EL ÚLTIMO PASEO DE LOS ROMÁNTICOS

Escribo a los pies de una ventana desde donde se ven las nubes. El sol se esconde detrás de un frente rasgado por el viento, y destella por debajo de otras nubes, mucho más elevadas y pacíficas, seccionando la luz en transversal para construir la tarde.

También llueve, y lo veo desde la ventana. Mientras algunas de las gotitas se estrella contra los cristales, los adoquines se van pigmentando de gris, y ni siquiera las suelas del calzado de los niños pueden secar su pátina de agua.

Se me ha ocurrido sacar la mano por la ventana y tocar la lluvia, pero para eso prefiero pasear bajo mi paraguas a la vez que se empapa todo. Zaragoza ha sido una ciudad preciosa para pasear. Tiene todo lo que un romántico desearía. Sus paseos son cortos, pero amplios y entretenidos. Su embaldosado es variopinto, a la vez que uniforme y escueto. Los edificios varían según los aires de la historia. El centro se hace místico por su bien conservada diversidad. He paseado mucho por Alfonso y sus bocacalles. Me conozco muy bien Santa Isabel de Portugal y la Sas. No hay nada más maravilloso en el mundo que agarrar con fuerza el paraguas mientras el agua salpica intensamente en la esquina del Fortea, junto al escaparate del Montal. La plaza de San Felipe se llena de vida en Domingo de Ramos, dentro de nada, en unos días. La luz riega de primavera los viejos edificios y difumina la visión al mirar a los tejados. Junto al Mercado Central estaba “La reina de las Tintas”, azul y blanca, y con un suelo de madera desgastado que crujía a cada paso. Algunos recuerdan el Sepu de la esquina, pero sólo recuerdo la soledad de las calles de la plaza de la aguadora y del Mercado Central. El abandono se extiende hasta la pajarería de San Pablo, justo delante del Royal Concert, la sacrificada Oasis, para entendernos. La lluvia es una buena aliada para despejar las calles y mirar al interior de los ventanales. El hotel París siempre me ha llamado la atención por su mobiliario y la lámpara de araña que cuelga del vestíbulo. Frente a la iglesia hay un locutorio, pero antes compartía acera con la farmacia una pastelería en la que se vendían sanblasitos el día de ídem. San Pablo es sombría, como sus calles, pero robusta y serena, misteriosa y llena de riquezas bajo su imagen decadente. Antes de que se construyera el tranvía, el paseo de Cesaraugusto también poseía su encanto y sus tiendas. En la esquina del Coso, podías decidir. Subir hacia la puerta del Carmen, tan impersonal y proletaria, sin gloria, como advierte el monumento; pasear por Conde de Aranda hacia el éxodo de Casa Emilio, o girar por el Coso, recuperando el centro. También hay otra opción: avanzar hasta la iglesia de Santiago y buscar la plaza de Salamero. La luz es mustia hasta llegar a las calles del otro extremo de la plaza. Ha anochecido, no cabe duda. Pero hemos llegado al territorio de la luz. La calle Cinco de Marzo es una buena excusa siempre que hay que pasear. Afortunadamente llueve ligeramente, porque es la ligereza de la lluvia la que la hace especial. Zaragoza era antes una ciudad de pasajes, y junto al recuperado Ciclón y Argensola, duerme el sueño de los justo el Palafox, en honor a los cines. Creo que queda una mercería, y eso ya es mucho decir. El pasaje Palafox tiene salida a otra calle, que también es de bares. Si sigue lloviendo es un buen pretexto para salir de los porches de Independencia y pisar acera. Es fin de semana, viernes o sábado noche, y el juego de luces no puede ser más hermoso. Importa poco el sentido en que se recorra ni los escaparates o edificios que se admiren mientras se pasee entre los tilos a mediodía o mitad de tarde. El paseo es una excusa para caminar entre los tilos. En otoño queman sus hojas y las dejan caer sobre la acera. Durante el proceso, llenan de belleza cromática sus copas. En septiembre amarillean y enrojecen, e irán llenándose de colores hasta mediados de noviembre. Luego, a comienzos de marzo empiezan a florecer y a llenarlo todo con su fragancia. Observar la lluvia bajo el cromatismo de los tilos es una de las mejores impresiones de mis paseos por la ciudad. Lástima que no seamos franceses y carezcamos del espíritu del espacio. Los tilos quedan para los ciclistas, que escupen el tiempo con sus cadenas. Ya nadie podrá deleitarse del maravilloso paso de la vida.

