RETOS Y DERECHOS DEL TELETRABAJO

Despedimos la segunda temporada de Sin Límite, el transoceánico programa de cultura y actualidad de Afcar Media, con nuestras últimas Grageas Filosóficas. Y es que en esta ocasión nos ponemos serios -sí, más-. Hablamos de teletrabajo, de los derechos laborales que en España, Europa, Latinoamérica y en todo el mundo deberemos conservar y vigilar, y de los retos que esta nueva forma de producir y de relacionarnos laboralmente van a desafiarnos.

¿Te unes al debate? Te esperamos, como siempre, al otro lado de las ondas.

Haz click en el siguiente enlace para escucharnos:

¿Cómo afrontar el teletrabajo? – Grageas Filosóficas 6 – Sin Límite – Afcar Media

ENTREVISTA PARA ‘JUNTOS A DISTANCIA’

Ayer fui invitado al programa Juntos a Distancia, donde el equipo de Afcar Media entrevista a distintas personalidades españolas y latinoamericanas de distintos ámbitos -literatura, cocina, derechos sociales, filosofía, etc.-. Ha sido un verdadero placer dialogar con el periodista Ahmed Bajouich acerca de los retos individuales y colectivos que se avecinan ante todos nosotros mediante esta terrible crisis que estamos viviendo. ¡Toda mi gratitud!

Comparto con vosotros el enlace a la entrevista:

Entrevista en Juntos a Distancia – Afcar Media

FRIVOLIDAD

Durante un tiempo, la cabecera de este blog estuvo custodiada por un baturro con fusil. Por supuesto, sólo se veía el ambiente difuminado, un trozo del viejo farol y al soldadito, con su traje típico mal apañado, vigilando uno de los improvisados bastiones que Palafox mandó construir durante la tregua de verano en 1808. Sin embargo, el recorte heroico esconde algo un poco menos propagandístico. Si tomamos el lienzo completo del cuadro Baturro de guardia durante los Sitios, del pintor zaragozano Marcelino de Unceta, observaremos esto:

Baturro_de_guardia_durante_los_Sitios_de_Zaragoza

Marcelino de Unceta era un pintor de historia, y los pintores de historia rara vez emplean el óleo para ilustrar la realidad. En 1902 pinta este cuadro bastante cercano al estilo de las vanguardias que se habían instalado y desarrollado con soltura en la ciudad de la luz. Unceta tiene el privilegio de rescatar el legado de Orange o de Louis-François Lejeune para rendir su particular tributo a los héroes y mártires de la Guerra de la Independencia, de cara a la celebración del primer centenario del comienzo de las hostilidades. Y busca un recodo de la historia que no haya sido narrado, pintado o desgastado por otros artistas. El impresionismo del detalle. Un soldado cansado y fatigado, sin ánimo de hostilidad, que protege el sueño de sus tres compañeros, sin uniforme, que por abandonar han abandonado hasta sus fusiles. Al fondo, entre la neblina, un cañón abandonado.

Labradores, que no han tocado un arma en su vida, fatigados, entre ruinas y sin disciplina militar (el fusil nunca es abandonado por un soldado, ni siquiera durante el sueño, y mucho menos en un frente de guerra). La visión más desgarradora desde las tropecientas agustinas pintadas y cantadas en todo el mundo. Pero las agustinas ni siquiera tienen rostro, porque casi ningún artista llegó a conocer el rostro de la gran heroína de Zaragoza. Son inventadas. Como el combate glorioso de Lejeune en el patio de Santa Engracia o la propia pintura de Unceta. Son testigos de una ciudad y unos combates inventados, anclados en la idea compartida de heroísmo y en la entrega absoluta de los defensores a la acción bélica. La Zaragoza de Unceta, como la de tantos otros, no es la Zaragoza de los Sitios, ni siquiera una reconstrucción deforme de aquella Zaragoza, sino otra distinta, una que cure las heridas de la derrota, la invasión y la destrucción que la desgarró. Así nació un mito que se exprimiría y se retorcería hasta las batallitas recreadas como conmemoración del II Centenario hace unos días.

Los pueblos buscan sus héroes, como las personas, y si no los encuentran deformarán el heroísmo hasta convertir cualquier exabrupto en un alarde de valentía y ejemplo a seguir. Ahora mismo, que andamos un poco flojos de reflexión, cualquiera puede convertirse en uno. Antes, con algunos méritos y un poco de caos, también. La propaganda no es un invento de la guerra moderna, cada nación ha inventado la suya a partir del boca a boca. Y aquí es donde subyace la dimensión heroica: destrozados por el horror de la guerra, con el miedo y el dolor aún impresos en las entrañas, tanto unos como otros necesitan creer que han hecho todo lo posible. Aún más: que han hecho más que todo lo posible. Y que los que dejaron su vida en el frente fueron mucho más que seres humanos.

