COMO PASEAR EN UNA NOCHE DE VERANO

– ¡Capitán! ¡Tiran muy fuerte a la izquierda! ¡Desvíe!

Patada.

– ¡Ay!, la cosa se agrava…

Quizás…

La cosa se agrava, pero yo estoy en el interior de las cosas, dispongo de todos mis recuerdos. Y de todas las provisiones que he hecho, y de todos mis amores. Dispongo de mi infancia que se pierde en la noche como se pierde una raíz. Mi vida comenzó con la melancolía de un recuerdo… La cosa se agrava, pero no reconozco en mí nada de lo que pensé que sentiría frente a los zarpazos de estas estrellas fugaces.

Estoy en una región que me llega al corazón. El día muere. Entre las borrascas, a la izquierda, grandes lienzos de luz constituyen fragmentos de vitrales. A dos pasos, casi puedo palpar con la mano las cosas buenas. Los ciruelos con ciruelas, la tierra con olor a tierra. Debe ser bueno caminar a través de tierras húmedas. Sabes, Paula, avanzo suavamente, balanceándome de derecha a izquierda, como un carro de heno. Crees que es rápido un avión… ¡claro, si reflexionas lo es! Pero si olvidas la máquina, si miras, nada más, entonces simplemente paseas por el campo…

Estaba ahí y, sin embargo, ha pasado desapercibido para casi todos. Incluso para los franceses. Para el mundo, Antoine de Saint-Exúpery es El Principito, pero El Principito es tan solo un ensayo poético que resume a Saint-Exúpery y a la propia vida.

Acabo de encontrar al Exúpery que quería encontrar. El que existió. El que fue capaz de sentir todo aquello que reflejó en El Principito hasta dudar en la melancolía, y no el genial fabulador de literatura infantil que durante generaciones nos han hecho creer que era.

Piloto de Guerra (Pilote de Guerre, en el original) es la gran obra del autor francés, un relato autobiográfico escrito en el destierro neoyorquino acerca de la belleza de la vida, la existencia y la ignominia de la guerra. Saint-Exúpery compone las memorias de los días que estuvo al frente de las tareas de reconocimiento llevadas a cabo por la sección 2/33 al final de la Guerre Curieuse, cuando los alemanes comenzaron a invadir Francia ante la impotencia de sus defensores.

A diferencia de otras obras, Piloto de Guerra no es un relato acerca del belicismo y del patriotismo, sino un ensayo filosófico que fluye a través del recuerdo de los sentimientos del autor durante esos días de guerra. Saint-Exúpery observa la muerte, la violencia y el fanatismo de los combatientes y se lamenta por la suerte de aquella sociedad que se estaba deshaciendo en una espiral de venganza y destrucción frente a la realidad que es justa y buena. En un párrafo solemne advierte:

Solo una victoria une, la derrota no solo separa al hombre de los demás hombres, sino que lo separa de sí mismo. Si los fugitivos no lloran sobre una Francia que se desmorona es porque se trata de vencidos, porque Francia está deshecha no en torno a ellos sino en ellos mismos. Llorar por Francia significaría ser vencedor.

A casi todos, tanto a los que todavía resisten como a los que ya no resisten, únicamente más tarde, en las horas del silencio, se les mostrará el rostro de Francia vencida. En ese momento, todos se desgastan en algún detalle vulgar que se rebela o se estropea, contra un camión descompuesto, contra una carretera embotellada, contra una llave de gas que se atasca, contra lo absurdo de una misión. El signo del derrumbamiento es que la misión se vuelva absurda, que se torne absurdo el acto mismo que se opone al derrumbamiento. Porque todo se vuelve sobre sí mismo. No llora uno por el desastre universal, sino únicamente por el objeto del que se es responsable, que es lo único tangible y que se desequilibra. Francia que se desmorona solo es un diluvio de pedazos, de los cuales ninguno muestra un rostro: ni la misión, ni el camión, ni la carretera, ni esta porquería de llave de gas.

