VENTAJAS DE VIAJAR EN TREN

Al comienzo de Ventajas de viajar en tren aparece lo siguiente:

Imaginemos a una mujer que al volver a casa sorprende a su marido inspeccionando con un palito su propia mierda. Imaginemos que este hombre no regresa jamás de su ensimismamiento, y que ella tiene que internarlo en una clínica para enfermos mentales al norte del país. Nuestro libro comienza a la mañana siguiente, cuando esta mujer regresa en tren a su domicilio tras haber finalizado los trámites de ingreso, y el hombre que está sentado a su lado, un hombre joven, de nariz prominente, ojos saltones y alopecia prematura, que viste un traje azul marino y lleva sobre las rodillas una peculiar carpeta de color rojo, se dirige a ella con esta pregunta tan peregrina:

    – ¿Le apetece que le cuente mi vida?

Desde que Antonio Orejudo la publicó en el 2000, se ha hablado mucho de las claves que rodean a Ventajas de viajar en tren. En el ámbito filológico -y por ende, universitario y académico- es considerada una especie de Talmud o Antiguo Testamento capaz de iluminar con su sapiencia los fundamentos y modismos de la literatura típica de la generación de los sesenta. Hay tesis doctorales, trabajos de fin de licenciatura y toda clase de ensayos y artículos largos publicados en revistas asociadas al estudio filológico rondando por ahí, incluso alegatos de defensa de la brillantez de la obra y su innegable repercusión en la narrativa española posterior. La mayoría de los que han hablado de esta novela con una mínima intención reflexiva están convencidos de que Ventajas de viajar en tren no es solamente la obra cumbre de toda una generación de escritores, sino también una caja de pandora que reúne las referencias más exquisitas de la escribanía histórica y, en consecuencia, una llave que permite entender la narrativa joven de nuestros días, al cargo en gran medida de la generación del setenta y nueve.

Sin embargo, la búsqueda de referencias puede convertirse en una obsesión peligrosa. Isaac Newton estaba convencido de que en la Biblia se encontraba la fecha del fin del mundo. Rastreó durante décadas cada uno de los libros, desde el génesis al apocalipsis; realizó diagramas complejos y resolvió importantes cálculos para entrelazar unas fechas con otras. Estoy seguro de que gran parte de su análisis matemático, el que le llevó a rivalizar con el filósofo Leibniz, tiene su origen en la necesidad de extrapolar grandes sumatorios de cifras y de relaciones numéricas carentes de sentido en apariencia. Al final de sus días resolvió la que para él era la evidente fecha del apocalipsis y ocultó estos datos con el fin confeso de “esperar a que algún día haya alguien en el futuro que las pueda comprender y que pueda utilizarlas para prevenir a la humanidad” (sic). Quizás Newton acertara con más o menos precisión sobre la fecha exacta del suceso, pero sus sinceros testimonios delatan su incomprensión del apocalipsis y de la Biblia. Podría haber aprovechado para aprender lo mucho que ocultan los textos sagrados acerca de la realidad y la vida si simplemente los hubiera analizado y tratado de comprender. Podría haberse dado cuenta que, quizás, el apocalipsis anunciado no tiene porqué referirse a una hecatombe planetaria, sin que ello reste gravedad al caso. Pero Newton no trató de ver, sino de buscar obsesionadamente algo que él creía que tenía que existir.