León Tolstói habló de los héroes de Sebastopol antes de que Sebastopol se convirtiera en la Zaragoza rusa. Luego, el estalinismo sustituyó la gesta de aquellos hombres por los patrióticos relatos de resistencia y sitio que soportaron los camaradas en Stalingrado y Leningrado, por contener menos alarde burgués y mayor carácter propagandístico para la ideología. Pero en la época en que escribió Tolstói, o sea, mitad del siglo XIX, las gestas de Sebastopol eran lo más. Llegaron a todos los círculos intelectuales, incluidos los beligerantes París y Estambul, donde nadie discutió el heroísmo y el sacrificio de los marineros rusos. Tolstói, sin embargo, que estaba de balnearios por la zona, escribió probablemente el testimonio más fiel que se haya legado jamás a la historia de un acontecimiento histórico con tanta repercusión y significado para la Europa decimonónica. Comienza diciendo que los héroes no existen, y que si existen son tan puntuales y tan humanos que no tiene sentido recompensarlos por encima de cualquier otra persona del mundo. Y pone ejemplos. Dice: ¿es acaso más héroe el soldado que aprovecha cualquier momento para adherirse a una timba que el aprendiz que se entrega a la limpieza del cañón o que el médico que llena sus manos de sangre al intentar extirpar los balazos de los innumerables heridos que llegan desde las trincheras? Es evidente que no, que Sebastopol y su defensa no fueron heroicas, y que si debe haber un heroísmo es el espíritu de resistencia ante tal infierno. Porque desde el principio de la contienda, los treinta mil marineros rusos sabían perfectamente que no resistirían el asedio del casi medio millón de soldados bien pertrechados y con muchos más cañones y suministro que ellos. Y aceptaron resistir. Pero salvo ese espíritu, compartido por casi todos, no hay héroes, sino miembros de una misma heroicidad. Por eso Tolstói nos pasea por la ciudad y nos advierte: se dirán muchas cosas de Sebastopol, probablemente Sebastopol se convierta en el mito bélico más trascendental de la historia moderna, pero nada de lo que se diga en esos relatos, aunque gratifique el honor de los pueblos, será completamente cierto, porque lo cierto es el barro, la sangre, la pobreza, la muerte, los lamentos, el terror, la duda, la cobardía de los resistentes, la huida desesperada, la valentía, la entrega, las apuestas, los lios de faldas y los bailes en las plazas. Y ni un solo pensamiento en la guerra. El único héroe para Tolstói es la verdad. La verdad es que nadie piensa en la guerra cuando estás en la guerra, porque es tan liviana e insignificante frente a los detalles maravillosos de la vida que a quién le importa que retumbe ese cañón mientras se siga bailando en la plaza de las flores con las hijas de los marineros.

León Tosltói, al menos, ha legado una visión acertada de la vida. Como lectura, ha sido relegada acusada de frivolidad. La misma que aplica Galdós a la hora de narrar la guerra de Zaragoza. Mientras que Tolstói nos presenta la naturalidad de los bailes y el trasiego de apuestas, deudas y pactos de honor entre los combatientes, absolutamente despreocupados del horror que se está viviendo unos metros más allá de donde juegan a las cartas, Galdós describe una Zaragoza entregada que únicamente piensa en destripar gabachos. Si en Sebastopol no se recogen los muertos de las calles es porque la miseria es tan palpable que no hay fuerzas para ello. Si en Zaragoza los moribundos son atendidos improvisadamente es pensando en cuántos franceses podrán ser destripados tras la recuperación del enfermo. Cuando Gabrielito se enamora de una chiquilla y se ven a escondidas en la plaza de San Felipe, es porque en el fondo no es consciente de la gravedad de los hechos que están sucediendo en la ciudad. Y Galdós se lo recrimina a su personaje en cada conversación o confesión: frívolo, que eres un frívolo. Con la que está cayendo, con cientos de muertos y heridos tirados por el Coso y decenas de mujeres blandiendo sus tijeritas de costura para cargar contra los dragones y tú, un jovenzano en edad de combatir, enamorándote de la hija de un ricohombre. Porque tiene que ser ricohombre, para no compartir la penuria de no destripar franceses y que la frivolidad sea aún mayor. Y Gabrielito, angustiado por su frivolidad y su falta de deseo de destripar gabachos se pasea por el Coso y por la plaza de San Miguel y recobra el espíritu belicista para entregarse a lo verdaderamente importante: destripar franchutes. Lo salva la campana, que anuncia la rendición de la ciudad, pero si no, ahí hubiéramos visto a Gabrielito, postulándose para héroe nacional, destripando casacas azules y disparando cañones de noventa libras como un buen patriota, impasible ante las caricias de la chica de San Felipe.

Todo lo contrario a Tolstói, que nos habla de hombres cobardes, jóvenes que se han escapado de su puesto de guardia para rondar a las mozas de la plaza de los bailes y de brillantes militares que han aceptado luchar en Sebastopol en busca de un rápido ascenso social. También los muertos son diferentes. Los muertos en la guerra son cifras. No tienen nombre ni apellidos, ni siquiera una imagen que poder recordar de ellos. En el caldo de los muertos cabe cualquier cosa muerta, y no se notará en el relato. Galdós juega con ello y habla de los muertos. En Sebastopol no hay muertos, hay muertos. La hija del marinero rondada por el asistente del oficial, que llora en la ventana la muerte de su padre. El hermano que ha sido masacrado en la cuarta y que es nombrado en la enfermería, mientras el médico sierra una pierna justo al lado. La Zaragoza real debió parecerse mucho al Sebastopol encharcado de sangre, mugre y lodo que nos narra Tolstói y no a la pulcra ciudad patriotísima que nos han tratado de hacernos creer que era.

Sin embargo, el heroísmo no se diluye con la miseria, la cobardía y las dudas, sino que reside en la actitud humana sobre quienes se aplica. Quien es capaz de capear una guardia para pasar la noche con la mujer amada y a la vez sacrificarse por su compañero en el bastión es un héroe. El médico que llora ante la impotencia de ver a los heridos morir en sus manos es un héroe. Luchar inconscientes de la realidad de la vida es renunciar a ella y rendirse ante la adversidad. Seguir amando y siendo uno mismo es luchar por la vida para no ser jamás vencido. Ni Tolstói ni Galdós vivieron los respectivos sitios, pero mientras que uno recopiló los cantares de gesta dedicados a Zaragoza, el otro visitó la ciudad antes de la ruina e interrogó, después, a los soldados que habían sido evacuados de la ciudad.

Me gustaría pensar que hoy más que nunca hacemos alarde de toda la frivolidad del mundo. Adoro ser frívolo y ser absolutamente incapaz de escribir algo que no sea inútil a los ojos del mundo. Quiero ser inútil, y vivir en la inutilidad de un beso al atardecer, de una caricia en un paseo inesperado o de una mirada escondida detrás de cada instante. No sé vivir de otra forma que no sea siendo inútil y rodeándome con la inutilidad de cada uno de mis actos. Que sirvan para mí, y para el mundo, y para nada más que para servir a las cosas.

Quiero que me llamen frívolo para poder vivir los sueños y construirlos en la frivolidad. Guárdense sus periódicos y las secciones de economía, escondan las noticias en mi presencia y no nombren las cosas insignificantes del mundo. Soy un insensible, como Tolstói, y soy incapaz de concienciarme de la importancia de Wall Street y los bonos basura que tanto temen los gobiernos europeos.