Los tilos llevan hasta el Paraninfo, y allí también podemos decidir. Entre Paraíso y Goya, Sagasta guarda el recuerdo de la gloriosa época de los cines. Los Elíseos, los decrépitos Mola, convertidos en un restaurante de comida rápida; los Espumosos, el boulevard donde se colocan los artesanos los días de fiesta y el edificio de la Hidrográfica, que destaca entre las construcciones burguesas. La lluvia también hace especial a la Gran Vía y al paseo de las Damas. También a la plaza de San Sebastián. Son lugares de paso, y cuando llueve se vacían casi por completo. Descendiendo hacia el paseo de la Mina está el último monumento a los paseantes. Bajo la lluvia artificial de una fuente. Ahora que no se puede pasear bajo los tilos y el Coso ha radicalizado su urbanismo, merece la pena olvidarse de las grandes avenidas y caminar por la calle San Miguel hasta la plaza de los Sitios. Han vuelto a poner el carrusel que desmontaron en noviembre para aprovechar el buen tiempo. Tiene un submarino, un coche de bomberos de época y un viejo tranvía verde. Es un tiovivo italiano y vintage, como los monumentos de su plaza: floristerías, viejos museos y escuelas, edificios rehabilitados por bancos y el emblema de los Sitios. Hace luz y es una de esas mañanas agradables de primavera, y aún queda una hora para llegar al mediodía. Tomarse un café y comprar alguna flor en el pequeño puesto de la esquina antes de sentarse a leer en los escasos bancos privilegiados con vistas a los Caídos. ¿Qué más puede pedir un romántico con su paraguas?

Sí, llegar hasta San Miguel, la plaza. Zaragoza es una ciudad de iglesias, por si alguien no se ha dado cuenta, y los barrios se rigen por su presencia. La plaza de San Miguel está a medio camino entre el tránsito impuesto por la cotidianeidad y la melancolía de los poetas. Una avenida de cuatro carriles rasga la plaza, pero la Campana de los Perdidos sigue repiqueteando los toques de aviso para los campesinos rezagados. No combaten las aguadoras contra los dragones polacos, pero hay un callejón dedicado a un perro que se jugó el tipo llevando mensajes a través del campo francés a la resistencia rural. Oculta más allá de Heroísmo, detrás del Centro de Historias, reaparece la auténtica Zaragoza. Una iglesia chiquitita con costaleros al estilo andaluz para custodiar sus pasos en Semana Santa, el famélico Coso Bajo, avergonzado de los baños judíos que aún no han sido abiertos como museo, y la Magdalena. San Nicolás de Bari y San Vicente de Paúl. La plaza de San Pedro Nolasco, Mayor, Espoz y Mina, Méndez Núñez y La Seo. Todas ellas mejor con lluvia. San Francisco, Romareda, los antiguos Renoir. Hasta ahí. Y vuelta a empezar, callejeando por Universidad hasta alcanzar, de nuevo, el centro.

Zaragoza es una ciudad de lluvia. Su belleza aparece cuando la diáspora de gotas inunda las calles de paraguas y destapa el frescor de sus calles.

Hoy llueve, y me han arrebatado los tilos. Dejaré que mis pasos estudien de nuevo la ciudad. ¿Será el Tubo, Alfonso, mis queridas San Miguel y San Felipe o la aguadora? Será mi paraguas quien decida.

AGUA PASADA

Cambiamos de año. Brindamos. Profesamos deseos con elocuencia. Bailamos. Tu mirada se ausenta. ¡Me has pisado! Haces zapping. Otra vez Sonrisas y lágrimas. Y en la tele de nuestro pueblo, jotas. Arrancamos la última hoja del calendario. El cava se calienta. Enero ha comenzado. Diciembre nos ha robado la lluvia. Las luces destellan demasiado.

