, devient ladre. Que nous importent les doctrines politiques qui prétendent épanouir les hommes, si nous ne connaissons d’abord quel type d’homme elles épanouiront. Qui va naître? Nous ne sommes pas un cheptel à l’engrais, et l’apparition d’un Pascal pauvre pèse plus lourd que la naissance de quelques anonymes prospères.

L’essentiel, nous ne savons pas le prévoir. Chacun de nous a connu les joies les plus chaudes là où rien nes les promettait. Elles nous ont laissé une telle nostalgie que nous regrettons jusqu’à nos misères, si nos misères les ont permises. Nous avons tout goûté, en retrouvant des camarades, l’enchantement des mauvais souvenirs.

Que savons-nous, sinon qui’il est des conditions inconnues qui nous fertilisent? Où loge la vérité de l’homme?

La vérité, ce n’est point ce qui se démontre. Si dans ce terrain, et non dans un autre, les orangers développent de solides racines et se chargent de fruits, ce terrain-là c’est la vérité des orangers. Si cette réligion, si cette culture, si cette échelle des valeurs, si cette forme d’activité et non de telles autres, favorisent dans l’homme cette plénitude, délivrent en lui un grand seigneur qui s’ignorait, c’est que cette échelle des valeurs, cette culture, cette forme d’activité, sont la vérité de l’homme. La logique? Qu’elle se débrouille pour rendre compte de la vie.

Quelques-uns de ceux qui ont obéi à une vocation souveraine, qui ont choisi le désert ou la ligne, comme d’autres eussent choisi le monastère; mais j’au trahi mon but si j’ai paru vos engager à admirer d’abord les hommes. Ce qui est admirable d’abord, c’est le terrain qui les a fondés.

Les vocations sans doute jouent un rôle. Les uns s’enferment dans leur boutiques. D’autres font leur chemin, impérieusement, dans une direction nécesaire: nous retrouvons en germe dans l’histoire de leur infance les élans qui epliqueront leur destinée. Mais l’Historie, lue après coup, fait illusion. Nous avons tout connu des boutiquiers qui, au cours de quelque nuit de naufrage ou d’incendie, se sont révélés plus grands qu’eux-mêmes. Ils ne se méprennent point sur la qualité de leur plenitude: cet incendie restera la nuit de leur vie. Mais faute d’occasions nouvelles, faute de terrain favorable, faute de réligion exigeante, ils se sont rendormis sans avoir cru en leur propre grandeur. 

Que en cristiano de las tierras hispanas viene a ser:

Una vez más me topé con una verdad que no supe comprender. Me encontré perdido, creí alcanzar el límite de mi desesperación hasta que, una vez que acepté la renuncia a comprender, encontré la paz.

Todo es paradójico en el ser humano, lo sabemos bien. Le aseguramos el pan a alguien para permitirle crear y se duerme, el conquitador victorioso se ablanda, el generoso, si se enriquece, se vuelve un roñoso. Que nos importan las doctrinas políticas que pretenden abrir a los hombres, si no conocemos de antemano qué tipo de hombre abrirán. ¿Quién va a nacer? No somos un rebaño dominable, y la aparición de un Pascal pobre pesa más que el nacimiento de algunos personajes ricos.

La clave, no podemos preveerlo. Cada uno de nosotros ha conocido las alegrías más intensas allí donde no pensaba encontrarlas. Ellas nos han dejado tal nostagia que echamos de menos hasta nuestras miserias, si nuestras miserias lo permitieron. Probamos todo,  encontrando de nuevo a nuestros compañeros, el encanto de los peores recuerdos.

¿Qué sabemos nosotros sino que son condiciones desconocidas las que nos impulsan? ¿Dónde albergamos la verdad del ser humano?

La verdad no es en absoluto aquello que se demuestra. Si en este terreno, y no en otro, los naranjos desarrollan raíces sólidas y se llenan de naranjas, aquel terreno será la verdad de los naranjos. Si esta religión, si esta cultura, si este tipo de valores, si esta clase de actividad y no cualquier otra, favorecen en el ser humano dicha plenitud y descubren en él a un gran señor que se ignoraba es que este tipo de valores, esta cultura, esta clase de actividad, son la verdad del hombre. ¿La lógica? Que se ocupe ella de rendir cuentas de la vida.

Algunos obedecieron a una vocación suprema, que escogieron el desierto o la línea, como otros han eligieron el monasterio; pero habría traicionado mi objetivo si me detengo a convenceros de admirar a los hombres. Aquello que es admirable de antemano es el terreno que les ha modelado.

Las vocaciones juegan sin duda un papel. Los unos se enclaustran en sus tiendas. Otros, realizan sus caminos de manera imperiosa en una dirección necesaria: encontramos en la historia de su infancia los rasgos que implicaron su posterior destino. Pero la historia, leída fuera de tiempo, da el pego. Todos hemos conocido tenderos que, en el transcurso de una noche de naufragio o de un incendio, se mostraron más grandes que como ellos se pensaban. Ellos no se percatan de su plenitud: aquel incendio será por siempre la noche de su vida. Pero por falta de nuevas oportunidades, por falta de un terreno favorable, por falta de una religión exigente, ellos se durmieron nuevamente sin haber creído en su propia grandeza.

[Terre des hommes, Antoine de Saint-Exupéry, original editado por Folio en 1939]

Y así pasamos nuestra vida, girando como en una noria sin retorno, sin conocer la grandeza que habita en nuestros corazones. Pasa el tiempo, y la vida, y las oportunidades para abrir nuestra alma. Es en ese momento cuando, atormentados ante la evidente falta de aplomo para desenterrar nuestra grandeza, justificamos en el mundo la raíz de nuestras desgracias. Pero siempre habrá una noche de incendio o de naufragio en la que liberar por siempre nuestra grandeza de cuyo recuerdo no podremos escondernos. Somos más capaces de hacer realidad nuestros sueños de lo que creemos. La humanidad y la capacidad para sentir habitan en nuestra esencia. Otra cosa es que prefiramos arremolinarnos en la idea de incapacidad y seguir echando la culpa al mundo. El asqueroso mundo. El que siempre nos traiciona.

Por mi parte, voy en busca de mi grandeza. Nada como comenzar de nuevo con una cita del bueno de Saint-Exupéry. Pocas voces he leído tan acertadas y con tan buen criterio de la realidad como la del piloto francés. Léanlo, háganle caso, merece la pena.

PALABRAS

Las palabras vienen y van. Se usan, se estrujan y a veces, hasta se tiran. Las palabras no definen el mundo como aseguran los postmodernos. Las palabras referencian cada elemento que forma parte de la realidad permitiendo sostenerlo en nuestros labios. El prodigio de la humanidad no es hablar para comunicarse, sino reflexionar y sentir la vida para poder contenerla en nuestros corazones.

Las palabras son el mejor espejo de la humanidad. Cada época tiene las suyas. Un historiador moderno que pretenda triunfar en su entorno académico no puede explicar un proceso humano si no introduce un término del campo semántico de la economía. Convivimos día a día con cientos de términos que tratan de marcar el ritmo de nuestra existencia, y nos zambullimos en un océano de vocablos cuyo sentido y fundamento hemos asimilado en un falso ritmo de cotidianeidad. Sentimos que nuestro lenguaje es libre, a pesar  que algunas palabras están encadenadas al infortunio del desuso. Un lingüista explicaría que los idiomas evolucionan según las necesidades de sus hablantes, pero lo cierto es que desconocemos qué necesitamos realmente. ¿Podemos permitirnos asesinar el amor? ¿Es posible identificarnos con una actitud económica que trata de aniquilar el escaso pedazo de humanidad que sobrevive en nosotros? Hemos sacrificado las palabras para quedarnos con las cifras, y con ello hemos dejado de pensar para dejarnos arrastrar por la corriente del relativismo.

A la ciencia le falta filosofía para encontrar sus palabras. Buena parte de los investigadores son incapaces de dominar un estilo de escritura sencillo y eficaz que les permita expresarse con riqueza conceptual. No es falta de educación, es falta de reflexión. Incapaces de mirar el mundo por sí mismos, vacíos de sentimientos que promuevan el pensamiento, no encuentran palabras que describan su entorno porque no tienen nada que describir. De hecho, faltan adjetivos, no sustantivos. Sabemos diferenciar una escalera de un vaso, pero no explicar con humildad y certeza los fundamentos atómicos que provocan la diferencia entre ambos objetos. Nada está fuera del alcance de nuestro intelecto, pero concibiendo el mundo como un ente complejo e inabarcable nos sentimos protegidos ante la escasez de pensamiento. Todo es cuestión de matices, y en los matices está la verdad. Un beso, una caricia, una palabra en el momento preciso y se hace la vida. Un alma se ilumina con un suspiro de amor. La gravedad tan sólo necesita una insignificante partícula para juntarlo todo.