Quédense en sus palacios, hablando de la guerra, ustedes que pueden. Yo prefiero el barro de la trinchera. Quedarme con las cigüeñas que comienzan su tránsito y abandonan sus nidos en lo alto de los campanarios. Reflejarme en el agua del río a cada amanecer. Y bailar en la plaza entre flores e impecables uniformes para vestir el alma. Seguiré llevando un tulipán mientras los cañones, mis cañones, retumban con cada pensamiento en la mañana.

SUEÑOS

¿En qué momento hemos tirado la toalla ante la sensación de incertidumbre y el miedo a no avanzar en la dirección correcta? La filosofía nos enseña que, aunque nos confundamos de sendero y nos perdamos en la oscuridad de nuestros corazones, siempre podemos volver a comenzar de nuevo y emprender la búsqueda del camino, porque nosotros somos la brújula que nos llevará hasta la verdad.

Soñar es recuperar la vida y levantar la vista para construirla.

Es un fragmento de mi nueva colaboración en Andalán, El espíritu del sueño , que ha salido hace poco. Pueden leerla pinchando sobre el título.

HIPOCRESÍA

Hoy ha muerto Eugenio Trías, en silencio, como mueren los muertos. Luchando en una guerra por una victoria lejana. Hoy le honran tributos y plantos, hablan de su amistad y de la simpatía que despertaba. De su importancia. Hoy le nombran imprescindible y magnifican el motivo de su pérdida desclasificando un arsenal de artículos y menciones que en su día pasaron desapercibidos. Hoy Eugenio Trías es una pérdida discreta. Mañana, será el olvido.

Hay personas que no tienen ojos y, al mirarles, al buscar en sus hoquedades una pupila en la que reflejarnos, rellenamos su ausencia con imágenes de humanidad inventadas en un sueño negligente y profundo.

Pero sólo es un sueño; no hay ojos en su vacío.

Los hipócritas hablan y no escuchan. Atrapan la vida en una telaraña tan sutil como inútil. Están muertos en su negación. Hablan de quienes se han ido y recuerdan momentos que no han sentido, que ni siquiera guardan en la memoria y que quizás les hayan sido chivados en un instante afortunado del sepelio. Cuando escriben, o cuando hablan, apelan inconscientemente a una experiencia que no poseen. Porque no han aprendido nada, aunque sonrían con cariño y acojan con humildad.

Los hipócritas han inventado su concepto del cariño y han estamentalizado la amistad. Quien realmente ama no es digno del mayor escalafón. No es útil. ¿Puede ser el amor útil en la prostitución del espíritu? Sí en cambio mil voces vacías e interesadas, puercos gimiendo detrás de la obra, rebuscando entre la basura del autor algo con que alimentar su ego miserable. El hipócrita confunde el cariño con las falsas muestras que le llegan. Habla del amor como si lo poseyera, te da excusas en las demostraciones y te aconseja su tratamiento. Porque eres imbécil. Has puesto ojos en una calavera.

Los hipócritas perdieron la humanidad cuando se perdieron entre un montón de gente igualmente extraviada. Deambulan por la vida hablando del silencio, de las cosas bellas, de la intensidad del momento, añorando la pérdida de lo que han dejado de poseer, jugando con tu espíritu y con el suyo.

Y después del olvido, de la indiferencia, siempre llegan los hipócritas. Buscándose. Reflejándose, acurrucándose en tu regazo. Esperando un calor tan frío como el que han recibido. Incapaces de devolvértelo cuando más lo necesitas. Pero entonces, el dolor, la falsa amistad, se disipa. Y se disipa también para ellos. Porque ya no son dignos de tus abrazos, ni tu cariño. Son arena en tus manos.

Quizás le hubieran gustado estas líneas a Eugenio Trías. De filósofo a filósofo. Poesía para la vida. A pesar de todo, nuestros pensamientos no son tan diferentes. La realidad no es tan diferente a sí misma. Sólo necesitamos unos versos que construir y un tango para bailar, y regalarles unos ojos nuevos, fabricados con nuestras manos e inhalados de vida con nuestro suspiro, para que vean de nuevo la vida, y distingan el cariño, y encuentren su camino, y restituyan el momento y doten a cada ser del lugar que le corresponde en sus maravillosas y antes yermas vidas.

Ojalá un día la hipocresía sea una ventana que conduzca hacia el amor.

SÍMILES DE GUERRA

¿Dónde, pues, veremos en este relato el mal que es necesario evitar y el bien hacia que debemos tender? ¿Dónde está el traidor? ¿Dónde el héroe? Todos son buenos y todos son malos. No serán Kaluguin con su valor brillante, su arrojo caballeresco y su vanidad, principal motor de todas sus acciones…ni Praskimin, nulo e inofensivo a pesar de haber caído en el campo de batalla por la fe, el trono y la patria…ni Mikhailov, tan tímido; ni Pesth, aquella criatura sin convicciones y sin sentido moral, quienes puedan pasar por desleales o héroes.

No, el héroe de mis relatos, aquel a quien amo con todas las fuerzas de mi espíritu, el que he tratado de reproducir con toda su hermosura, el que ha sido, es y será siempre bello, ¡es la verdad!

[Sebastopol en mayo, en Relatos de Sebastopol, León Tolstói, 1855]

En mayo de 1855, Sebastopol había soportado más de ocho meses de sitio. Se encontraban rodeados en todas direcciones, tanto por el norte como por el sur y el este, y los rusos apenas podían mantener una especie de corredor que les conectaba con el continente. La otra vía de escape, el océano, había sido cortada: los buques de guerra y los mercantes que se encontraban en los alrededores habían sido hundidos al comienzo de las hostilidades con el fin de bloquear la bahía y evitar el bombardeo de la flota aliada sobre la ciudad. Rusia tenía el convencimiento de que, manteniendo a toda costa las posiciones en Sebastopol y forzando combates en los cuarteles generales aliados en la península de Crimea, donde se encontraban, conseguirían forzar una retirada hacia la costa que inclinara la guerra a su favor. Pero no fue así. Las batallas de Alma, Balaclava e Inkerman diezmaron la célebre caballería cosaca y gran parte de las tropas de tierra rusas, obligándoles a comenzar una desesperada táctica defensiva en Sebastopol. Los aliados, aprovechando las derrotas en el continente y el bloqueo naval ruso se dedicaron a desembarcar un contingente que rondaba el medio millón de soldados con la misión de atrincherarlo frente a las defensas de la ciudad, custodiadas por apenas treinta mil marineros ante la imposibilidad de recibir más tropas desde Moscú.