Antoine de Saint-Exúpery, con el uniforme del Ejército Francés, antes de iniciar uno de sus vuelos de reconocimiento.
Antoine de Saint-Exúpery, con el uniforme del Ejército Francés, antes de iniciar uno de sus vuelos de reconocimiento.

Es decir, Saint-Exúpery se da cuenta de que la derrota únicamente reside en la concepción de victoria. Para los soldados franceses, impedir el avance alemán es la única vía posible para salvar Francia, olvidando que Francia son los franceses y no el territorio que ocupan. Cuando se ven incapacitados por el brutal avance de las divisiones Panzer los mismos franceses se abandonan, huyen, roban y se dan por vencidos, asumiendo una derrota que no existe ni puede existir jamás. Entonces buscan inocentes a los que cargar las culpas de su incapacidad. Aparece el sabotaje de traidores a una patria que los propios verdugos han asesinado. Francia, indestructible, es asaltada por la propia Francia inmortal.

Pero aún añade un detalle más acerca de la guerra. Los soldados no solo luchan engañados por falacias patrióticas distanciándose de la belleza y la paz del mundo, sino que además la propaganda política intenta que se convierta al enemigo en una bestia, justificando así la venganza y la destrucción. Pero los invasores son también seres humanos que, por algún motivo, están causando ese daño.

El condenado tiene del verdugo la imagen de un robot pálido. Cuando se presenta un hombre como todos, que sabe estornudar y hasta sonreir, el condenado se aferra a la sonrisa como si fuera un camino que condujera a la liberación… Pero solo es un camino fantasma. El verdugo, si bien es cierto que estornuda, le cortará la cabeza. ¿Cómo rechazar la esperanza?

Quizás lo más difícil es enfrentarse a la realidad de las cosas comprobando que el horror procede de la misma sociedad que defendemos, que el acicate que nos conduce a la batalla es el mismo que dirige, en otras circunstancias, a nuestros enemigos.

En su época, y aún ahora, decir que los nazis también eran seres humanos y no bestias levantó muchas ampollas. Mientras el mundo se desangra en mil batallas, mientras millones de personas son aniquiladas en campos de exterminio, Saint-Exúpery, considerado el ejemplo de la lucha antinazi entre la intelectualidad, desmonta el mito de la bestia. Nosotros también arrastramos el germen del nazismo, parece decir. Los seres humanos no somos malos, pero todas las naciones acabamos bebiendo del mismo cáliz que beben los nazis, en nuestra idiotez.

La patada sentó muy mal, como de alguna manera sigue sentando. Charles de Gaulle, cuando regresó al frente de las tropas francesas de liberación, tildó a Saint-Exúpery de nazi y antipatriota por el método de la sofística: si no está con nosotros, es que confraterniza con el enemigo. Los circulos intelectuales de la época tampoco quisieron comprender sus palabras. Antoine de Saint-Exúpery pasó de héroe y ejemplo a traidor cada vez más cerca del punto de mira de la Résistence. Se había topado con la mentira que fundamenta todas las guerras. El único sentido de la lucha es la defensa ante el daño, pero esa realidad ha sido absurdamente banalizada hasta convertirla en un instrumento para hacer el daño, para que miles de personas cojan un fusil y vayan al frente a morir por nada ni nadie.

Ésa tampoco es mi guerra, ni puede ser la nuestra. Ésa es la guerra del maligno que la provoca. No hay defensa en un ataque o en una matanza sin piedad. Y cuando los nazis comenzaron a ser vencidos, a entrar en retirada, todos aquellos soldados, franceses, ingleses, rusos o americanos violaban a las mujeres, quemaban las cosechas y bombardeaban sin piedad las ciudades desprotegidas. ¿Qué diferencia hay entre un nazi y un libertador que no duda en cometer los mismos crímenes que el primero? El nazismo es venganza. La venganza, por desgracia, nunca nos sobra.