Sin embargo seguimos pensando que es mejor calcular que sentir, que es más seguro dejarnos marear por la infamia social que alcanzar nuestros sueños aunque la corriente empuje en contra. Si viviéramos la vida a través de nuestros sentimientos alcanzaríamos la energía vital necesaria para atravesar las barreras ideológicas en un efecto túnel de verdad. El opuesto al conocimiento no es el desconocimiento, sino la incertidumbre. Por eso las pelis de terror ocultan el rostro del mal. Precisamente por eso se quedan siempre los necios y escapan los corazones nobles. No es una fuga de cerebros, sino una puesta a salvo de la humanidad.

Platón y su caverna, Tomás Moro y Enrique VIII, guillotina contra verdad. Adoctrinamiento proletario contra humanismo. Materialismo darwinista contra kropotkinismo. La ayuda mutua del humanismo ruso contra la idea pseudocientífica de supervivencia. ¿Hechos probados? Tan solo palabras. Cada cultura escoge sus héroes, aunque a algunos les toca siempre habitar en el olvido. Revoluciones y contrarrevoluciones, pensamientos que separan personas y abrazos dialécticos que las aúnan. Palabras que se quedan para siempre en el horizonte de nuestra existencia.

Podemos cambiar el mundo con una palabra. Las palabras son pájaros que vuelan con el viento fraguando un mundo en cada espíritu. Alcémoslas bien alto hasta alcanzar el futuro que nos espera.

FRIVOLIDAD

Durante un tiempo, la cabecera de este blog estuvo custodiada por un baturro con fusil. Por supuesto, sólo se veía el ambiente difuminado, un trozo del viejo farol y al soldadito, con su traje típico mal apañado, vigilando uno de los improvisados bastiones que Palafox mandó construir durante la tregua de verano en 1808. Sin embargo, el recorte heroico esconde algo un poco menos propagandístico. Si tomamos el lienzo completo del cuadro Baturro de guardia durante los Sitios, del pintor zaragozano Marcelino de Unceta, observaremos esto:

Baturro_de_guardia_durante_los_Sitios_de_Zaragoza

Marcelino de Unceta era un pintor de historia, y los pintores de historia rara vez emplean el óleo para ilustrar la realidad. En 1902 pinta este cuadro bastante cercano al estilo de las vanguardias que se habían instalado y desarrollado con soltura en la ciudad de la luz. Unceta tiene el privilegio de rescatar el legado de Orange o de Louis-François Lejeune para rendir su particular tributo a los héroes y mártires de la Guerra de la Independencia, de cara a la celebración del primer centenario del comienzo de las hostilidades. Y busca un recodo de la historia que no haya sido narrado, pintado o desgastado por otros artistas. El impresionismo del detalle. Un soldado cansado y fatigado, sin ánimo de hostilidad, que protege el sueño de sus tres compañeros, sin uniforme, que por abandonar han abandonado hasta sus fusiles. Al fondo, entre la neblina, un cañón abandonado.

Labradores, que no han tocado un arma en su vida, fatigados, entre ruinas y sin disciplina militar (el fusil nunca es abandonado por un soldado, ni siquiera durante el sueño, y mucho menos en un frente de guerra). La visión más desgarradora desde las tropecientas agustinas pintadas y cantadas en todo el mundo. Pero las agustinas ni siquiera tienen rostro, porque casi ningún artista llegó a conocer el rostro de la gran heroína de Zaragoza. Son inventadas. Como el combate glorioso de Lejeune en el patio de Santa Engracia o la propia pintura de Unceta. Son testigos de una ciudad y unos combates inventados, anclados en la idea compartida de heroísmo y en la entrega absoluta de los defensores a la acción bélica. La Zaragoza de Unceta, como la de tantos otros, no es la Zaragoza de los Sitios, ni siquiera una reconstrucción deforme de aquella Zaragoza, sino otra distinta, una que cure las heridas de la derrota, la invasión y la destrucción que la desgarró. Así nació un mito que se exprimiría y se retorcería hasta las batallitas recreadas como conmemoración del II Centenario hace unos días.

Los pueblos buscan sus héroes, como las personas, y si no los encuentran deformarán el heroísmo hasta convertir cualquier exabrupto en un alarde de valentía y ejemplo a seguir. Ahora mismo, que andamos un poco flojos de reflexión, cualquiera puede convertirse en uno. Antes, con algunos méritos y un poco de caos, también. La propaganda no es un invento de la guerra moderna, cada nación ha inventado la suya a partir del boca a boca. Y aquí es donde subyace la dimensión heroica: destrozados por el horror de la guerra, con el miedo y el dolor aún impresos en las entrañas, tanto unos como otros necesitan creer que han hecho todo lo posible. Aún más: que han hecho más que todo lo posible. Y que los que dejaron su vida en el frente fueron mucho más que seres humanos.

León Tolstói habló de los héroes de Sebastopol antes de que Sebastopol se convirtiera en la Zaragoza rusa. Luego, el estalinismo sustituyó la gesta de aquellos hombres por los patrióticos relatos de resistencia y sitio que soportaron los camaradas en Stalingrado y Leningrado, por contener menos alarde burgués y mayor carácter propagandístico para la ideología. Pero en la época en que escribió Tolstói, o sea, mitad del siglo XIX, las gestas de Sebastopol eran lo más. Llegaron a todos los círculos intelectuales, incluidos los beligerantes París y Estambul, donde nadie discutió el heroísmo y el sacrificio de los marineros rusos. Tolstói, sin embargo, que estaba de balnearios por la zona, escribió probablemente el testimonio más fiel que se haya legado jamás a la historia de un acontecimiento histórico con tanta repercusión y significado para la Europa decimonónica. Comienza diciendo que los héroes no existen, y que si existen son tan puntuales y tan humanos que no tiene sentido recompensarlos por encima de cualquier otra persona del mundo. Y pone ejemplos. Dice: ¿es acaso más héroe el soldado que aprovecha cualquier momento para adherirse a una timba que el aprendiz que se entrega a la limpieza del cañón o que el médico que llena sus manos de sangre al intentar extirpar los balazos de los innumerables heridos que llegan desde las trincheras? Es evidente que no, que Sebastopol y su defensa no fueron heroicas, y que si debe haber un heroísmo es el espíritu de resistencia ante tal infierno. Porque desde el principio de la contienda, los treinta mil marineros rusos sabían perfectamente que no resistirían el asedio del casi medio millón de soldados bien pertrechados y con muchos más cañones y suministro que ellos. Y aceptaron resistir. Pero salvo ese espíritu, compartido por casi todos, no hay héroes, sino miembros de una misma heroicidad. Por eso Tolstói nos pasea por la ciudad y nos advierte: se dirán muchas cosas de Sebastopol, probablemente Sebastopol se convierta en el mito bélico más trascendental de la historia moderna, pero nada de lo que se diga en esos relatos, aunque gratifique el honor de los pueblos, será completamente cierto, porque lo cierto es el barro, la sangre, la pobreza, la muerte, los lamentos, el terror, la duda, la cobardía de los resistentes, la huida desesperada, la valentía, la entrega, las apuestas, los lios de faldas y los bailes en las plazas. Y ni un solo pensamiento en la guerra. El único héroe para Tolstói es la verdad. La verdad es que nadie piensa en la guerra cuando estás en la guerra, porque es tan liviana e insignificante frente a los detalles maravillosos de la vida que a quién le importa que retumbe ese cañón mientras se siga bailando en la plaza de las flores con las hijas de los marineros.

León Tosltói, al menos, ha legado una visión acertada de la vida. Como lectura, ha sido relegada acusada de frivolidad. La misma que aplica Galdós a la hora de narrar la guerra de Zaragoza. Mientras que Tolstói nos presenta la naturalidad de los bailes y el trasiego de apuestas, deudas y pactos de honor entre los combatientes, absolutamente despreocupados del horror que se está viviendo unos metros más allá de donde juegan a las cartas, Galdós describe una Zaragoza entregada que únicamente piensa en destripar gabachos. Si en Sebastopol no se recogen los muertos de las calles es porque la miseria es tan palpable que no hay fuerzas para ello. Si en Zaragoza los moribundos son atendidos improvisadamente es pensando en cuántos franceses podrán ser destripados tras la recuperación del enfermo. Cuando Gabrielito se enamora de una chiquilla y se ven a escondidas en la plaza de San Felipe, es porque en el fondo no es consciente de la gravedad de los hechos que están sucediendo en la ciudad. Y Galdós se lo recrimina a su personaje en cada conversación o confesión: frívolo, que eres un frívolo. Con la que está cayendo, con cientos de muertos y heridos tirados por el Coso y decenas de mujeres blandiendo sus tijeritas de costura para cargar contra los dragones y tú, un jovenzano en edad de combatir, enamorándote de la hija de un ricohombre. Porque tiene que ser ricohombre, para no compartir la penuria de no destripar franceses y que la frivolidad sea aún mayor. Y Gabrielito, angustiado por su frivolidad y su falta de deseo de destripar gabachos se pasea por el Coso y por la plaza de San Miguel y recobra el espíritu belicista para entregarse a lo verdaderamente importante: destripar franchutes. Lo salva la campana, que anuncia la rendición de la ciudad, pero si no, ahí hubiéramos visto a Gabrielito, postulándose para héroe nacional, destripando casacas azules y disparando cañones de noventa libras como un buen patriota, impasible ante las caricias de la chica de San Felipe.