Treinta mil contra medio millón, sin contar las huestes otomanas. Y luego pensamos que Zaragoza es la única que no se rinde.

Ríete del francés. Ríete de Napoleón I y su estúpida guerra de España. Ríete de la gallardía de Palafox y el heroísmo de Agustina de Aragón.

Ríete de las historias de héroes y traidores, y las leyendas de abanderados disparando su cañón bajo el fuego enemigo. Porque como le ocurrió a Tolstói con su apreciada Sebastopol, lo único que observo en un acto como este es destrucción y miseria.

Nosotros también hemos convertido los Sitios en una leyenda. La literatura manda, y ha escrito su versión de los hechos. Campesinos desarrapados, sin un calzado digno con el que caminar, comportándose como caballerosos y siempre leales soldados junto a militares de toda condición y casta entregados a una lucha sangrienta e inclinada a priori hacia la victoria francesa. En la Ilíada también sucede lo mismo. Ningún soldado, griego o troyano, se comporta indecorosamente, o duda de la orden de su superior, o reza en público ante la inminente carga de caballería. Todos son valientes y luchan con la dignidad del héroe. Hasta Patroclo, que es un militar de camarín, se viste con la armadura de Aquiles para enfrentarse al gran Héctor sin pensar en las consecuencias de tal acto. Campesinos, mujeres y hombres que nunca han tocado un arma o que han tocado demasiadas, entregados con igual destreza e ímpetu a una guerra con un final muy negro.

Como a Tolstói, también me huele a chamusquina.

Pero Tolstói sí vivió parte del sitio de Sebastopol, sí le toco escribir atrincherado y, aunque es cierto que no disparó ni una sola vez contra el enemigo durante ese tiempo sí paseó por la ciudad, vio el improvisado hospital de los heridos, los médicos amputando piernas y brazos, mujeres en los bailes de las plazas, militares de vestimenta impecable cortejarlas y decenas de muertos arrinconados junto a las barricadas y los edificios. Vivió el horror de la guerra y la vida de una ciudad completamente asediada, los temores de sus habitantes y la gallardía de sus guardianes. Y observó que las historias de héroes y villanos no existen, y que lo único heroico que puede haber en un horror semejante es la entrega y la justicia.

En 2008 se cumplieron doscientos años del comienzo de las hostilidades con el Imperio Francés. Como le sucedió a los rusos, antes de que comenzaran las cargas de caballería en plena plaza de San Miguel caímos derrotados en varias batallas que, de haberlas ganado, hubieran cambiado el curso de la contienda. Palafox, que había recibido su cargo por la fuerza (una masa enfurecida, liderada por héroes como el Tío Jorge, asaltó su casa y le dijo: o aceptas o ya puedes darte por muerto. Y el hombre, de entre todas las opciones posibles, escogió voluntariamente y sin extorsión ninguna comandar los ejércitos del instaurado de nuevo Reino de Aragón). Las dos más importantes y que obligaron a replantearse la guerra fueron las de Pamplona y la de Mallén. Esta última hizo más daño al pundonor local que al proceso de la guerra en sí mismo, y los voluntarios, sintiéndose incapaces de continuar la lucha según la tradición miliar de la época, decidieron atrincherarse tras la frágil muralla de la ciudad y defenderla a toda costa.

Según una de las guías de la exposición de pinturas que visité como motivo del aniversario, Palafox era un cobarde que escapaba de la ciudad con la excusa de buscar refuerzos cada vez que los franceses lanzaban una ofensiva. También, que Agustina de Aragón los tenía más bien puestos que todos los españoles, franceses, rusos, austriacos y chilenos juntos. Y que la gallardía del pueblo zaragozano era homogénea y profesada como una fe verdadera, como muestra una célebre pintura de Orange.

Pero, ¿cómo juzgar a Palafox de héroe o traidor si tan solo era un oficial del ejército que combatía por Dios, la patria, el rey Fernando y, por supuesto, por los exquisitos argumentos de Tío Jorge y compañía? ¿Cómo hablar de Agustina de Aragón si el hecho más loable fue disparar un cañón en un puesto de artillería que había quedado desprotegido? ¿Y cómo condenar en el desprecio más absoluto al desconocido soldado francés que peleó casa por casa y habitación por habitación durante la toma del Arrabal? ¿Acaso la valentía aragonesa es mayor valentía que la francesa?

No me creo ni que todos los franceses fueran tan crueles como se dice ni que todos los defensores tan castos, serviciales y entregados como cantan las gestas. La Zaragoza de los Sitios debía parecerse mucho en circunstancias, época y desarrollo bélico a la Sebastopol de 1855, con la única diferencia de que Zaragoza no es Sebastopol, ni es tan onírica, ni tan agraciada, ni está situada en un enclave tan estratégico como para que medio occidente decida sacrificar a sus hijos por atravesar sus murallas.