Al final del libro, Saint-Exúpery comienza a derrumbarse en la más profunda melancolía. Desde su avión observa las columnas de humo extenderse desde las ciudades que un día estuvieron llenas de vida entre la lluvia y la noche de verano. ¿Tiene sentido reconocer un caos que no van a ser capaces de detener? Ésta guerra es estúpida, dice, pero nosotros

Saint-Exúpery, el segundo por la derecha. Retrato de infancia con sus hermanos. Tendría cinco o seis años. Quizás a esta edad, aún se carteaba con Paula.

hemos aceptado esa estupidez. Ante el peligro, recuerda a su aya Paula, una tirolesa a la que tan solo conoció a través de cartas que, un día, dejaron de llegar. Paula es más que un recuerdo para Saint-Exúpery. Paula lo es todo para él. Paula es su protectora pero a la vez su amor, es alguien perdido pero que sigue estando allí, en cada uno de sus vuelos, en cada ciruela del prado bendito y en cada una de las gotas de agua que luchan por apagar los incendios de la guerra. Paula y la noche, Paula entera, y él, en el interior de las cosas. Paula le reconduce de la mano a su infancia, donde podía ser él mismo. Y se lamenta: ¿por qué los hombres han dejado de ser ellos mismos?

Paula es la realidad inmortal que nunca puede ser vencida. Paula representa a Dios. Y Saint-Exúpery lo sabe en cada uno de sus vuelos.

Esta conversación no se prolongará mucho. ¡Ah, Paula! ¡Si los grupos aéreos tuvieran ayas tirolesas, haría ya mucho tiempo que todo el Grupo 2/33 se hubiera ido a la cama!

Como ocurre con las grandes obras, Piloto de Guerra ha sido trágicamente considerada un relato menor. No es la primera vez que me encuentro con obras excepcionales que han sido pesadas a bulto por los críticos. León Tólstoi y Antoine de Saint-Exúpery comparten bastante en común. Ambos han sido dos escritores que han destacado en el panorama internacional a través de una escritura sin artificialides y con un hilo conductor interno que permite expresar el sentimiento de las cosas, tan difícil de encontrar en unas artes que se empeñan en escribir la historia en función de una tesis y no dejar que la tesis sea consecuencia de esa historia.

Saint-Exúpery y Consuelo Suncín, su gran amor.

Piloto de Guerra posee la misma particularidad que las obras de Tólstoi: son relatos en las que el escritor escribe lo que siente sin alterar nada, dejándose sorprender por la propia historia y la propia realidad contenida en ellas. Son obras de auténticos filósofos o de personas que quieren conocer y no tienen miedo a ello. Porque conocer no es observar a través de un microscopio, sino sentir lo observado, pasar a formar parte del interior de las cosas.

Conocer es un acto de valentía. Significa enfrentarse a la ruptura total con lo que crees conocer para abrirte paso hacia la genuina realidad. Conocer es amar, o terminar amando, mirar a través de una ventana sintiendo a la persona que también estará mirando a través de la suya pensando en tí. Conocer es como pasear por el campo en una noche de verano.

No he podido evitar reconocerme en estas líneas, como filósofo que se enfrenta a las mentiras del mundo. No puedo evitar tampoco reconocer que me hubiera gustado charlar con Saint-Exúpery de la vida y la guerra en una tetería árabe frente al puerto y al zoco. A pesar de todas las discrepancias que han surgido durante la lectura del texto (que han sido muchas) y de la profunda melancolía en la que parece sumergirse el autor, Piloto de Guerra sigue siendo un libro magnífico donde la guerra se presenta como tal, como un acto ejecutado por personas que no son conscientes en realidad del daño que están causando por algo que ni siquiera les corresponde y que nunca les va a corresponder. Quizás no esté hablando del libro más maravilloso que he leído, pero sin duda Piloto de Guerra es un relato exquisito que habla de la vida en un marco de locura y guerra. Un relato que parece especialmente dirigido a las épocas modernas, donde la realidad está más banalizada que nunca. Como concluye Saint-Exúpery:

Mañana tampoco diremos nada. Para los testigos, mañana seremos los vencidos. Los vencidos deben callar. Como las semillas.