Todo ha cambiado o tenemos la impresión de que realmente lo ha hecho. La entrada del año nuevo es uno de los ritos más hermosos de la modernidad. No responde a una cuestión religiosa ni a un sentimiento cultural. Es universal, como su origen. Celebrar algo tan pasajero como un año nuevo es un acto de fe y de esperanza en que las cosas que han pasado han tenido su lugar y las nuevas que han de venir tendrán el suyo, tan diferente, tan incierto, tan prometedor y paralizante a un tiempo. Todo es cuestión de relojes que caminan sin conciencia, el cucú que se repite; las mismas cortinas removidas por la sibilina brisa que se cuela entre las rendijas de los ventanales. Pero sabemos que más allá de lo permanente, en lo efímero, todo es distinto. Aquellas cortinas no serán las mismas que meses u horas atrás. Ni la brisa, que trae aires nuevos, ni el toque del reloj, que lo hace diferente a las veces que recordamos. Ya nada es igual, todo ha cambiado. El agua del río no es la misma aunque el río lo sea. Ha pasado tanto tiempo desde el último brindis que ya no reconocemos todas esas cosas, porque ya no somos capaces de reconocernos un año atrás.

No somos diferentes, nadie cambia jamás. Pero hemos vivido y las circunstancias han dejado de ser las mismas que otrora. Y hemos aprendido. Hemos construido una senda que nunca podrá ser borrada. Son nuestras huellas quienes han cambiado el paisaje. Las huellas. Con ellas, nada es igual. Y el año nuevo tampoco podrá serlo.

Dos mil doce ha muerto para siempre. Vivirá en forma de hierba aplastada, mientras el nuevo nos obliga a levantar la vista a horizontes desconocidos y un mundo todavía por construir. No sabemos qué nos encontraremos más allá de donde termina nuestra senda, pero aguardamos la bondad del recorrido como fundamento de una esperanza que se materializa en el deseo compartido y en la fraternidad, en el conocimiento de nuestra soledad compartida, que es una forma de compañía. Y por eso, cada último día del año nos reunimos con los nuestros y brindamos por la belleza de la vida y la prosperidad de nuestro porvenir. Podríamos hacerlo cada día, al despertarnos; mirar por la ventana y contemplar el amanecer mientras pensamos en el día que hemos comenzado a transitar. Sin embargo, preferimos lo intangible. ¿Qué es un año, sino un acto convencional, casi de fe? Un día tiene un comienzo y un final dibujados por el sol en el firmamento. Un año se fundamenta en que ese sol siga siendo tan puntual como lo ha sido hasta ahora. Los años se expanden. Según el sol pierde masa, o la Tierra altera sus ciclos. Un pequeño desfase puede regalarnos o arrebatarnos un día más del año sin que podamos darnos cuenta a tiempo para corregir nuestros calendarios.

Pero no nos importa. El tiempo pierde su sentido si no estamos ahí. Es el camino el que hace al tiempo y no el tiempo a nuestros pasos. No importa si el sol dilata nuestra rotación a su alrededor y el año extiende un día más su existencia. A fin de cuentas, todo es tránsito. Hasta el año es una senda que ha de recorrerse para que todo pueda tener sentido.

No, no nos importa si nos equivocamos y lo que ha de venir nos abomina. Seguimos brindando y bailando. Y me pisas. Y diluyes tu mirada en el tintineo de la vela. Y el cava se calienta. Las luces destellan demasiado. El año ha acabado. Y una nueva senda se abre para nosotros. Seguimos adelante. Pisamos con firmeza. No tenemos miedo, lo hemos regado en cava. ¿Qué puede salir mal? Todo es circular, hasta los años. Volveremos a un comienzo. Y cuando el reloj haya terminado su tránsito, continuaremos el nuestro, sin calendarios, con la nueva lluvia resbalando por nuestros rostros.

¿A quién le importa 2013 si lo tenemos todo? Suenan las campanas en lo alto de la torre.