De igual manera, el ámbito académico hace mucho tiempo que, en general, dejó de mirar más allá de sus narices. Están obsesionados en buscar referencias en los antecesores y claves que delaten el trabajo de los sucesores. Creen -y no sólo lo creen, sino que están absolutamente convencidos de ello- que una vez que alguien llega a algo, el resto es incapaz de llegar también por su cuenta a ese algo. Pero se equivocan. Una cosa es relacionar unas cosas con otras cuando existe vinculación entre ellas (siempre demasiado evidente) y otra muy distinta adjudicar al pasado la existencia del futuro. Se olvidan de lo único importante: el presente. No todo procede del bagaje cultural previo. Es más: el fundamento de esa cultura se encuentra en la realidad de la que procede, lo que obliga a que personas distintas en tiempos o lugares distintos puedan llegar a formas iguales o muy similares para las mismas cosas. Vuelvo al ejemplo previo: Leibniz vivía en la actual Alemania y Newton en su Inglaterra natal. Ambos publicaron formatos matemáticos distintos, con nomenclaturas diferentes y expresiones incomparables, pero tanto el filósofo alemán como el investigador inglés llegaron a una misma operación: la integración. Cada uno publicó sus textos en sus países y dada a la rivalidad presente entre británicos y continentales, las obras de ambos bandos se quedaban en esos bandos. Además, se publicaron casi simultáneamente, y dados los mecanismos de distribución de la época habría sido casi imposible que uno u otro leyera la obra de su contrincante. Ambos llegaron a lo mismo sin tener contacto con sus trabajos ni sus teorías y, sin embargo, pese a que no es ni el primer ni el último caso de este tipo, seguimos asumiendo como imbéciles que los demás lo son y solo unos pocos iluminados monopolizan la verdad de las cosas.

A Ventajas de viajar en tren la relacionan con símbolos de existencia dudable pero, por contra, se han olvidado de un rasgo muy evidente de influencia, que esta vez sí lo es: Ventajas de viajar en tren tiene mucho de Sonata a Kreutzer. Tiene un comienzo ingenuo y sin sentido, hay un tren, una serie de pasajeros y un hombre que decide, con toda la naturalidad del mundo, contar su historia. Hay también historias entrecruzadas, paros en estaciones, interrupciones del relato y la pasividad general de los pasajeros. La únicas diferencias notorias radican en la expresión literaria y en la temática. O quizás en lo último tampoco.

Sonata a Kreutzer presenta una narrativa cuidada y precisa de la que Ventajas de viajar en tren carece. No es una cuestión de estilos, sino de narración. León Tolstoi fragua un relato en la sobriedad y Antonio Orejudo se empeña en construir un relato sobrio. Si algo caracteriza a la literatura contemporánea del final del franquismo y la transición (o sea, generaciones del sesenta y setenta y nueve) es que la expresión narrativa de la sobriedad sigue sin conseguirse. Para lograr la naturalidad suelen utilizar un lenguaje descarnadamente soez y, en demasiadas ocasiones, indeseable. Es indeseable no porque exista repulsa o pudor ante determinados vocablos (que también se da en casos narrativos, pero ese es otro asunto), sino porque está en fuera de juego en la narración. No son propios de las escenas que se están narrando porque, en el intento obsesivo de alcanzar la naturalidad, se están añadiendo elementos aparentemente naturales pero que abruman y destrozan la narración. Alberto Olmos es un narrador estupendo, pero colapsó Ejército enemigo con más sexo del que su hilo narrativo podía mantener. Al final, las propias escenas de sexo que, supuestamente, deberían mantener al lector en la narración, son las que consiguen sacarlo fuera en más de una ocasión. Para muchos de los literatos del postfranquismo (que, aunque lo finjan con su aparente ruptura con el pudor, siguen influidos y ligados a la tradición castiza de la que reniegan), emplear esta técnica supone un elemento de márquetin que ayude a destacar sus publicaciones en la gran masa de novedades que se presentan cada mes. Son acciones de enfant terrible que, bien empleadas en una justa medida, son dignas de todo elogio y admiración pero que, empleadas como salvoconducto y síntesis de la historia, no hacen más que ejecutarla antes de nacer. Destrozar buenas obras por llamar la atención de la gran masa acaba convirtiéndose en el panorama satélite lucrativo que envuelve a la cultura pero que no se corresponde con ella. No hay que tener miedo a las palabras, sino emplearlas cuándo y dónde correspondan. Y esa es una tarea que, hoy por hoy, aún nos queda por aprender a casi todos.