SOLDADOS EN EL FRIEDHOF

No suelo trabajar la crítica literaria (aunque más me valdría) y suelo ser bastante introspectivo con los libros que leo, pero considero que hay excepciones y textos que merecen la pena ser mínimamente criticados y compartidos con el mundo.

Uno de ellos es Soldados en el jardín de la paz, del amiguete Sergio del Molino, autor revelación de la literatura aragonesa de nuestros días.

Soldados… no es su primer libro, aunque sí que es el primero que leo de su firma. Su aparición por el mundillo editorial comenzó con Malas influencias, un conjunto de cuentos que recibió la aprobación de la crítica literaria nacional. Casi seguido a la publicación de Malas influencias, Sergio publica este ensayo novelado de carácter histórico, de 245 páginas en su primera edición, con el que se adentra en un universo que nos afectó de cerca pero que ha permanecido en el olvido de los libros de historia e incluso de los historiadores: los alemanes que llegaron del Camerún en 1916.

Soldados… es una investigación prácticamente particular de Sergio, que tendrá que remover durante meses la apacible y provinciana historia de Zaragoza para despertar a la bestia del misterio, de la sorpresa e incluso del horror. Sergio no es historiador, pero como deja bien claro en la introducción, sí que es un escritor y periodista un tanto curioso que se encontró un filón capaz de saciar su curiosidad. Y es que la aventura, relatada con la estructura de un reportaje periodístico pero enmarcada en el género del ensayo, comenzó de forma inesperada, concretamente en una edición de la Feria del Libro Viejo. Sergio nos lo explica en esa misma introducción:

Sabiendo cómo funciona ese mundo de polvo y ex libris, me paseo por la feria sin involucrarme en ella. Por el placer de mirar. A veces compro alguna curiosidad que solamente tiene valor para mí, pero la mayoría de los paseos terminan en nada. Aquella primavera, sin embargo, me llevé una sorpresa. En un puesto tenían a la venta un buen fajo de panfletos de propaganda nazi. No me refiero a pasquines de grupos de skin heads, sino a propaganda nazi de verdad, del Partido Nacionalsocialista Alemán. Eran fragmentos de discursos de Hitler y de otros jerarcas traducidos al castellano y editados en Berlín de 1942. El librero me aclaró que procedían de una biblioteca particular de Zaragoza que había adquirido recientemente, pero no quiso decirme el nombre de su dueño.

Compré unos cuantos, me los llevé a casa y me metí en mi blog para escribir un artículo que titulé “Estraperlo librero”, en el que hablaba del tiempo, del rastro que dejábamos al morirnos y de cómo nuestro legado (¿qué es una biblioteca sino un legado?) se desintegra en anaqueles, trastiendas de librería y casetas de feria. ¿Cómo han acabado esos panfletos en una caseta de la Feria del Libro Viejo?, me preguntaba en el artículo.

Y tras el artículo llegó el detonante. Uno de sus lectores, un historiador aragonés afincado en Salamanca, le resumió lo que sabía acerca del asunto de los panfletos: seguramente iban dirigidos a los alemanes del Camerún, un nutrido grupo de germanos que, huyendo de la conquista aliada del Camerún en la Gran Guerra se refugiaron en España y quedaron definitivamente afincados en diversas ciudades formando colonias, una de ellas Zaragoza.

De esta manera comenzó la larga investigación acerca de la vida de estos olvidados y sorprendentes habitantes de la capital del Ebro, que popularizaron el foot-ball en la ciudad, que fomentaron la modernización y el comopolitismo de la olvidada capital y ejercieron de bastión cultural al popularizar la noche de cabaret y al fundar el Colegio Alemán, cuya enseñanza destacaba sobre la oferta del resto de instituciones zaragozanas. Pero no todo era gloria y apacible vida burguesa, y la leyenda negra azotó destructivamente la colonia. Nombres como Canaris, el conocido espía nazi; Schmitz o Seegers son capaces de poner los pelos de punta a más de un intrépido lector. ¿Quien se iba a imaginar que en la apacible vida de la distante Zaragoza iban a estar gestándose oscuros planes nazis y que existía toda una red de espionaje que extendía su telaraña hasta los despachos de los servicios secretos británicos y estadounidenses?