Todo lo contrario a Tolstói, que nos habla de hombres cobardes, jóvenes que se han escapado de su puesto de guardia para rondar a las mozas de la plaza de los bailes y de brillantes militares que han aceptado luchar en Sebastopol en busca de un rápido ascenso social. También los muertos son diferentes. Los muertos en la guerra son cifras. No tienen nombre ni apellidos, ni siquiera una imagen que poder recordar de ellos. En el caldo de los muertos cabe cualquier cosa muerta, y no se notará en el relato. Galdós juega con ello y habla de los muertos. En Sebastopol no hay muertos, hay muertos. La hija del marinero rondada por el asistente del oficial, que llora en la ventana la muerte de su padre. El hermano que ha sido masacrado en la cuarta y que es nombrado en la enfermería, mientras el médico sierra una pierna justo al lado. La Zaragoza real debió parecerse mucho al Sebastopol encharcado de sangre, mugre y lodo que nos narra Tolstói y no a la pulcra ciudad patriotísima que nos han tratado de hacernos creer que era.

Sin embargo, el heroísmo no se diluye con la miseria, la cobardía y las dudas, sino que reside en la actitud humana sobre quienes se aplica. Quien es capaz de capear una guardia para pasar la noche con la mujer amada y a la vez sacrificarse por su compañero en el bastión es un héroe. El médico que llora ante la impotencia de ver a los heridos morir en sus manos es un héroe. Luchar inconscientes de la realidad de la vida es renunciar a ella y rendirse ante la adversidad. Seguir amando y siendo uno mismo es luchar por la vida para no ser jamás vencido. Ni Tolstói ni Galdós vivieron los respectivos sitios, pero mientras que uno recopiló los cantares de gesta dedicados a Zaragoza, el otro visitó la ciudad antes de la ruina e interrogó, después, a los soldados que habían sido evacuados de la ciudad.

Me gustaría pensar que hoy más que nunca hacemos alarde de toda la frivolidad del mundo. Adoro ser frívolo y ser absolutamente incapaz de escribir algo que no sea inútil a los ojos del mundo. Quiero ser inútil, y vivir en la inutilidad de un beso al atardecer, de una caricia en un paseo inesperado o de una mirada escondida detrás de cada instante. No sé vivir de otra forma que no sea siendo inútil y rodeándome con la inutilidad de cada uno de mis actos. Que sirvan para mí, y para el mundo, y para nada más que para servir a las cosas.

Quiero que me llamen frívolo para poder vivir los sueños y construirlos en la frivolidad. Guárdense sus periódicos y las secciones de economía, escondan las noticias en mi presencia y no nombren las cosas insignificantes del mundo. Soy un insensible, como Tolstói, y soy incapaz de concienciarme de la importancia de Wall Street y los bonos basura que tanto temen los gobiernos europeos.

Quédense en sus palacios, hablando de la guerra, ustedes que pueden. Yo prefiero el barro de la trinchera. Quedarme con las cigüeñas que comienzan su tránsito y abandonan sus nidos en lo alto de los campanarios. Reflejarme en el agua del río a cada amanecer. Y bailar en la plaza entre flores e impecables uniformes para vestir el alma. Seguiré llevando un tulipán mientras los cañones, mis cañones, retumban con cada pensamiento en la mañana.

EL RÉGIMEN DEL SILENCIO

Toulouse, 24 de noviembre de 1926

Acabo de regresar. No he encontrado nada tuyo. No me escribas, no vale la pena. Mira, para no esperar nada no te doy ni la dirección de allá. Soy excesivamente ridículo. No tiene sentido ir mendigando así una amistad. Yo tenía necesidad de escribirte y tú no tenías ninguna necesidad de que lo hiciera. Puede ocurrir. Quizás te juzgue injustamente pero así sufriré menos y es mejor. Ya no te escribo más, aunque me hayas contestado, da lo mismo: no has sido capaz de hacerlo la noche en que lo habías prometido. No sé porqué razón voy a mandar esta carta. Hace unos días rompí tres, bien puedo romper la que hace cuatro. ¡Bah! será mi despedida. Y no te veas obligada a un recuerdo: ahora ya pienso que todo me da igual. Mi fallo está, Rinette, en haberte pedido demasiado. En haber esperado demasiado de ti… Ahora me doy cuenta y me sabe mal. Pierdo una buena amistad y no te tengo rencor. Es culpa mía si no sé retroceder y contentarme con poco.

Antoine

Café Restaurant Lafayette, Toulouse. Diciembre de 1926

Perdóname, Rinette… Mientras yo escribía tú me escribías -y una carta, además, que me ha hecho muy feliz […] En Toulouse -oh, Rinette- rehago cada día mi camino provinciano. Paso junto a esta farola y en el café me siento en aquella silla. Compro mi periódico en el mismo quiosco y digo cada vez la misma frase a la vendedora. Y los mismos compañeros, Rinette…hasta que sienta, Rinette, una necesidad inmensa de renovarme, de evadirme. Entonces emigraré hacia otro café, u otra farola u otro quiosco de periódicos e inventaré otra frase para la vendedora. Una frase mucho más hermosa.

Me canso rápidamente de mí mismo, Rinette, y por ello no haré nunca nada en la vida. Necesito demasiado el ser libre. […]

Perpignan, diciembre de 1926

Rinette, no eres muy amable conmigo. No volveré a escribirte porque no me gusta sufrir una decepción a cada correo. Para ti esto no tiene importancia pero yo vivo solo aquí y encuentro placer en las pequeñas cosas. Y además tú rehusas las cartas de conversación. Y a mí las cartas de cortesía cada tres meses me fastidian. Seguramente dirás: “¡Dios mío, otra carta que responder!” Pues no vale la pena. Y a lo mejor también te molesta por algo en concreto: las personas son tan complicadas…

Es imprudente dar a las personas aquel derecho del que hablabas -derecho a que te interesen un poco-. Se aprovechan… Pienso que debo parecer tonto diciéndote esto. Pero me da igual. […]

Lisboa, 19 de Septiembre de 1929

Mi vieja Rinette,

Me voy -por desgracia- a América del Sur. He pasado en París dos días melancólicos: no he vuelto a ver a nadie. ¡La salida ha sido tan brusca!

Cree en mi mucha amistad.

Antoine

18 de julio de 1930

Cómo es posible, Rinette, que tenga que enterarme por casualidad de que estás en Río: ni siquiera me lo has dicho. Habría podido ir muy fácilmente la semana pasada.

Quizás pueda ir todavía, pero sin duda tendrás muchos compromisos, almuerzos, cenas y veladas, y serás invisible. Además, parece que no tienes mucho interés.

Si el avión que viene del norte no ha pasado todavía quizás tengas tiempo de mandarme una nota.

Estás mezclada a tantos recuerdos, formas una parte tan importante de la vida pasada que hubiera creído imposible para mí ir a Francia y no verte.

Tú vienes a Río y ves esto como muy posible. Es raro, me encuentro un poco envejecido al ver cómo envejecen todos mis recuerdos.

Antoine

No recomiendo leer Cartas a una amiga inventada. La herencia literaria que rodea a Antoine de Saint-Exupéry es imprecisa y limitada, completamente huérfana de una visión global del autor y su obra. Leer El Principito es fácil. Leer Correo del Sur es fácil. Leer Cartas a una amiga inventada requiere conocer la soledad.

Ni siquiera Renée de Saussine (aka, Rinette) supo comprender la soledad de su amigo durante los muchos años que se estuvieron carteando. En concreto, unos seis o siete. Y a pesar de todo, comete la osadía de publicar un prólogo hablando de lo mucho que quería a su amigo del alma Saint-Exú (como ella le llamaba), los pasteles que tomaban juntos en La dame blanche y las películas que algunas tardes iban a ver en el cine de estrenos del distrito de Saint Germain. De hecho, dice:

En lo sucesivo, estando Antoine lejos, nosotros, sus amigos, le escribíamos. Yo le escribía. Pero no lo bastante. No con la rapidez deseada. Este fluído anti-soledad que él reclamaba necesitábamos, como los curanderos, tiempo para rehacerlo.