A Zaragoza le hace falta un buen Manhattan Transfer y un buen Sebastopol enmarcado en los Sitios. Relatos realistas que hablen de las miserias y las virtudes de una ciudad maravillosa y aborrecible. El único que se atrevió a realizar algo parecido fue el bueno de Benito Pérez Galdós, y aun así pecó de patriota y poco realista a pesar del género al que pertenece su literatura. En Zaragoza, Gabrielito nos habla de baturros lanzándose impetuosos a la batalla en el reducto de Santa Engracia, o de mujeres y niños, tijera en mano, combatir descubiertas contra la caballería polaca; de campesinos y soldados sin comida, temblorosos por el tifus y el cólera, baterías sin munición que disparan toda suerte de objetos punzantes, edificios calcinados, voladuras casi diarias a modo de hostigamiento por parte de los zapadores franceses, y cientos de muertos acumulados en las calles. Pero fracasa en algo. La miseria, a pesar de los esfuerzos del autor en incluir una historia de amor imposible en ese marco, queda relegada a un papel de enaltecimiento del heroísmo zaragozano. A más miseria, más muertos en cada trinchera, más hambre, más enfermedad y más sangre derramada más gloriosa es la victoria o la derrota. Galdós se equivoca. No hay victoria o derrota gloriosa. Tan solo tifus, cólera, muerte, hambre y destrucción. Como en Sebastopol, los zaragozanos dormían cada noche y se acostumbraron a las explosiones y a los gritos al alba. Seguramente, los zaragozanos bailaban, se besaban, sufrían, temían y recogían florecillas a las puertas de la ciudad tras cada batalla como el chiquillo que lo hace cada día desde el comienzo de la tregua de Sebastopol. Seguían una vida normal, dentro de la normalidad que puede mantenerse cuando las bombas caen a tu alrededor. Nadie puede entregarse por completo a la tensión de la guerra y a la incertidumbre de la trinchera. Todas las historias que hablan de valientes consagrados son las historias de quienes quieren creen en esa consagración, aunque destrocen la humanidad de los personajes y su visión quede deforme para siempre. Me gustaría imaginar a una Agustina de Aragón capaz de amar, de llorar o de tener miedo además de disparar un cañón cargado hasta la espoleta de metralla. Pero parece ser que amar, llorar o tener miedo no es digno de los anales de la historia. Cuánto nos hemos equivocado.

Y cuánto nos seguimos equivocando. Ahora mismo hay una nueva Sebastopol o una vieja Zaragoza que también es mártir de relatos inverosímiles y ostentosos cantares de gesta. Gaza es considerada una ciudad sitiada por Israel, y a sus habitantes, por ende falaz, héroes de casta entregados al odio y a la resistencia. Pero, sin embargo, Gaza no se desangra, ni las mujeres se ocultan en los sótanos. En Gaza los niños siguen jugando al fútbol y en las plazas los mercaderes siguen instalando sus zocos. Las bombas caen a su alrededor, pero siguen haciendo la vida de siempre, o lo más parecido a la vida de siempre. Y seguro que se han acostumbrado a las explosiones, y a la presencia de blindados israelíes y a personajes variopintos con una ametralladora entre las manos.

Desde Troya hasta Gaza, nos hemos imaginado todas esas ciudades sitiadas y destrozadas. La Zaragoza de los Sitios también es una Zaragoza falsa que solo existe en nuestra cabeza, de la misma manera que nuestra concepción de victoria se manifiesta en función de nuestra concepción de derrota y viceversa. Y entre toda la miseria, los hombres y mujeres entregados a la batalla, los bailes de primavera, los afables cortejos y las operaciones de urgencia en improvisados hospitales, solo existe un héroe, y ese héroe es tan tangible y etéreo como un soplo de aire tibio en una tarde de otoño. El único héroe que conozco y al que merece la pena conocer es la verdad, y solo en la verdad podemos hallar la valentía necesaria para acabar con la ignominia de la guerra de una vez por todas.

 

OBSTÁCULOS

No creo en las redes sociales. No creo en un algoritmo que nos conecta a los unos con los otros ni en un cachivache alimentado por electrones como su profeta. No creo en algo tan gélido e impersonal como un perfil social.

No creo que algo que no es imprescindible sea imprescindible.

Soy una persona de distancias cortas. Me gusta mirar a los ojos de mi interlocutor, verle saborear el café recién hecho por el camarero y sentirlo en su expresión. El momento del saludo, el tiempo que se escurre en la conversación y la buena (o efímera) compañía, los recuerdos que vienen y van como olas en la orilla del mar. La conversación que se teje al ritmo de la vida.

Las redes sociales, en cambio, han sido creadas para lo contrario. Destrozan los tiempos de la existencia y fuerzan las amistades a un distanciamiento extraño, sibilino y muy complejo. Porque sí, las distancias son mayores no cuanto más alejados estamos los unos de los otros físicamente, sino cuanto más sentimos esa lejanía en nuestro interior.

Las redes sociales son falsas, y la falsedad lleva a la traición. Propia, demasiadas veces. A imaginar lo que no somos capaces de ver o sentir por la ausencia de un contacto mucho más íntimo, preciso y necesario. Pensamos en las personas que queremos en un pretérito agujereado de un presente que no existe. Por ejemplo, nos es inevitable recordar los momentos compartidos con la persona con la que hablamos, o la ausencia de ellos, pero a la vez éstos quedan anulados por el empuje de la conversación presente. Es aquí donde surge la imaginación. Necesitados acercarnos lo que la red social es incapaz de permitirnos, nos aferramos a la casi siempre desafortunada creencia de que la sonrisa del emoticono o la algarabía que pretende denotar la sucesión de carcajadas son ciertas y que nuestro amigo verdaderamente sonríe al escribir esas líneas o ríe ampliamente al leer lo que has escrito hace un momento. Pero es sólo una creencia. Un vulgar invento al que nos aferramos dogmáticamente, pues todos somos conscientes de que, en mayor o menor medida, hemos mentido y traicionado a nuestro interlocutor expresando cosas que verdaderamente no hemos sentido. Hay veces que la traición se comete por simplicidad literaria. Otras, por un fin desesperado de tratar de acercarnos un poquito más a la confianza de la persona con la que conversamos. Y otras, simplemente, por falsa modestia y amabilidad fingida.

Hay algo que me sublima y que me preocupa enormemente. ¿Cómo distinguir si el abrazo o el beso que me envían es realmente un beso o un abrazo? Y una cuestión aún más intrigante: ¿qué tipo de beso o abrazo será? Porque no todos los abrazos y los besos son iguales ni cuentan lo mismo. No es lo mismo un beso de cumplido que uno de amistad, o un abrazo sugerido que uno bien fuerte y cálido. ¿Cómo saber que los besos y los abrazos que me imagino son tal cual me los imagino? Por mucho que conozcas a la otra persona, solo puedes intuir las sombras de lo que viene a ser el bosque. Las circunstancias varían y no solemos ser precisamente francos en la vida.