De todo esto trata Soldados en el jardín de la paz, un relato completamente veraz que busca esclarecer el olvidado devenir de la colonia alemana y su legado cultural, aún presente en nuestros días. El libro, pese a tratar un tema tan serio como éste, mantiene de manera constante un fluido y confidencial estilo que combina todos los recursos del periodista profesional y la estructura del ensayo histórico, ambos tan necesarios en estos casos. El texto concede lo que promete: resumir a grandes rasgos los pormenores de la colonia alemana afincada en Zaragoza, y las no siempre gratas relaciones entre Alemania y España. Su estilo fresco se combina frecuentemente con cuestiones que mantienen al lector entretenido en su lectura e inmerso en la historia, en la investigación y en la colonia en torno a la que gira la trama. De vez en cuando, tal y como reconoce el autor desde el principio, algunas de las preguntas formuladas no obtienen respuesta por el momento, y se presentan como auténticos misterios a resolver en el futuro. En algunos capítulos de amena lectura se roza incluso la cuestión filosófica, mientras que el conjunto del texto se fundamenta en el contexto histórico de la manera más formal y objetiva.

Como digo, la narración aporta lo que promete aunque si quieren saber mi opinión más personal, íntima e intrascendente, me ha sabido a poco. Yo, que soy un tipo que ansía conocer hasta el más mínimo detalle de todo y que también pretendía averiguar hasta los últimos pormenores de la colonia alemana en España y me encuentro con un magnífico texto que resume lo acontecido, que asienta tesis y que abre un nuevo filón histórico, pero que únicamente es un boceto de todo lo que aún se esconde tras el tiempo y los muros de la ciudad. ¿Qué quieren que les diga? El libro me ha encantado, aunque no sacia en absoluto mi curiosidad. Soy demasiado exigente en estos caso, qué se le va a hacer.

Otra cosa que favorece la inmersión en la trama son las fotografías, la mayoría pertenecientes al archivo fotográfico de la familia Bieger, que sin duda abren una ventana única hacia algunos de los personajes y lugares que son nombrados.

Quién sabe, quizás en un futuro se logren derribar los muros con los que Sergio se ha ido encontrando a lo largo de su investigación. Yo, por mi parte, tomo nota. A fin de cuentas me encuentro totalmente identificado con el mundillo investigador, librero y de anticuario, y también acostumbro a curiosear mercadillos y rastros de antigüedades y a ojear documentos antiguos (aunque carentes de trascendencia histórica).

Un último asunto: el libro no sólo es claro, sencillo (que no simple), veraz, sincero, humorístico y de calidad. También es un texto que aporta cultura, que plasma la parte que ha podido ser hallada del poso cultural que desde su llegada los alemanes del Camerún fueron dejando tanto en la ciudad como a lo largo y ancho de la geografía española. Notas de prensa, fragmentos de ensayos históricos, anuncios redactados en alemán para alemanes, obras líricas y teatrales sobre las colonias germanas e incluso chascarrillos humorísticos y pícaros publicados en la prensa del momento completan un repertorio cultural que sorprende y atrapa. Con el permiso de Sergio y de Mariano Gracía, quien rescató esta pieza del olvido, publico un vals que hizo las delicias de las veladas del Hotel Excélsior de Berlín, Die Nacht von Zaragoza, interpretada en 1933 por Emil Roósz y supuestamente compuesta por Hermann Frey y Karl Wilczynski. ¡Qué la disfruten!

Die Natch von Zaragoza                              

hat dich und mich berauscht,

als wir versteckt von Rosen

zumersten mal den Kuss getauscht.

Ja, die Nacht von Zaragoza,

die Nacht, ersehn’ich heiss zurück,

was ich erlebt in jenem Blütenmai,

warst du, du meines Lebens Glück.

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La noche de Zaragoza

a tí y a mí nos ha embriagado cuando,

escondidos tras unas rosas

nos besamos por primera vez.

