HIPOCRESÍA

Hoy ha muerto Eugenio Trías, en silencio, como mueren los muertos. Luchando en una guerra por una victoria lejana. Hoy le honran tributos y plantos, hablan de su amistad y de la simpatía que despertaba. De su importancia. Hoy le nombran imprescindible y magnifican el motivo de su pérdida desclasificando un arsenal de artículos y menciones que en su día pasaron desapercibidos. Hoy Eugenio Trías es una pérdida discreta. Mañana, será el olvido.

Hay personas que no tienen ojos y, al mirarles, al buscar en sus hoquedades una pupila en la que reflejarnos, rellenamos su ausencia con imágenes de humanidad inventadas en un sueño negligente y profundo.

Pero sólo es un sueño; no hay ojos en su vacío.

Los hipócritas hablan y no escuchan. Atrapan la vida en una telaraña tan sutil como inútil. Están muertos en su negación. Hablan de quienes se han ido y recuerdan momentos que no han sentido, que ni siquiera guardan en la memoria y que quizás les hayan sido chivados en un instante afortunado del sepelio. Cuando escriben, o cuando hablan, apelan inconscientemente a una experiencia que no poseen. Porque no han aprendido nada, aunque sonrían con cariño y acojan con humildad.

Los hipócritas han inventado su concepto del cariño y han estamentalizado la amistad. Quien realmente ama no es digno del mayor escalafón. No es útil. ¿Puede ser el amor útil en la prostitución del espíritu? Sí en cambio mil voces vacías e interesadas, puercos gimiendo detrás de la obra, rebuscando entre la basura del autor algo con que alimentar su ego miserable. El hipócrita confunde el cariño con las falsas muestras que le llegan. Habla del amor como si lo poseyera, te da excusas en las demostraciones y te aconseja su tratamiento. Porque eres imbécil. Has puesto ojos en una calavera.

Los hipócritas perdieron la humanidad cuando se perdieron entre un montón de gente igualmente extraviada. Deambulan por la vida hablando del silencio, de las cosas bellas, de la intensidad del momento, añorando la pérdida de lo que han dejado de poseer, jugando con tu espíritu y con el suyo.

Y después del olvido, de la indiferencia, siempre llegan los hipócritas. Buscándose. Reflejándose, acurrucándose en tu regazo. Esperando un calor tan frío como el que han recibido. Incapaces de devolvértelo cuando más lo necesitas. Pero entonces, el dolor, la falsa amistad, se disipa. Y se disipa también para ellos. Porque ya no son dignos de tus abrazos, ni tu cariño. Son arena en tus manos.

Quizás le hubieran gustado estas líneas a Eugenio Trías. De filósofo a filósofo. Poesía para la vida. A pesar de todo, nuestros pensamientos no son tan diferentes. La realidad no es tan diferente a sí misma. Sólo necesitamos unos versos que construir y un tango para bailar, y regalarles unos ojos nuevos, fabricados con nuestras manos e inhalados de vida con nuestro suspiro, para que vean de nuevo la vida, y distingan el cariño, y encuentren su camino, y restituyan el momento y doten a cada ser del lugar que le corresponde en sus maravillosas y antes yermas vidas.

Ojalá un día la hipocresía sea una ventana que conduzca hacia el amor.

LA AMISTAD

Cuando estamos tristes, es dulce acostarnos en el calor de nuestro lecho, y en él, suprimidos todo esfuerzo y toda resistencia, con la cabeza misma bajo las mantas, abandonarnos por completo, gimiendo, como las ramas bajo el viento de otoño. Pero hay un lecho mejor aún, lleno de olores divinos. Es nuestra dulce, nuestra profunda, nuestra impenetrable amistad. Cuando el lecho está triste y helado, acuesto en él, friolento, mi corazón. Enterrando hasta mi pensamiento en nuestra cálida ternura, sin percibir ya nada del exterior y sin querer ya defenderme, desarmado, pero, por milagro de nuestro cariño, inmediatamente fortificado, invencible, lloro por mi pena, y por mi alegría de tener una confianza donde encerrarla.

[Marcel Proust, Los placeres y los días]

Necesitamos lechos donde llorar tranquilos. Nos empeñamos en renunciar a las lágrimas, en arrinconarlas en lo más profundo del ser y sumergirnos en las aguas heladas de un océano que nos ha de devorar. Los griegos comprendieron que el llanto es un elemento más de la humanidad, como lo puede ser una carcajada, una mirada o un beso, e hicieron de ella un rasgo significativo de su mundo. La tragedia griega no sería tragedia sin viajes imposibles, amores prolongados hasta la eternidad y el llanto ante la pérdida y las ruinas de la amistad y el cariño mutilados. Pero nunca, jamás, el llanto es símbolo de derrota, de hecatombe, de hundimiento. El llanto es el final de un camino que abre el rasgo infinito del que ha de continuarse. Una inflexión en el camino, un hasta luego en la inmortalidad, un corte de pelo desesperado, un rito que ha de repetirse hasta el último suspiro. Comprender que la tristeza no es un mal ni un símbolo de derrota sino algo tan arraigado al ser y tan necesario como el primer paso del caminante al emprender de nuevo su propia senda, un gesto de valentía al que cruelmente hemos renunciado, es vital para no dejar de ser nosotros mismos y acabar destruidos, desde nuestro arraigo profundo, y condenados a vagar por la vida como sombras perseguidas por el sol del amanecer.

Llorar también es una forma de mirar hacia adelante. Dejen llorar tranquilo a quien lo necesite. Y arrópenle, pero no lo hagan para enterrar su sufrimiento, sino para calmarlo en la amistad y el amor, en la comprensión y en el sentimiento y la verdad. No cometan el error de secar las lágrimas de donde todavía brota la vida.