O sea, chère Rinette, que a mí, un chico de 2013, me vienes a contar que no tenías tiempo  para atenderle. Que le escribías. Ya. Imagino. ¿Antes o después, querida Rinette?

Louise de Volmorin
Louise de Vilmorin, “Loulou”. Después de años de “fiancées”, con una boda a punto de celebrarse y habiendo hecho renunciar a Antoine de su pasión, la aviación, decide casarse con otro hombre. Y a pesar del dolor, Antoine le siguió escribiendo como si nada hubiera pasado hasta el final de sus días…

Porque no es lo mismo escribir antes de que te hayan escrito que después de haber acumulado veinte cartas suyas antes de que te dispongas a enviar la tuya. A las pruebas me remito. Qué fácil es hablar del amor y del cariño profesados cuando el interpelado ya no se puede defender. Qué poco se habló de ello antes de que su avión fuera derribado en las costas de Marsella. Una persona se deshace lentamente durante más de diez años viendo cómo sus amigos son incapaces de apoyarle en los momentos más delicados y ahora que ha muerto y es un renombrado escritor todo el mundo manifiesta su profunda amistad con él. Cuánto le queríamos y le apoyábamos cuando su gran amor Louise de Vilmorin le abandonó después de años de noviazgo y una boda planeada para casarse con un americano mucho más rico que él (porque sí, Rinette, y para las actuales Rinettes, los hombres también sufrimos por estas cosas y las cicatrices quedan grabadas, para siempre, en nuestros corazones). Solo, abrazado al tránsito. El tránsito simbolizado a través de la aviación, de la incertidumbre del viaje, de la vida en sí misma. Y vosotros, sus amigos, negándoos a conversaciones largas, obligándole a colgar el teléfono las veces que él llamaba.

Vosotros, sus amigos.

No habéis aprendido nada.

No tenéis ni puta idea del dolor que causa vuestra indiferencia.

Por eso no todo el mundo está capacitado para leerlo. Muy poca gente lo entendería. Cartas a una amiga inventada son pequeñas confidencias escritas desde el dolor de la soledad a una amiga completamente indiferente a su situación, que de hecho, publica una selección de las más trascendentales como quien saca del trastero un baúl viejo sin importancia.

Me duele Cartas a una amiga inventada. Me duele que puedan existir personas como Rinette. Me desgarra que, además, tengan la poca decencia de mentir al mundo y hacer creer que nada es lo que parece. Porque aquí las apariencias no engañan.

Así es el régimen del silencio.

EL OTRO SENTIDO DE LA VIDA

Un avión vuela en alguna parte del firmamento. El sol se está poniendo y el telegrafista ha iluminado la cabina. El piloto tantea los mandos con precaución, encajando en su ceguera dónde se encuentra cada elemento del instrumental. Detrás del coleo suena un martilleo metálico. El ayudante acaba de entregarle un telegrama. El cielo está despejado. Delante de nuestra casa hay un grupo de tangueros. También tienen la ventana abierta. Las estrellas custodian el alma de Buenos Aires. La última vela de la granja acaba de rendirse a su paso.

A veces dudo si soy Rivière o Fabien. Tengo mis motivos para hacerlo y no aclararme nunca. Porque ambos son indivisibles; su oposición, lejos de ser excluyente, es complementaria. Rivière se aferra al destino para justificar su vida. Mira a las estrellas y las busca como mensajeras de los pilotos que ha enviado hacia lo incierto. Su responsabilidad le ha condenado a la soledad, y pasea por las calles de Buenos Aires con lentos pasos, olvidando el ajetreo de las plazas y las avenidas. Fabien también está solo. Acaba de conquistar el último pueblo habitado. Más allá de la llanura, abriéndose a la noche que comienza, no hay nada. Tres mil metros de altura lo separan de la bóveda de la tierra, mientras las últimas estrellas se apagan para irse de dormir.

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En alguna parte, ella espera que vuelva, de la misma manera que nosotros esperamos el telegrama en cada línea escrita en el relato. Vuelo nocturno es otra de las joyas que componen el legado de Antoine de Saint-Exupéry. Saint-Exupéry es un escritor de confidencias pero, sobre todo, es un escritor de la vida y del detalle. En ninguno de sus libros narra grandes historias. Es consciente de que la extensión del instante acaba por deformar el relato. Su experiencia es autobiográfica, y un piloto, y un oficial en tierra, no sueñan con la Ilíada y se comportan como uno más de sus guerreros, sino que se aferran a la luz de un farol a miles de metros de altura o al martilleo que produce el telegrama que está llegando desde la Patagonia. Su vida se asemeja más a Ulises viajando a Ítaca en la plena asimilación de los peligros que supone el viaje, a pesar de haber sido recorrido una multitud suficiente de veces como para realizarlo sin temor alguno.

Rivière coordina el intercambio de correo entre Toulouse y Buenos Aires, y luego las rutas locales de Uruguay, Chile y Patagonia. Él se siente el padre de todo aquel imperio construido con tanto esfuerzo. Carga a sus espaldas con la memoria de cada uno de los pilotos muertos en las tempestades. Y está solo, su conciencia lo aísla en su trabajo y en la disciplina impuesta sobre los pilotos que, un día, cargarán aún más sus débiles entrañas. Por eso encarga a Robineau que imponga disciplina. Rivière lo considera un flojo por no imponer las sanciones pertinentes con la dureza que debería de manifestar un inspector. Mientras Robineau aspira a volver a Toulouse junto a su amante, Rivière se entrega a una eternidad inalcanzable y deja que la lluvia le empape durante la espera de la llegada de los vuelos del correo.

Fabien, en cambio, representa otro tipo de eternidad, la eternidad verdadera. Vive de las pequeñas cosas, los detalles suponen la esencia de su existencia. No se conforma con existir, siembra vida en las cosas a las que entra a formar parte. Y siempre mira hacia delante, en la soledad del vuelo, la inmensidad de las llanuras y el abrazo ciego de la noche. Su esperanza es su guía.

Pero Rivière conoce la noche porque su alma vive en ella. Las luces del cielo de Fabien se apagarán. Volará abandonado a la suerte de una corriente de viento o de un cambio brusco de tiempo. Envía telegramas a últimas estaciones de la rivera atlántica. Sus temores son ciertos: el cielo está despejado. No quiere cenar solo esa noche.

Leer a Saint-Exupéry reconforta incluso en los peores momentos. A diferencia de los escritores de su generación (y de los actuales, y más aún de los que vendrán), no habla de lo perdido sino de lo que se posee. En Piloto de Guerra, cuando sobrevuela Arras, no se centra en las llamas que se levantan sobre el horizonte y que se extienden hacia el cielo, sino en las gotas de lluvia que golpean los ventanales del avión y los ciruelos aún visibles a la luz del ocaso que evocan el dulce recuerdo de su aya Paula.

Hay otras llamas, lenguas de fuego entre las montañas, chispas que se levantan y que se hunden, arrastrando tras de sí la masa metálica del avión, pero esas chispas conectan al piloto con el mundo, y la naturaleza entra a formar parte del aparato. Así nos lo hace saber cuando regresa el correo de Chile, a punto de ser derribado entre las furibundas cumbres de los Andes. Pero aún así, el piloto habla de la maravilla de cada turbulencia, y del abrazo íntimo que sintió en el momento en que divisó la llanura argentina.

Saint-Exupéry siempre defendió la universalidad de sus relatos, aunque la mala hierba crítica no sólo ha reducido su breve bibliografía al desgastado fantasma de El Principito, sino que además la ha enmarcado en la simpleza que rige la categoría juvenil (que no, repito, la literatura juvenil en sí misma, sólo afecta a su concepción). Vuelo nocturno es capaz de reflejar la tribulación en la vida y nuestra esclavitud al abandonar el detalle de un beso o una mirada para entregarnos a una causa convencional. Rivière ha sacrificado su vida para construir una ruta postal que engulle a los hombres. Y no sólo a las tripulaciones de los aviones de la compañía, sino también a las mujeres que esperan en Toulouse y Buenos Aires el regreso de sus maridos, las familias que miran cada noche al cielo pensando en la travesía o la madre que, a miles de kilómetros de distancia, mantiene su vista fija sobre la vela encendida de encima de la mesa del salón pensando en su hijo luchando contra la tempestad. Nos lo describe a través de los detalles, la narración y los recuerdos de Rivière al hablar con la mujer de Fabien:

Ella tuvo un débil encogimiento de hombros, cuyo sentido comprendió Rivière: “Para qué la lámpara, la cena servida, las flores que voy a encontrar de nuevo…” Una joven madre había confesado un día a Rivière: “Aún no he comprendido la muerte de mi hijo. Lo duro son las pequeñas cosas: su ropa, que me encuentro a cada paso, y, si me despierto durante la noche, esa ternura, ya inútil como mi leche, que me sube sin embargo al corazón…” También para aquella mujer la muerte de Fabien comenzaría apenas mañana, en cada objeto, en cada acto, ya vano. Fabien abandonaría lentamente su casa.