Creo que muy poca gente ha reflexionado sobre esto y no creo que haya mucha gente que lo entienda. Hay cosas y cosas, personas y personas, momentos y momentos. Y cuando uno conversa cara a cara, las cosas, las personas y los momentos se presentan en el lugar que les corresponde, con toda su alegría, tragedia o indiferencia. Con las redes sociales hemos terminado de renunciar a algo esencial en nuestra vida: el instante. Y apartados del instante derrochamos nuestras maravillosas vidas. Una red social se valúa en la respuesta rápida, en la inmediatez. Su ritmo desenfrenado impide escuchar a quien nos habla y nos conduce a la ansiedad de leer en transversal. También, recíprocamente, afecta a nuestros mensajes. Una charla por chat es un torrente de incursiones lingüísticas que nunca han de llegar con todo el sentimiento que evocan a nuestro interlocutor. Tiempo perdido. Conversaciones extraviadas. Pequeños retales deshilachados negligentemente por el camino.

Las redes sociales reflejan la esclavitud de nuestros días. Distancias largas, zapatitos de distancia entre tú y yo, revueltos pero no juntos, el tiempo que se escurre entre nuestras manos sin posibilidad de detener su pérdida. El temor a ser rechazados atado en la mediocre esperanza de la virtualidad.

Más allá de su eficaz contacto en situaciones de extrema lejanía, las redes sociales nos predisponen a una dependencia en el falso presente muy peligrosa. Nos recluimos en nuestros inventos, divagamos obsesionadamente sobre la intención de nuestro amigo o, simplemente, consideramos cosas que no han sucedido ni pueden ocurrir, sin tener en cuenta cuando sustituimos la amistad cercana por el frío trato internáutico. Es mejor, cuando las circunstancias no lo impiden, el amor o el disgusto de un recuerdo que un contacto reciente mitad propio y mitad de nuestro interlocutor.

La cuestión es la mil veces comentada, la de siempre: las redes sociales no son ni buenas ni malas, lo peligroso, lo que nos hace daño, es el trato indiferente que profesamos hacia los demás y que se acrecienta con la frivolidad que transmiten. Y ese problema ya no es excusable a un método o a una vía o sistema. Es un problema nuestro, nuevamente. Cuando mentimos mentimos nosotros, no miente el procesador de textos del chat de turno. Cuando imaginamos lo hacemos nosotros, porque preferimos una imagen falsa de un contacto presente que no se ha producido a estancarnos en conversaciones tan poco humanas. Nadie ni nada nos puede obligar a mentir o a recrear: somos nosotros quienes nos distanciamos o nos acercamos y nos dejamos abrazar por la mentira cibernética.

Solo nosotros, y nadie más. Pero permítanme una sugerencia, un consejo: vuelen y dejen volar. Vivan el momento con la persona que quieran o se sientan a gusto, el instante de una mirada, el aroma del café de media tarde, el paseo bajo la lluvia. Háganme caso, es mejor así. Recuerdos que se llevarán para siempre e instantes de fraternización que ningún otro medio o vía de comunicación podrán lograr nunca. Porque el contacto más íntimo, la distancia más corta que separa dos vidas son esas propias dos vidas. Y más allá de ello todo es más efímero y caótico.

Soy un hombre de distancias cortas. No me pidan que cambie un buen café por nada del mundo.

VENTANAS Y ESCALERAS

Ni siquiera se fijó en que, de repente, una casa de cuatro pisos se elevaba ante él. Sus cuatro brillantes filas de ventanas lo miraron todas a un tiempo, y la verja de la entrada le propinó su empujón de hierro. Vio volar a la desconocida escalera arriba, la vio volverse, llevarse un dedo a los labios y hacerle seña de seguirla… ¡Cuánta dicha en un instante! ¡Qué vida tan maravillosa en sólo dos minutos! […] ¿No sería un sueño todo esto? ¿Era posible que aquella por cuya celestial mirada estaría dispuesto a dar toda su vida y respecto de la cual comunicaba una dicha acercarse tan sólo a su vivienda, fuera ahora tan atenta y benévola con él? Subió volando la escalera… La escalera ascendía, y con ella ascendían ya dentro de sí fuerza y decisión para todo. [Nikolái Gógol, “Perspectiva Nevski”]

Rusia Hoy publica este fragmento entre otros relatos de escritores rusos en un precioso reportaje sobre San Petersburgo, la ciudad del arte y el sentimiento. “San Petersburgo no creció como las otras ciudades. Ni el comercio ni la política pueden explicar su desarrollo: fue construida como una obra de arte”, sentenció con acierto Orlando Figes en su obra El baile de Natasha.

El fotógrafo Roman Mezenin rescata ahora instantáneas robadas a la intimidad de la ciudad de los zares. Busca más allá del monumento y el explendor palaciego para adentrarse en el San Petersburgo real, el que se disfraza ante los turistas, el que queda diluido en la rutina de sus habitantes. Como Edward Hopper con su Nueva York de los años sesenta o nuestro Pepe Cerdá con la Zaragoza de hoy, Mezenin presenta una ciudad de avenidas grandes y vacías repletas de ventanas y misteriosas escaleras que conducen hasta ellas. Espacios en blanco que son la esencia de una ciudad que es arte en movimiento.

Prometo hablar algún día de la importante relación simbólica de las ventanas y las escaleras con la existencia y la vida. Espero hacerlo pronto y en varias ocasiones. Por el momento, dejo una de sus escaleras. Una que conduce directamente hacia la luz. ¿Será la misma que nos describe con sobriedad Gógol? Es bonito imaginarse la respuesta.

Foto de Roman Mezenin

RELOJES

La segunda y la tercera estrofa de Clocks dice más o menos esto:

Confusion never stops
clossing walls and ticking clocks (gonna)
come back and take you home,
                                -I couldn’t stop-
that you now know (singing)
come out upon my seas,
curse mised opportunities
(Am I) a part of the cure,
or Am I part of the disease? (singing)
 
You are
and nothing else compares
oh no, nothing else compares
and nothing else compares.
 