Sí, la noche de Zaragoza,

la noche que con calor ansí que regrese,

lo que viví aquel mayo

fuiste tú, tú, la felicidad de mi vida.

(Traducción de Daniel Hübner)

Desvirtuando a Dios (y al mundo)

>En las películas americanas, donde la guerra más que una masacre ruinosa se presenta como un acto de hombría heroica donde todo soldado recuerda más a su madre patria -EEUU, of course– que a la propia madre que lo parió, la II Guerra Mundial ha sido un saco sin fondo que ha permitido, junto con el mítico Western, levantar el género bélico hollywoodiense hasta la cima del honor cinematográfico. ¿Quién no recuerda Salvar al soldado Ryan, por ejemplo? ¿O Resistencia, mucho más reciente y menos sagaz que la primera?
El cine americano nos presentó una Segunda Guerra Mundial quizás desvirtuada, con marcados rasgos de irrealidad donde Estados Unidos siempre es el salvador, frente a un enemigo siempre bestial e inhumano y unos aliados poco menos que cobardes y sin iniciativa guerrera alguna.
Dentro de ese espíritu redentor norteamericano que impregna el grueso de las películas de este género existe un matiz real, muchas veces subordinado a la mencionada intención ensalzadora, que muestra la violencia de una guerra sin precedentes que asoló el mundo de la época. Sin embargo, mientras la II Guerra Mundial es un filón para el negocio del celuloide, su homónima, la Gran Guerra, es toda una decepción para productores, directores y guionistas. Una guerra cruenta, sí, pero muy estática, sin gentuza extremista deseando aplastar al mundo, donde el interés era meramente colonial y donde los principales beligerantes mandan impunemente a sus soldados al eterno frente de trincheras mientras en las colonias se azota y se castiga a los indígenas que fueron invadidos años atrás por la ambición de un mísero puñado de soberanos. Y eso no vende, no ensalza, no agracia.
La Gran Guerra, donde millones de personas dejaron su vida en un sinsentido de los tantos que aparentemente presenta la vida no es quizás objeto de genialidades cinematográficas, pero sí que lo es de una gran crisis que casi cien años después seguimos padeciendo y a la que casi nadie quiere poner remedio, por el interés que supone, claro está. Me refiero a la desvirtuación de Dios, a su desprecio.

Cuando en 1918 se firma el tratado de Versalles, Europa entera está en reconstrucción, no solo física, sino también social, cultural y espiritual. Los grandes imperios son disgregados, las grandes religiones son rechazadas por su intromisión indigna en política. La sangre que riega las estepas hace recordar al mundo el olvidado carpe diem, que la vida es corta y que cualquier día un Tirano Banderas aparecerá y los aniquilará como a perros sarnosos. Así comenzó una carrera hacia lo material que, como digo, un siglo después nos está ahorcando y desvirtuando a nosotros mismos. Esta carrera afectó no solo al convencionalismo social y al cultural, sino a lo que es más peligroso, al terreno filosófico, donde los nuevos filósofos abrazaron la tendencia, uniéndose muchos de ellos a las vanguardias y a proyectos de pensamiento que parten no de la realidad en sí misma, sino en notables ocasiones de una imagen adaptada de esa misma realidad. La filosofía de la primera mitad de los años XX termina de asentar el golpe definitivo a la moral religiosa, la cual terminaría de perder toda credibilidad posible al significarse, en el caso del catolicismo, hacia la postura de las fuerzas del Eje durante la II Guerra Mundial.
Por otro lado la ciencia gana terreno a la filosofía, que es tristemente relegada a un papel secundario en el conocimiento. Obviamente, la ciencia que se encuentra limitada al conocimiento único de lo material impuso su orden y su yugo y comenzó a significarse como una especie de nueva “religión” que debe “guiar” los pasos de una abandonada humanidad.


La pregunta que sale a colación a partir de todo esto no podía ser más simple: ¿qué pinta Dios en todo este sarao meramente humano?