Pero el detalle que convierte a Vuelo nocturno en una novela imprescindible es la continuidad de la vida frente a la adversidad. Ni la ciudad dormida, ni Rivière, ni el secretario ni una sola de las gotas del ciclón que han de derribar el avión detienen su existencia por en fin de un mundo. Muere el mundo de Fabien, no la lluvia, ni los tangueros ni el vuelo a Europa que partirá en el mismo momento en que llegue el de Asunción. La soledad ante la pérdida de un mundo que no se detiene y siempre gira para comenzar de nuevo, sintiendo la ausencia, arrastrando el dolor de la pérdida. La idea (o, mejor dicho, ese matiz de realidad) cobra tanta fuerza en el relato que la muerte de Fabien supone un punto de inflexión en un mundo aparentemente idiferente a su presencia. Rivière, cuando despide al correo de Europa, que ha dejado a su mujer mirando a los tangueros a través de la ventana, le dice que tenga cuidado con la noche algo que, horas antes, el gran Rivière, el gran padre encargado de custodiar el futuro de la compañía por encima de la vida de sus propios pilotos, jamás hubiera sido capaz de desear.

Y la vida continúa, mientras los pilotos charlan despreocupadamente de la desaparición del piloto de la Patagonia. Cada cual continuará su senda y todos llevarán en su memoria la estela que Fabien ha dejado en el viento.

Vuelo nocturno es el viaje a la inmensidad de la vida, un vuelo intenso desde nuestra pequeñez vital que nos recuerda que el único destino es cada instante del tránsito de la existencia.

FOTOS DE FAMILIA

Compro postales, creo que alguna vez ya lo he comentado en este pequeño foro que mantengo como blog. Frecuentemente, si tengo tiempo, recorro mercadillos de lo antiguo y muestras donde se ejerce el trapicheo y la custodia feroz de los objetos, cientos de evidencias de un tiempo que murió para renacer en nuestro ahora y que guardan como testigos el testimonio de tantas personas, tantas historias íntimas y tantas lágrimas y sonrisas acumuladas en los retales del tiempo que es absolutamente imposible quedar indiferente ante ello, tratándolos como objetos de valor sin preguntarse qué ha habido más allá; quién ha escrito esas líneas, cómo era esa persona, cuáles eran sus circunstancias y cuál sería el destino de todo aquello, dónde terminarían las promesas de amor enviadas desde kilómetros de distancia o los abrazos rotos por la distancia, donde se funden imaginación y realidad, entrega y abandono.

¿Dónde converge la vida, cada una de las cosas que existen, cómo terminó cada una de esas relaciones infranqueables y poderosas? ¿Quién no está seguro de la fortaleza de uno mismo y de las cosas que le rodean cuando escribe promesas al viento y a la merced de los mares que ha de atravesar la carta que las contiene? ¿Dónde acaba la certeza para que de comienzo la esperanza que se ahoga en su propio grito?

Tenía un profesor de matemáticas que, durante una de sus clases de topología, detuvo en seco su discurso, guardó silencio unos segundos y, acto seguido, borró hasta el último trazo de la pizarra. Luego dibujó con esmero un círculo casi perfecto y, dentro de él, dos rectas levemente inclinadas entre sí que partían de un extremo del círculo hacia el opuesto, pero que no llegaban a cortarse en él. Admiró su dibujo unos segundos antes de volverse hacia nosotros. Nos dijo: ¿se cortarán en algún momento ambas rectas? Alguien respondió que en el infinito, donde nadie puede abarcar su propia proyección, se cortarían. El profesor miró al alumno con interés y, añadiendo una sonrisa a su gesto, le dijo: ¿te has fijado que nunca se cortarán porque tienen su espacio limitado al círculo? Este círculo es su mundo, es su “todo”, y en su todo no se cortarán jamás. Nosotros, los humanos, hacemos lo mismo: nos empeñamos en limitar nuestro mundo a una ínfima parte de él, renunciamos a concebir el infinito al que pertenecemos y, en esa tozudez, pensamos que nuestros caminos no convergerán jamás. Pero nos equivocamos, estas dos rectas se cortarán. Quienes vivan en el círculo nunca lo apreciarán, pero quienes miren más allá, quienes conciban la vida en toda su maravilla y extensión, se darán cuenta de que todas las rectas, en algún momento y lugar, acaban por cruzar sus caminos y una vez que lo hagan nunca más podrán seguir su trayectoria como si nada hubiera ocurrido, para bien o para mal. Ya nunca más harán el camino solas.

Si compro postales es para mirar más allá del círculo, para abrir ventanas a otras vidas y a otras épocas y tejer con el peso del pasado nuestro propio presente. Por eso, tengo especial cariño a lo antiguo. Un objeto cualquiera dice más de nosotros y de las cosas que nos rodean que mil declaraciones y confesiones. Seguro que todos llevamos encima algún objeto estrechamente vinculado a alguna vivencia o recuerdo del que no queremos desprendernos. Los objetos hablan del camino que hemos recorrido, de todo lo que hemos dejado atrás y de lo que llevamos consigo. El viaje de la vida también se almacena en objetos que evocan recuerdos, hasta el punto de que el objeto en cuestión es tan parte de nuestro tránsito que es imposible desligarlo de nuestra existencia. Forma parte de nuestra vida querer conocer esas historias y también guardárnoslas como un tesoro que solo uno mismo sabe desenterrar al que volvemos muy de vez en cuando para admirarlo antes de volverlo a sepultar con un inevitable aire de nostalgia en nuestro interior. Las postales son pequeños círculos a través de los cuales podemos llegar a palpar el infinito.

A veces los objetos nos guardan sorpresas inesperadas. En una olvidada postal matasellada en 1910 he encontrado un poema muy especial, que también habla de sendas recorridas y caminos que se cortan de manera imperceptible en nuestra vida para ser recorridos juntos para siempre. Es del poeta zaragozano Luis Ram de Viu (1864-1906), y cuyos versos dicen así:

A tus ojos
 
Ojos grandes, dulces ojos;
ojos de casta mirada
brillando como la estrella
primera de la mañana
serenos como la paz
y hermosos como su alma;
quered un poco a mis ojos;
tened de mis ojos lástima;
de estos tristes ojos míos
que han llorado tantas ansias
y a Dios le piden llorando
solamente la esperanza
de ayudaros a llorar
en este valle de lágrimas.
 

¿Qué historia, qué vivencias, existirán detrás de cada una de estas palabras para dedicar, cómplice, estos versos tan íntimos y tan afortunados?

TORMENTA DE MIEDO

En Como pasear en una noche de verano, escribí lo siguiente:

Como ocurre con las grandes obras, Piloto de Guerra ha sido trágicamente considerada un relato menor. No es la primera vez que me encuentro con obras excepcionales que han sido pesadas a bulto por los críticos. León Tolstói y Antoine de Saint-Exúpery comparten bastante en común. Ambos han sido dos escritores que han destacado en el panorama internacional a través de una escritura sin artificialides y con un hilo conductor interno que permite expresar el sentimiento de las cosas, tan difícil de encontrar en unas artes que se empeñan en escribir la historia en función de una tesis y no dejar que la tesis sea consecuencia de esa historia.

Piloto de Guerra posee la misma particularidad que las obras de Tolstói: son relatos en los que el escritor escribe lo que siente sin alterar nada, dejándose sorprender por la propia historia y la propia realidad contenida en ellas. Son obras de auténticos filósofos o de personas que quieren conocer y no tienen miedo a ello. Porque conocer no es observar a través de un microscopio, sino sentir lo observado, pasar a formar parte del interior de las cosas.

Ya sé que está muy feo autorreferenciarse y que es una canallada hacerlo, pero alegaré en mi defensa que es en beneficio del lector. Estos días he estado husmeando por las bibliotecas nerviosamente, con ansia, manoseando los libros y revolviendo en las estanterías, buscando algún buen ejemplar que me ayude a soportar los días de calor que se avecinan. Como dejan llevarse tres ejemplares de un tirón, había traído propuestas pensadas de casa. Por ejemplo, estaba en mente Norte, de Edmundo Paz Soldán, o el aclamado ensayo Enterrar a los muertos, de Ignacio Martínez de Pisón y que aún no había leído. Entre el listado mental de libros a buscar se encontraba una de mis principales bazas literarias para este verano: Infancia, juventud, adolescencia, de León Tolstói. Así que después de confirmar que la biblioteca no tenía Norte, rebusqué en los estantes correspondientes, completamente colapsados por la bibliografía de Tolkien, hasta encontrar el montón dedicado a los Tolstói. No encontré lo que buscaba, sino algo mejor. Entre Los cosacos y Confesión había un libro chiquitito, hiperbreve, de apenas el tamaño de la palma de mi mano. Leí la diminuta tipografía de su lomo: La tormenta de nieve.