Si leo esencialmente a León Tolstoi es, precisamente, por su capacidad narrativa, por la carencia de puntualizaciones al margen de la narración y por la consecuente naturalidad a la hora de transmitir las cosas. Es un buen modelo para lograr algo que ya andaba buscando antes de saber quién era Tolstoi. Precisamente, ahora que la novela de tesis anda tan puesta de moda, Sonata a Kreutzer podría servir de ejemplo de cómo narrar la impotencia de la víctima, el horror asumido por la sociedad y la complicidad de la propia familia en casos de maltrato doméstico. Porque si en este país, y quien dice España dice Europa y el resto del mundo, hubiera una intención real de mostrar la realidad y no lavar el cerebro con convenciones y terror a la juventud, Sonata a Kreutzer formaría parte de las lecturas consagradas de todos los programas educativos a nivel internacional. Si Sonata a Kreutzer es un relato sobrio, natural e impactante es porque la realidad que se narra también lo es. El autor no pretende convencernos de que el maltratador es una bestia, sino mostrar la brutalidad de los hechos para que podamos tratar de comprender por nuestra cuenta qué es lo que ha llevado a degenerar a una sociedad, a una vida y a una víctima de esta manera. Avanzar, a fin de cuentas, en la verdad de las cosas para solventar los problemas a raíz de esa comprensión, y no retraernos en la maldad del prójimo ni en su monstruosidad. De alguna manera, Ventajas de viajar en tren habla en la misma clave, en un caso completamente distinto, pero utilizando magistralmente el marco de la psiquiatría para mostrar el mismo horror en un marco absolutamente diferente.

Es preferible leer a Antonio Orejudo analizando lo que nos dice y disfrutando de sus novelas que tratando de encontrar claves que quizás no existan. Deberíamos tratar más de comprender las cosas en vez de empeñarnos en encajarlas en nuestra visión del mundo, se correspondan con ella o no. Eso no es conocer, es hacer el idiota. Y a la larga (y ahora mismo también), nos pasará factura.

De trenes, viajes, ventanas y escaleras hablamos el próximo día.

TODO EL DAÑO DE UNA SOLA VEZ

En la biblioteca de Aragón hay dos rincones que me encantan, dependiendo de la intención que tenga en cada visita. Si quiero leer, es imposible despreciar las cristaleras de la planta baja. ¿Alguien se ha fijado en ellas? ¡Qué hermosa luz, esculpida en las plantas del pequeño jardín, perdiéndose entre los edificios, atravesando el vidrio con la claridad de la mañana! El efecto solo dura hasta mediodía, cuando a esa misma luz cariñosa y agradable le da por apuntar de lleno y cocer a los enamorados personajes que nos repantingamos en las butacas, a medio camino entre el sillón y la hamaca campera. El único problema, claro está, es que las mesas son demasiado bajas o, mejor dicho, las hamacas hunden el culo demasiado y es imposible escribir ahí sin retorcerte y acabar molido. Es aquí cuando, si hace falta escribir, hay que cambiar a otra ubicación.

La sala de estudio está descartada. Escribir en una sala de estudio, con su luz artificial y el penetrante silencio no favorece nada. Hace falta algo más agradable y más natural, una alternativa a la luz de los ventanales pero con una mesa y un asiento adecuados. He buscado mucho por toda la biblioteca y el único lugar que reúne todos los requisitos es una pequeña mesa para dos personas oculta detrás de la estantería de los comics, justo al lado de los libros de teoría del guión cinematográfico y los de cine para dummies. Allí me siento algunas veces a escribir o a darle vuelta a algún libro que me haya llamado la atención lo suficiente como para verme obligado a tomar notas in situ.

Hace unos días me atreví por fin con un libro pendiente. Un rato antes había estado leyendo algunos capítulos de La muerte de Iván Ilich, del mil veces nombrado en este blog León Tolstói, y un poemario del poeta argentino y afincado en España Andrés Neuman (del que me encantó un poema que, si mal no recuerdo, se llama Mujer leyendo). El caso es que, cuando me decanté por tomar la edición de Acantilado de los versos de Neuman también miré a ver si había algo de Emilio Pedro Gómez y me encontré con ésto.

No es casualidad que haya recaído en Octavio Gómez Milián. Primero, porque estaba  buscando en la G. Segundo, porque Octavio imparte matemáticas en el que fue mi instituto. No es la primera vez que leo poesía de Octavio, pero sí que me zampo en una sola mañana uno de sus libros. Por qué no nos hicimos todo el daño de una sola vez es una recopilación fabulosamente urdida de poemas de amor, a través de los cuales el lector es sumergido en un océano de melancolía y esperanza que se funden en el instante del recuerdo. Octavio saca su arsenal desde el principio y comienza con una pieza simple, delicada e incluso introductoria a lo que vendrá después. Una descripción del amor tan sibilina ante la que es imposible no quedar interpelado.