Evidentemente, nada. Los problemas que obligaron a abandonar a Dios fueron de inseguridad y de ramal político. La mortandad y la violencia de la guerra dejaron al descubierto que esos problemas son humanos, que las guerras no son de Dios, sino de los hombres. Que Dios, independientemente de que eche una mano deja hacer a las personas, respeta su voluntad. Ese despertar provocó un sentimiento de terror. La doctrina religiosa estaba en aquel entonces ligada exclusivamente al orden religioso que no parecía dar demasiadas esperanzas a los asustados fieles. Sabían -y saben- que Dios ayuda, pero en un intento de justificar su suprema presencia en la realidad terminaron por mantener la idea de que absolutamente todo es dirigido por la voluntad de Dios, anulando casi por completo la humana. Pero claro, la doctrina tradicional había quedado al descubierto. El ser humano tenía voluntad y ésta era respetada. Por otro lado existían -y existen, no crean- evidencias de la ayuda divina, inexplicables científicamente no en cuanto al proceso físico, sino al desencadenante del mismo. Esta inseguridad separó definitivamente religión de ciencia, filosofía y de la propia búsqueda de la otra realidad.


Hoy, el mundo se imbeciliza a pasos agigantados, fruto ya no de un materialismo consensuado ante la desgracia y el sentimiento de abandono, sino de una carencia de conocimiento que obliga a los nacidos a abrazar a la sociedad como a una gran madre que “exige” y a la que debe poco más que su propia existencia y presencia. La “madre sociedad” se asemeja más a un coliseo romano donde cada nuevo personaje es obligado a competir contra otros mientras todo perteneciente a ella tiene que seguir sus normas, sus dogmas y sus exigencias. A la sociedad solo le hacen falta altar y culto obligatorios para convertirse en una grotesca secta.
La ciencia, asentada ahora en su trono de directora exclusiva del conocimiento y regencia del mundo limita todo a lo material e incluso algunos científicos se atreven a imponer una especie de inquisición ante los fenómenos que delatan otro tipo de realidad que su método no controla en absoluto. El filósofo, tal y como un genetista -creo- afirmó en una entrevista en una conocida revista dominical es relegado a un papel de observador social, cómplice siempre de su funcionamiento, sin potestad en aquello que da pie a su presencia: el conocimiento de la realidad.
La religión es relegada igualmente a un papel complementario en la vida humana del siglo XXI, y la ética, que debería partir, como todo, de la realidad, amparada en decretos y libretos políticos consensuados e impuestos sobre el ciudadano de a pie. La falta de pensamiento está provocando que la imbecilidad domine tanto la vida cotidiana como la política. Me resulta increíble que ayer, por ejemplo, se hablara en un telediario de que “todo asesino, ladrón o delincuente debe “concienciarse” de que cuantas más veces repita tales acciones más dura será la pena”. ¿Y el daño que provoca en la realidad dónde queda? ¿En sus códigos y leyes, quizás? No me extraña que en nombre de la igualdad nazca el feminismo, que el ladrón aumente sus robos o que el lenguaje, por ejemplo, pueda ser modificado impunemente sin razón explícita alguna. Es la falta de conocimiento de la realidad. Todo se está basando en lo insustancial, en lo superfluo, en un mundo donde solo vale nuestro sistema de convivencia y donde no existe ni realidad ni Dios ni nada.
Así poco a poco nos vamos convirtiendo en imbéciles cómplices de nuestra propia imbecilidad, en fantoches que son incapaces de ver pudiéndolo hacer. Poco a poco la esencia de la realidad a la que pertenecemos se va perdiendo, en pro de nuestra irrealidad y la codicia e intereses que centramos en ella.


Un último ejemplo que acabo de leer esta mañana aunque fue publicado como curiosidad a finales del año pasado: una señora denunció el robo de muebles virtuales que había adquirido para equipar su casa virtual en una conocida red social tras invertir en ellos cien euros y haber sido “robados” por un hacker; y piden cinco años de cárcel para el ladrón.


¿Le sorprende? ¿No? Bienvenido al siglo XXI.