¿La tormenta de nieve? ¿Desde cuando Tolstói, el Tolstói que yo creía conocer, tenía algo titulado La tormenta de nieve?

No debo de ser el único que se quedó intrigado al encontrar el bizarro ejemplar. Según parece, a la mayoría también se les ha colado esta preciosidad. Porque La tormenta de nieve, a pesar de su título adusto, desgastado e ingenuo, encierra algo más que una historia perfectamente bien contada.

¿Cómo describir, en una sola palabra, en un único adjetivo, un cuento que es novela, un ensayo que es diario y una confesión que es en relidad ficción y recuerdo a un tiempo? Quizás deba comenzar con algunas de las cosas que me vinieron primero a la cabeza. ¿Recuendan aquel cuadro en que una mujer en camisón mira a través de la ventana abierta? ¿O aquella otra en la que una joven de sombrero dorado y abrigo verde espera, silenciosa, tomando un café en una mesa de cafetería? ¿O a la mujer que mira a través del ventanal que conduce al infinito dorado de los trigales recién segados?

La tormenta de nieve es un cuadro de Edward Hopper, una búsqueda ontológica a través de una narración aparentemente cotidiana y trivial. Tolstói atraviesa una crisis filosófica y espiritual que será trascendental en el transcurso de su vida y cuyas consecuencias quedarán reflejadas en su pensamiento y obra. De hecho, en La tormenta de nieve encontramos un intimismo muy particular que, a diferencia del que podemos encontrar en la mayoría de sus relatos, es frío, disuasorio y distante. De hecho, el enclave escogido para la narración no podía ser más adusto. Un hombre y una mujer joven, Alioshka, que deben cruzar la gélida estepa del Don, en tierra de cosacos, para llegar a la siguiente estación de postas. El paisaje, descargado incluso de vegetación, tan solo posee tres elementos característicos: la nieve, la peligrosa ventisca y la luna, que de vez en cuando se deja entrever. Las troikas y sus ocupantes, así como la estación de partida y la de llegada, son elementos añadidos y completamente superfluos a la narración. Porque, después de haber leído La tormenta de nieve, ¿quién puede seguir pensando que se trata de un cuento sobre un monótono viaje a través de la estepa sideral?

En realidad, todo es un símbolo. La estepa, la tormenta, hasta el tintineo armonioso de las campanillas de las troikas. Tolstói nos los deja muy claro desde el comienzo:

Nos detuvimos en varias ocasiones, el cochero hacía salir sus largas piernas del trineo y se daba a la tarea de buscar el camino; siempre en vano. También yo me apeé del trineo una vez, ¿sería el camino lo que creía haber visto? Pero no me había alejado, haciendo un gran esfuerzo, ni seis pasos contra el viento, cuando me convencí de que por todos lados había las mismas blancas capas de nieve, todas iguales, y que el camino no lo había visto más que en mi imaginación, cuando ¡dejé de ver el trineo! Grité: “¡cochero! ¡Alioshka!” pero sentí que el viento me arrebataba la voz de la boca y en menos de un instante se la llevaba lejos de mí. Me dirigí al lugar donde había estado el trineo, pero no había ningún trineo; caminé luego hacia la derecha. Tampoco. Me avergüenza recordar con qué voz tan fuerte y penetrante, incluso un poco desesperada, volví a gritar: “¡cochero!” cuando este estaba solo a dos pasos. Su negra figura con el látigo y la gorra totalmente ladeada de pronto se irguió frente a mí. Me condujo hasta el trineo.

La narración entera es un punto de inflexión entre lo onírico y la realidad. A diferencia del resto de personajes, el único que parece encontrarse fuera de lugar desde el principio es el propio narrador. Desde el comienzo, se queja de su suerte:

La campanita se oía cada vez menos, un hilo de aire helado se coló por una minúscula abertura en una de las mangas de mi abrigo, recorriéndome la espalda, y en ese momento recordé que el maestro de postas me había aconsejado no viajar, porque corría el riesgo de errar la noche entera y acabar congelado por el camino.

Tolstói, el protagonista de la historia, ni siquiera es consciente de la realidad que está viviendo. Durante el viaje tan solo percibe lo mismo una y otra vez: la misma llanura completamente nevada, el mismo viento helado que congela su rostro con idéntico ulular, incluso la misma campanilla melodiosa e inmutable en su tintineo. Son elementos propios de un estado invariable que no parece real y que obligan al protagonista a cuestionarse si de verdad se está produciendo el viaje o si se trata de un mal sueño y aquello que realmente existe es lo que cree que está soñando. Mientras es incapaz de sentir frío cuando las crines de los caballos se congelan percibe muy vívidamente cómo una mosca se zambulle en su boca húmeda mientras duerme a la sombra de un árbol en pleno verano. ¿Es posible que le hayan intentado matar en el transcurso de aquel viaje infernal o tan solo ha sido una pesadilla, síntoma de la inevitable congelación? ¿Se ha producido el intercambio de troika o han seguido todo el rato en la misma? Ni siquiera es consciente si Alioshka existe de verdad. Para él todo es un espejismo donde se encuentra completamente solo contra sí mismo. Y es precisamente en esa soledad donde puede encontrarse consigo mismo.

Tolstói demuestra una capacidad narrativa impresionante para la edad en la que compuso el relato, con tan solo veintiocho años. Utiliza una atmósfera ruda y simplona que evite elementos descriptivos que alteren el ritmo de la narración, y determina desde el comienzo la evolución del relato tanto en el espacio como en el tiempo, limitándola al marco tradicional aristotélico. La ausencia de elementos descriptivos permite utilizarlos para algo más profundo e ingenioso: mientras la adusta realidad parece no avanzar en el tiempo, los sueños del protagonista lo hacen a un ritmo vertiginoso, con multitud de elementos que están en constante cambio y una serie de sucesos que involucran directamente al narrador. En este sentido, La tormenta de nieve es tan cinematográfica como Cinco horas con Mario, con la diferencia de que Miguel Delibes degrada el entorno para centrarse en la conversación entre el difunto y su viuda, mientras que Tolstói utiliza la monotonía de la tormenta y de la estepa para lograr el mismo efecto y destacar los supuestos sueños del protagonista. El intimismo logrado permite introducir otro elemento determinante a lo largo de la obra del autor ruso: la descripción.

Para lograr que una historia no quede sobrecargada, hay que evitar que la descripción sea externalizante. Es una cuestión profundamente sibilina. Si en un relato, independientemente de su extensión, nos centramos demasiado en el paisaje mientras la acción y, sobre todo, los personajes, se hayan en unas circunstancias narrativas que despojan de sentido esa descripción, habremos desnaturalizado la línea narrativa. El motivo es sencillo: hemos añadido elementos prescindibles que generan una inflexión innecesaria tanto a nivel endógeno, pues afectan directamente a la consecución de la acción, como a nivel del espectador, que queda repentinamente saturado y fuera del hilo conductor de la narración. León Tolstói es consciente de ello y por ello emplea lo que los franceses llaman le mot just. Es decir, la descripción tolstoiana es siempre la justa y necesaria para cada relato. Nunca sobra ni falta nada porque no se impone como autor ante su propia narración, sino que se limita a que sean los propios personajes, en el devenir de la trama, quienes reclamen los detalles y la manera de reflejarlos en la obra. De esta manera es tan importante la descripción del marco como la que concierne a los sentimientos y recuerdos de los propios personajes. En Tormenta de nieve la encontramos desde las primeras líneas, y su uso será el último elemento imprescindible para configurar el ambiente que permitirá la construcción del verdadero relato que se esconde tras la aparente historia del viajero somnoliento.

Si sorprendente es su capacidad narrativa, aún lo es más la manera en que consigue introducir sus propias dudas como pensador y la búsqueda de su propio ser en la piel del protagonista. Realmente solo existe Tolstói y sus dudas, que se expresan a través de los sueños. Todo lo demás es una excusa para darles una consistencia literaria que permita, a la vez, retratar la sociedad y sus consecuencias frente a la realidad, rebosante de vida. Para ello emplea sagazmente dos situaciones paralelas, una de ellas un recuerdo soñado y otra, cuando por fin llegan al destino, la tormenta se ha detenido y el sol brilla en el firmamento y en la nieve acumulada en la estepa.