Lo que viene a ser en español:

La confusión nunca acaba,
tapiando muros y relojes que hacen tictac (vas a)
volver y llegar a tu hogar,
                         -no podría parar-
aquello que sabes (cantando)
sal de mis mares,
malditas oportunidades perdidas
¿(Soy) una parte de la cura
o una parte de la enfermedad?
 
Tú eres
y ninguna otra cosa es comparable
oh no, ninguna otra cosa es comparable
y ninguna otra cosa es comparable.
 

Desde que los chicos de Coldplay lanzaron Clocks en 2003, el tema fue bien acogido por la crítica y por el ámbito audiovisual, asombrados por la fuerza y el dinamismo que presentan los arpegios de piano frente a un fondo muy minimalista de bajo y batería. Acústicamente hablando, el tema es sencillo: además de los arpegios y las repeticiones, se emplea una escala descendente que cambia de tonalidad. La clave musical radica en el buen criterio llegado el momento de mezclar esos elementos y añadirle sutiles acompañamientos de sintetizador que consigan el efecto deseado. No se equivocaron al predecir que Clocks iba a convertise en uno de los mejores sencillos de todos los tiempos y en uno de los temas de referencia en el futuro, incluso para la propia banda británica. De hecho, muchos de los temas de su tercer disco, X&Y, arrastran el poso que Clocks había dejado, estando incluso presente en el sencillo Speed of Sound, donde se imita la misma progresión exacta de acordes.

Clocks ha pasado a la historia por su virtud musical, pero nadie parece haberse fijado en un pequeño detalle. Es algo muy simple, una nimiedad: Clocks es una obra maestra, y ante obras maestras como ésta no se puede resumir su capacidad a una buena ejecución de los arpegios o a un acertado uso de los ostinatos. Clocks es mucho más que armonía. Para comprenderlo no podemos quedarnos con los primeros árboles que veamos. Tenemos que abarcar el bosque, y para hacerlo hay que dar el primer paso, hacer crujir las primeras ramas secas y adentrarnos en la canción. Para comprender Clocks hay que comenzar sintiendo su letra.

Y aquí hemos llegado al telón de acero. Coldplay tiene la capacidad de hacer buena música, y la buena música es capaz de combinar la acústica con la letra. Es decir, una buena canción, de tener letra, es toda una, no hay discordia entre las palabras y los acordes. Coldplay consigue crear himnos, y al igual que Viva la Vida, Christmas Light o Violet Hill (de esta última espero hablar más adelante), es absurdo diferenciar la letra de la melodía, como si fueran inmiscibles. Quienes se han atrevido a inspeccionarla, la califican de críptica. ¿Desde cuando la letra de una canción puede ser críptica? Es muy difícil que la letra de un tema sea críptica, pero más aún que lo sea una de Coldplay. No, el mensaje de Clocks no es confuso, sino directo y elocuente. Aprovecha los cambios de escala y las diferentes mezclas con los arpegios para generar cambios bruscos de tonalidad que transmiten una sensación de rapidez y ajetreo que envuelve al oyente, jugando con las repeticiones, que otorgan un sentimiento de implacable monotonía, y el final de las escalas descendentes para incluir un elemento clave en la letra: los nexos. El nexo permite cerrar el círculo del trasiego monótono para provocar el sentimiento de angustia y desasosiego ante la falta de tiempo. Porque aquí está la clave que nos permitirá conocer el bosque.

Letra y música son absolutamente independientes y cada una, por su cuenta, es capaz de transmitir exactamente lo mismo. Pero son juntas cuando consiguen retratar el ritmo de vida de la sociedad moderna occidental. La letra nos habla precisamente de la impotencia ante la exigencia de los demás y de la desesperación por vivir y ser uno mismo de quien la sufre. ¿Y qué efecto acentúa este hecho, en general? La dificultad para pensar y sentir. Coldplay logra evocar a la perfección esta realidad mediante el uso de frases cortas y sin aparente correlación, cantadas en paralelo, con el mismo ritmo y siguiendo las constantes repeticiones. De esta forma se genera la simbiosis justa, una letra que refuerza y dota de sentido absoluto a la música y una melodía que otorga vida a lo que en principio es un mensaje sin sentido.

La clave de que Clocks se haya colado en un universo completamente devoto de las listas de ventas es que quienes han pillado su sentido confían plenamente en el etiquetado comercial y quienes podrían haberlo tomado en serio no lo han pillado. Que críticos tan supuestamente acostumbrados al análisis musical como los que firman en Rolling Stone o en el New York Times hayan etiquetado su letra de críptica porque no entra dentro de unos cánones convencionales (ni siquiera tiene un estribillo que se reitere: de hecho, el único estribillo es la tercera estrofa, que es anunciada al final de la primera) es absolutamente inaceptable. Quizás este hecho permita comprobar hasta qué punto el etiquetado comercial dificulta el diálogo a través de la cultura. Aunque hoy en día fardamos de ser cultos, lo único que se observa es pedantería y gilipollez, síntomas inequívocos del desconocimiento y la incomprensión que arrastramos. Occidente sigue considerándose más sabio que el resto del mundo mientras que cualquier tribu africana es, en proporción, infinitamente más culta.

No debería extrañarnos, por tanto, que en nuestras antípodas se comprenda mucho mejor la cultura. El simple legado de la filosofía zen ya supone una ayuda considerable para facilitar la necesaria comprensión y el sentimiento. Aquí estamos acostumbrados al discurso fácil, a las palabras de un divo y el amén de sus seguidores, no a pensar  y reflexionar. Y es una pena que la tradición oriental, mucho menos alejada de la realidad de las cosas, esté siendo desplazada e invadida por las convenciones occidentales. Es una lástima que en un continente tan extenso donde se ha apreciado durante milenios el momento y la existencia acabe perdiendo su pequeño rincón de ser. No es lo malo perder el tiempo, sino dejar morir el momento. Nuestra vida está llena de momentos maravillosos, cada uno de ellos completamente diferente a cualquier otro que pueda llegar a existir o que se haya producido previamente. Es al momento y no al tiempo al que hemos renunciado, y con él, a nuestra esencia, a la existencia y a la felicidad.