ELLA

Me he enamorado tan lentamente
de ti
que parece que estoy así
                                     desde siempre.

Porque si algo caracteriza a la poesía de Gómez Milián es su frescura en ritmo y la sobriedad en el símbolo.

Una observación interesante acerca de las artes de nuestros días es que el símbolo ha sido transformado o, mejor dicho, se ha abierto a un nuevo registro: la interpelación circunstancial. En vez de basarse en una similitud (se me ocurre, por ejemplo, el típico sus dientes eran como perlas/esculpidas en el fondo del mar) el propio hilo narrativo del poema conduce hasta breves y castizas referencias a detalles del entorno del poeta, de los personajes, o de los días que vivimos. Así, por ejemplo, en su poesía hay referencias a rincones de la ciudad ante las que solo un buen zaragozano o un merodeador perspicaz se verá interpelado. No se trata de que el poema se vea restringido a unas referencias determinadas, pero sí suponer un guiño al entorno y a quienes viven en ese entorno. En pocas palabras: no hablo de rascacielos, solo de los neoyorquinos. Y esa diferencia marca un intimismo trascendental en la obra.

Octavio Gómez Milián hace lo que Sergio del Molino o Manuel Vilas en su literatura: el paisaje no es únicamente un entorno circunstancial en el que pasan cosas, sino que es su razón de ser, la esencia de esas cosas. La ruptura amorosa y el recuerdo serán lo mismo aquí o en Sebastópol, pero las lágrimas derramadas y las noches de alcohol solo son zaragozanas. Aquí es donde se diluye la poesía para convertirse en confesión. No se trata de la voz de un poeta que grita cuánto ama o ha dejado de amar, qué bello es esto o cuánto me gustó aquello, sino que se ofrece una ventana a la vida de la persona que se encuentra al otro lado del papel. Las cosas se presentan como tal, sin artificio ni obsesión alguna por dejar claro qué se quiere transmitir, una tarea que si bien es complicada en el resto de artes aún lo es más en poesía, donde el abuso de simbolismo conduce a una constante redundancia insalvable que destroza el sentido de la obra.

Octavio consigue esa naturalidad con maestría, jugando con los versos, cortando las frases, bailando con los silencios. Detrás de algunos poemas parece escucharse una sintonía de fondo que nos traslada a otra Zaragoza y a otras personas, esquinas y recuerdos de una ciudad que aún sueña con ser desenterrada del olvido. Un viaje que naufraga en la melancolía para reencontrarse en el recuerdo y el devenir de la vida, con el toque de humor y rabia que muchas veces se instala en estas situaciones, como indican con acierto los siguientes versos.

ÉL (ahora sé que lo tienes)

Brindo por el hombre
que tiene enamorada a mi mujer.
Brindo para que se ría de su
aspecto,
critique su jersey,
                   machaque el café que ella
                   le prepara por las mañanas.

O estos otros:

DOS OSTRAS
 
Tenemos algo parecido a una fecha secreta
y una canción nuestra.
Con mucho menos se derrumban imperios
y se mantienen imperturbables las motas de polvo.
¿Por qué no eliges qué prefieres?

Poesía y matemáticas parecen confluir con la literatura y la música, buscando esa armonía que los números son incapaces de regalar y a la cual solo sintiendo podemos aspirar. Versos encendidos que hablan de la decadencia o del amor perdido, o de la mujer amada que aún está por llegar y la grandeza del momento. Por qué no nos hicimos todo el daño de una sola vez es el primer poemario de Octavio Gómez Milián y, quizás, la mejor de sus obras hasta el momento. Una obra que merece mucho la pena ser leída y disfrutada en la apacible plenitud del silencio de la velada. Como nos sugieren los siguientes versos:

No preguntéis más por ella,
estoy tratando de escuchar
su silencio a través del teléfono.