Un campesino que lleva una hoz se abre paso entre la multitud de mujeres, niños y ancianos agolpados en el borde y, tras colgar su hoz en la rama de un sauce, se quita lentamente los zapatos.

– ¿Dónde está? ¿Dónde se ha hundido? -sigo preguntando, deseoso de lanzarme hacia allá y hacer algo absolutamente extraordinario.

Pero me señalan la lisa superficie del estanque que de vez en cuando riza el viento que sopla. No entiendo que alguien haya podido ahogarse y el agua continúe tan lisa, tan bella, tan indiferente, lanzando destellos dorados con el sol del mediodía; y entonces aparece en mí la sensación de que no puedo hacer nada, de que no sorprenderé a nadie, sobre todo porque nado muy mal. Mientras tanto el campesino ya se ha sacado la camisa por encima de la cabeza y está a punto de tirarse. Todos lo miran con esperanza y asombro; pero una vez en el agua a la altura de los hombros, vuelve lentamente sobre sus pasos y se pone la camisa: no sabe nadar.

La gente sigue acudiendo, la multitud es cada vez más numerosa, las mujeres se aprietan unas contra otras; pero nadie le presta ayuda. Los que van llegando dan consejos, lanzan suspiros, sus rostros expresan miedo y desesperación; de los que habían llegado al principio, unos se sientan en la hierba, cansados de estar de pie, y otros regresan. La anciana Matriona le pregunta a su hija si cerró la puerta de la estufa; el chiquillo que le llevaba puesta la levita de su padre lanza afanosamente piedrecillas al agua.

¿A quién no le viene a la memoria aquella escena en que Jacinta ve pasar los niños muertos camino del cementerio? La única diferencia existente entre Fortunata y Jacinta y este relato es que Benito Pérez Galdós emplea una sobriedad castiza para describirlo mientras que Tolstói utiliza la sobriedad para algo más trascendental, más profundo y más reflexivo, como es la diferencia entre el horror, la continuidad imparable de la vida frente a la muerte y las miserias sociales que conducen a la humanidad a abandonar a sus semejantes y a acusar descaradamente a Dios por ello, cuando éste no tiene culpa de nada. El terror, en cualquiera de sus facetas, simboliza la maldad encubierta de la sociedad, que tanto horroriza al pobre escritor ruso desde su juventud. Quizás fue tras el sitio de Sevástopol, donde pudo observar el heroísmo y la crueldad de la guerra, cuando tomó conciencia de la soledad del justo y la injusticia de la mayoría de quienes le rodeaban. En uno de sus escritos acerca de la batalla y de su anterior vida ociosa comenta lo siguiente:

He adquirido la convicción de que casi todos eran hombres inmorales, malvados, sin carácter, muy inferiores al tipo de personas que yo había conocido en mi vida de bohemia militar. Y estaban felices y contentos, tal y como puede estarlo la gente cuya conciencia no los acusa de nada.

El miedo será, a partir de entonces, un elemento crucial en su pensamiento, en sus crisis filosóficas y en su literatura. Durante la narración de esta pequeña novela el miedo desborda el mundo onírico para perseguir al protagonista en la ventisca, el peligro de la congelación que les obliga a retroceder varias veces durante la travesía o el miedo a ser asaltado y asesinado. Toda la novela es un símbolo del camino de la vida, sus derroteros, las dificultades impuestas socialmente y la confianza en Dios para superar todos los obstáculos que el ser está dispuesto a sortear con su lucha por la existencia y la felicidad, actitud valiente que Tolstói quisiera tener y que no posee, tal y como reconoce en el relato. Paralelamente en el tiempo podemos comprobar esta obsesión, cuando en Hadjí Murat, su novela póstuma, el héroe checheno le confiesa a Butler un episodio de cobardía en su juventud que conduciría a la muerte de sus protegidos, hecho que le marcó para siempre y le obligaba a luchar por los suyos hasta el final, o cuando Pierre salva a un niño de la quema de un edificio durante el incendio de Moscú en Guerra y paz en una escena calcada a la del ahogado.

La edición en español viene de la mano de Acantilado Editorial, traducido por Selma Ancira en un formato que mantiene el intimismo y la intención final del autor. Incluso la colección en la que está integrada, Cuadernos, alude a su carácter íntimo pero a la vez exigente y difícil.

La tormenta de nieve no es un relato efímero, sino una novela sutil, un viaje accidentado y peligroso hasta el abismo de sus dudas y el interior de las cosas. Un interior que transcurre a través de la vivencia, la ficción, el recuerdo, el paisaje y las emociones, descubriendo como en el caso de Piloto de Guerra al Tolstói filósofo y no sólo al magnífico escritor que nos presentan habitualmente. Una confesión restringida para valientes que quieran adentrarse en las profundidades de la realidad y en el pensamiento del olvidado filósofo ruso.

CONTROLADOS

Estoy leyendo El día de mañana, de Ignacio Martínez de Pisón. Lo compré en nochebuena, en mi cada vez más querida librería Los Portadores de Sueños, no como regalo por las fechas en las que estamos, sino porque tocaba leerlo y el mejor momento para ello es en la familiaridad del periodo navideño. Como no suelo ser un comprador afanoso de ninguna cosa, suelo buscar en internet los libros que quiero leer antes de comprarlos para así hacerme una idea del precio y echar un vistazo a las reseñas de los lectores por si se cuenta algo interesante en ellas. El caso es que, como para leer comentarios y consultar el precio no hacen falta muchos formalismos, acostumbro a teclear en Google el título y el autor y a pinchar en el primer enlace que aparece, que casi siempre suele ser el de alguna gran librería del merchandising, que como tal no sólo me ofrece toda la información que necesito sino que, además, también me recomienda interesantes packs a módicos precios que nunca adquiero. Luego cierro la pestaña, me olvido del merchandising y continúo con mis quehaceres en el ordenata.

Esto ocurrió hace unos días y, visto lo visto, parece que la “gran librería del merchandising” no se ha olvidado de mi última visita a su página. Cada vez que me encuentro con uno de sus banners no para de aparecerme la bibliografía de Pisón, pisones antiguos y recientes, de todas las editoriales y formatos. Parece que se hubieran confabulado para bombardear mi ánimo a base de anuncios inesperados, a base de suculentas y sedentarias promesas de descuentos y prontos envíos para los que no tendría ni que renunciar al calor del pijama cuando toque recogerlos. Parece una cruzada destinada a hostigar al incauto internauta hasta que, por desesperación, aburrimiento o compasión se convierte en uno de sus muchos clientes, en un número más dispuesto a saciar las ansias especulativas del gran negocio del merchandising.

Y, sin embargo, lo permitimos. Hasta hace unos meses, la publicidad se limitaba a lo que por tradición nos tenía acostumbrado: anuncios orientados a una masa lectora más o menos definida, la misma en torno a la que se orientan los medios en los que se publican. Los anuncios para la chavalería aparecían en programas infantiles mientras que los diridos a mujeres sesentonas lo hacen entre culebrón y culebrón. Creo que a esto le llamaban “táctica publicitaria”, y si no recuerdo mal, el método se limitaba al típico AIDA. Uno podía sobrevivir bastante bien al aluvión navideño o al anuncio tonto del año, el que repiten en cada bloque publicitario y que no parece dirigido especialmente a tí. Pero desde hace un tiempo la publicidad en internet se está convirtiendo en una lacra infernal. Los anuncios generalistas escasean frente a la publicidad personalizada, la que recuerda tus búsquedas y calcula algoritmos sobre tus posibles preferencias y aparece reiterativamente en cualquier e inesperado rincón de la red sin permitir que te relajes ni un minuto.

Está claro que Internet es de todo menos un sitio donde campar con libertad. Podemos abrir blogs sin que nadie ponga pegas a ello y hacer llegar nuestros comentarios y artículos a un público más extenso con mayor facilidad que analógicamente, pero no podemos dar un paso en la red sin que nuestro ordenador sea constantemente localizado geográficamente, sin que la página que abrimos guarde sin nuestro consentimiento una cookie en nuestro ordenador con nuestras búsquedas y preferencias, y sin que controlen todos nuestros movimientos y los archiven ad eternum con el fin de asociar cuanta más información posible acerca de nosotros. Al internauta no le es fácil abrirse camino en un campo donde cada paso que da significa delatar parte de lo que en realidad es sin que pueda hacer nada para evitarlo. Porque aunque nos intenten convencer de que podemos administar todos los datos que circulan por ahí acerca de nosotros, a nadie se le escapa o debería escapársele que una vez que publica algo, la corrección es un acto ingenuo y la supresión, por mucho que lo exijamos y pataleemos por conseguirlo, es en general una apariencia fútil, ya que es difícil que un dato archivado sea suprimido con buena voluntad y justicia en una sociedad mediocre donde ambas hace tiempo que dejaron de existir. Un ejemplo es lo que sucede con las redes sociales, donde la gente sigue comunicándose de manera muy similar a como lo se ha hecho toda la vida pero exponiendo infinidad de datos a los que no debería tener acceso ni todo el mundo ni todas las instituciones. Nos hemos olvidado de que la sociedad es consecuencia de nuestra existencia y no nuestra madre, y que si queremos comunicarnos y vivir felices con quienes nos rodean tan solo tenemos que ser nosotros mismos, vivir con la realidad que nos rodea, despojados de toda artificialidad que se extralimite de su función y trate de sustituir la realidad que nos rodea y que somos.