Sin embargo, Clocks también aporta la solución, no solo el problema, y este detalle convierte a Coldplay en una banda más memorable aún de lo que ya es. En la cuarta estrofa dice:

You are…
Home, home, where I wanted to go.
 

In spanish:

Tú eres…
Hogar, hogar, a donde quería ir.
 

Es decir, que después de la tribulación ha llegado la calma. El hogar es el refugio del confundido, y es en la tranquilidad del hogar donde el ser puede ser él mismo. En otras palabras: sea usted mismo, sienta el momento y no se deje machacar por la ineptitud de quienes le rodean.

Aunque no me considero fan de nadie en particular, tenía que decirlo. No sé como Coldplay no es indiscutiblemente considerada la mejor banda del mundo. Unos tíos tan grandes capaces de hacer buena música además de escribir unas canciones tan maravillosas deberían ser tenidos mucho más en cuenta de lo que ya lo están, aunque solo sea por sus letras (atención a Paradise: todo lo comentado aquí se cumple de nuevo a la perfección). Ya siento haber soltado el discurso en pleno agosto (y con la ola de calor in crescendo), pero tenía que hacerlo. Coldplay se lo merece, y todos nosotros también.

RETRATOS DE FAMILIA

Si alguna labor deben realizar la literatura y el cine es transmitir aquellas pequeñas vivencias que son el origen de la Historia, abriendo una ventana pura al sentimiento y a la misma Historia.

Estos días de verano he estado leyendo un libro que se atreve de una manera muy especial a narrar esa intrahistoria, a través de una colección de recuerdos, imágenes y sentimientos de la infancia. Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolas es la primera novela de Line Amselem, parisina descendiente de judíos españoles procedentes del Rif. Generalmente, un libro compuesto por una sucesión de breves historias no puede ser considerado una novela, por el simple hecho de la cohesión. Sin embargo, Line Amselem no escribe un libro de relatos, sino que trata de describir el día a día de una familia judía aún aferrada a sus orígenes marroquíes en un ambiente complicado y extraño, a medio camino entre las ruinas de la lejana guerra y el olvido del pasado. Aunque aparentemente los relatos parecen independientes, actúan como piezas de un rompecabezas que, colocadas en el lugar correspondiente, dibujarán la vida cotidiana y el ambiente histórico de la Francia de esos días, e incluso del resto del mundo.

La novela se centra en un barrio muy significativo para la historia francesa: le quartier de la Bastille, un céntrico distrito que entremezcla el ambiente cosmopolita y el artístico con su carácter obrero. Y según transcurren los relatos, se describe a los personajes y al barrio, es imposible no pensar en cosas de aquí. ¿Qué fue Zaragoza desde que acabó la Guerra Civil para todos aquellos refugiados del campo? La guerra había acabado con pueblos enteros, casas, cosechas y gran parte del trabajo que existía en tiempos de la república. A pesar de la autarquía y de los nuevos pueblos de colonización, España seguía sufriendo las graves consecuencias del enfrentamiento. Los pactos con Eisenhower permitieron un breve auge de la industralización, por lo que comenzaron a llegar miles de campesinos a ciudades como Zaragoza. Muchos de ellos encontraban alquileres asequibles en determinadas zonas del centro, muy próximas al ambiente universitario, literato y burgués. Algo similar a lo que sigue ocurriendo hoy en día con la inmigración que se afinca en buena parte de la Gran Vía y, sobre todo, en el casco histórico, en el distrito de San Felipe y la calle Alfonso. El barrio de la Bastilla debió de ser algo similar a lo que hoy podemos encontrar en el casco histórico: museos junto a tiendas de alimentación chinas y a carnicerías regentadas por musulmanes. Pero el leitmotiv de esta novela no es la narración sino los recuerdos, que traspasan las vivencias de la autora para entremezclarse con los propios del lector. Porque, aunque son cosas muy personales, me siento especialmente identificado con este pasaje:

Cada sábado por la tarde, cuando acababa la semana de trabajo, Papá hace un alto en la panadería alsaciana que le viene de camino para comprar cinco pasteles. A veces vamos con él y cuando le anunciamos a la panadera que venimos a comprar pasteles, nos conduce hacia la vitrina y empieza a hablarnos con suavidad. Si le señalamos un pastel diciéndole: “Uno de esos, por favor”, ella contesta con orgullo: “Oui, une Polonaise”, como para enseñarnos el nombre del pastel.

Otro aspecto especialmente interesante es la manera en que son contados tales recuerdos. Line Amselem no los narra con la indulgencia del que se avergüenza de sus impresiones en la niñez, sino que se limita a expresar el recuerdo desde la aparente intrascendencia con una connotación humorística que se agradece. Line no quiere dejar de ser esa niña a la que le gustaban los pasteles Polonaises y lo deja patente en sus divertidas conclusiones, que incluso rozan el carácter dramático hasta mantener el suspense.

Tengo sueño y tengo hambre a la vez. ¿Qué será mejor, ser perro o ser gato? ¿Cómo ha pasado todo esta tarde? Todo se me olvida. Le doy un beso a mi muñeca Marinella, me gustaría arreglarle la calva que tiene detrás, le pongo su mantita y me levanto para ir a cenar.

El libro se encuentra traducido del francés por Line Amselem, lo cual es muy interesante, ya que las traducciones son delicadas y que la propia autora, conocedora del español, haya traducido el libro por sí misma garantiza en gran medida que cada detalle conserve su sentido original. La autora estuvo en junio por Zaragoza como motivo de la Feria del Libro de la mano de Xordica, la editorial aragonesa que se ha hecho cargo de su versión hispana con un formato muy acorde a la narración, intimista y agradable para el lector.

Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolas son los retales de una época narrados de una manera jovial y cercana al lector, interpelando a su propia niñez, utilizando con especial sutileza la terminología judía y árabe, logrando no sobrecargar al lector, para sumergirle aún más en la vida de aquella apacible familia parisina de los años setenta y en las costumbres judías que la rodean. Una novela maravillosa acerca de la vida, las convenciones y los complicados años de cambio en un país que aún arrastraba el dolor y la miseria de los años de la guerra.