Parece que la pesadilla de Orwell sigue acercándose cada vez con menos sigilo y disimulo. Ahora, hasta la publicidad se atreve osadamente a inmiscuirse en nuestras vidas tratándonos como esclavos a los que tutear sin conocer, despojándonos de toda intimidad y, en consecuencia, de libertad. Porque cuando se pierde la intimidad, cuando estamos tan alejados de lo que somos que cualquier truhán nos conoce mejor que nosotros mismos, perdemos la libertad, aquello que realmente es la libertad. Y si perdemos la libertad y estamos tan distanciados de la realidad que nos es imposible retornar a su seno, solo seremos fantoches deshumanizados, incapaces de conocer por nuestra cuenta y existir felizmente tal cual somos.

No me gustan los apocalípticos ni quiero parecerme a ellos, pero no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de la realidad de internet. Cada vez es más revolucionario decir la verdad en estos tiempos de engaño universal.

EL AJEDREZ Y LA REFLEXIÓN

El ajedrez, por si no lo sabían, sigue siendo en España la eterna actividad incomprendida, esa que para la sociedad solo juegan un puñado de cuatro ojos que no son requeridos en deportes de masa amorfa como el fútbol o el baloncesto. Al igual que el golfista tiene sobre sus espaldas la pesada etiqueta de pijo -y no tendría hoy en día porqué ser así-, el ajedrecista la tiene de bicho raro, de un ser aislado socialmente, incluso de ser un personaje que no ha podido lograr el amor del público y ve su gozo en una actividad ociosa que no aporta nada. Porque en el fondo es lo que piensan algunos de los políticos y de los llamados vana y vanidosamente “expertos” acerca de este deporte milenario.

En España, como digo, el ajedrez es casi un cero a la izquierda, o sea, el deporte para frikis. Al igual que en su mediocridad la sociedad es incapaz de comprender todo lo que no responda a sus cánones e intereses (generalizando debidamente y sin referirme a nadie en particular), tampoco pueden comprender que existen personas que sienten vocación por el ajedrez, por sus movimientos, por esa actividad mediocrizada en boca de los mediocres. También hay incapacidad para percibir que no hay símbolo que mejor defina las sociedades hasta la fecha como el propio ajedrez.

La vida y la realidad, a diferencia de la concepción que Pérez-Reverte tiene de ellas, no es una partida de ajedrez, pero sí lo son las sociedades que han existido hasta la fecha. Quien juega al ajedrez comprendiendo su esencia descubrirá que aún en nuestros días la sociedad se organiza como un tablero donde se intenta ganar la partida a base de injusticia, de mal, de daño, de dolor. De esos intereses que tanto amamos ciegos en nuestra imbecilidad. Los peones siguen siendo sacrificados, siguen siendo enviados al frente, a la muerte, mientras las otras piezas se mueven con sutileza, como mirando por encima del hombro al pobre peón que mantiene la posición. El peón, al igual que pretende la sociedad con cada uno de nosotros, solo es valorado cuando es capaz de mantener una posición ventajosa para la victoria, sirve de apoyo incondicional a piezas más valoradas o, tras una dura carrera contra la muerte, consigue llegar a las líneas enemigas y, siempre fiel a los suyos, vuelve como alfil, torre, caballo o dama, dispuesto a salvar el trasero de quienes momentos antes lo pretendían sacrificar sin importarle su futuro una miseria.

El ajedrez (que representa nuestra actual mentalidad injusta) también nos aporta pistas sobre la España de hoy. Para salvar la crisis económica, los valorados socialmente, que jamás serán mejores que otras personas, no dudan en palmotear los dorsos de sus pestilentes apoyos sacrificando a los peones, o sea, al ciudadano, conduciéndolo a la miseria, ante el enemigo, el mismo que nos ha metido en este pozo infecto de sociedad, concepción del mundo relativista y brutal crisis económica, o nos abandona a nuestro aire, al dogma de la supervivencia, con una sanidad recortada y sin recursos con los que poder vivir en el seno de nuestro conjunto social.

Quien juega al ajedrez, aunque sea únicamente como un deporte o un pasatiempo sin mayor tracendencia está obligado a reflexionar activamente y a ver más allá de lo aparente. Aunque no lo crean, el ajedrez tiene mucho de filosofía. Cada movimiento supone considerar algo nuevo, ninguna circunstancia se repite y el jugador, en esos momentos un pequeño pensador, debe ser capaz de ponerse en el lugar de quien considera enemigo, del que tiene delante. Y en ocasiones, al igual que el que conoce la realidad y es capaz de ver más allá que quienes le increpan sin pudor, ocurre algo mágico, algo increíble, una sensación que te recorre el cuerpo, que agita todo tu ser y te hace sentirte tú mismo. Eso tan solo ocurre cuando el jugador es capaz de sentir a su contrincante, de darse cuenta de que es una persona, como él, de que comparten más de lo que creen. Siente y ve la dificultad, la alegría, la emoción del adversario. No se solidariza con él, como diría Hume; la partida continúa. Pero hace algo más importante que solidarizarse de manera utilitarista y demagógica. Es capaz de ser el adversario, de ver sus futuros movimientos, de sentir su esencia, su alma. Cuando llega ese momento ambos jugadores son el propio ajedrez. La partida fluye misteriosa mientras los espectadores no comprenden absolutamente nada. Solo cuando se alcanza este estado la partida ha valido la pena. No hay rencores ni apariencias de perdón cuando termina, no sin esfuerzo, el combate en el tablero. El apretón de manos es sincero, ganador y perdedor están en paz, con la justicia de haber conocido al contrincante y de haber jugado limpio. Únicamente un fantoche sería capaz de regodearse de una victoria en el ajedrez, de humillar al derrotado. Tan solo alguien que no comprende el juego.

En este asunto y no en el aparente, el ajedrez sí representa la vida. No en lo que sucede en el tablero, solo comparable con lo que sucede en la sociedad hipócrita de nuestros días, sino en lo que viven sus jugadores, en la unidad que alcanzan durante el juego, en la comprensión que logran, en el verdadero conocimiento.

El ajedrez obliga, cuanto menos, a reflexionar y a pensar. Cuanto más, a iniciarte en el pensamiento, a acercarte a la auténtica realidad, a tí mismo y a Dios. Al todo del que formamos parte y al que hoy por hoy rehusamos pertenecer.

El ajedrez, si lo piensan, representa al filósofo. Es más, hasta en esto el jugador-filósofo se corresponde con el auténtico filósofo de la realidad. El filósofo, para ser un auténtico filósofo, no parte de ningún maestro, ningún patrón de ajedrecista profesional es tomado disciplinariamente. La realidad debe fluir en el filósofo para poder, no sin esfuerzo, llegar al conocimiento, al auténtico conocimiento. El pensador puede tomar referencias de sus predecesores pero nunca tesis de los mismos, y debe de ser capaz de ver él mismo para poder conocer verdaderamente. El filósofo, no el que es consecuencia del adoctrinamiento en vacías aulas de universidad sino el que lo es por sí mismo, que es capaz de conocer y poner en el lugar que le corresponde cada cosa, es de los pocos que están fuera de la pútrida convención social, de su imbecilidad, de sus tonterías y de su tiranía. Y precisamente por esto no guarda rencor al equívoco, al error, al contrincante igualmente filósofo. Quizás discutan, quizás sus partidas, sus enfrentamientos, parezcan acalorados, llenos de ira y odio, pero acabarán, finalmente, por darse la mano, por felicitarse por lo bien que se ha jugado, por lo que cada uno ha podido conocer y aportar, y por caminar juntos hacia el conocimiento haciendo este mundo y ese juego mejor de lo que son.

Y acabo ya, que me extiendo. Quería compartir estos pensamientos y filosofía con ustedes. ¿Aún piensan que el ajedrez es un juego de frikis? ¿De verdad aún piensan que nuestra sociedad es justa y respetable? Les invito a jugar a ajedrez, a que reflexionen y a que vean más allá de las piezas, el tablero y la supuesta victoria sobre el oponente. Jueguen, que es gratificante. Se lo aseguro.