SÍMILES DE GUERRA

¿Dónde, pues, veremos en este relato el mal que es necesario evitar y el bien hacia que debemos tender? ¿Dónde está el traidor? ¿Dónde el héroe? Todos son buenos y todos son malos. No serán Kaluguin con su valor brillante, su arrojo caballeresco y su vanidad, principal motor de todas sus acciones…ni Praskimin, nulo e inofensivo a pesar de haber caído en el campo de batalla por la fe, el trono y la patria…ni Mikhailov, tan tímido; ni Pesth, aquella criatura sin convicciones y sin sentido moral, quienes puedan pasar por desleales o héroes.

No, el héroe de mis relatos, aquel a quien amo con todas las fuerzas de mi espíritu, el que he tratado de reproducir con toda su hermosura, el que ha sido, es y será siempre bello, ¡es la verdad!

[Sebastopol en mayo, en Relatos de Sebastopol, León Tolstói, 1855]

En mayo de 1855, Sebastopol había soportado más de ocho meses de sitio. Se encontraban rodeados en todas direcciones, tanto por el norte como por el sur y el este, y los rusos apenas podían mantener una especie de corredor que les conectaba con el continente. La otra vía de escape, el océano, había sido cortada: los buques de guerra y los mercantes que se encontraban en los alrededores habían sido hundidos al comienzo de las hostilidades con el fin de bloquear la bahía y evitar el bombardeo de la flota aliada sobre la ciudad. Rusia tenía el convencimiento de que, manteniendo a toda costa las posiciones en Sebastopol y forzando combates en los cuarteles generales aliados en la península de Crimea, donde se encontraban, conseguirían forzar una retirada hacia la costa que inclinara la guerra a su favor. Pero no fue así. Las batallas de Alma, Balaclava e Inkerman diezmaron la célebre caballería cosaca y gran parte de las tropas de tierra rusas, obligándoles a comenzar una desesperada táctica defensiva en Sebastopol. Los aliados, aprovechando las derrotas en el continente y el bloqueo naval ruso se dedicaron a desembarcar un contingente que rondaba el medio millón de soldados con la misión de atrincherarlo frente a las defensas de la ciudad, custodiadas por apenas treinta mil marineros ante la imposibilidad de recibir más tropas desde Moscú.

Treinta mil contra medio millón, sin contar las huestes otomanas. Y luego pensamos que Zaragoza es la única que no se rinde.

Ríete del francés. Ríete de Napoleón I y su estúpida guerra de España. Ríete de la gallardía de Palafox y el heroísmo de Agustina de Aragón.

Ríete de las historias de héroes y traidores, y las leyendas de abanderados disparando su cañón bajo el fuego enemigo. Porque como le ocurrió a Tolstói con su apreciada Sebastopol, lo único que observo en un acto como este es destrucción y miseria.

Nosotros también hemos convertido los Sitios en una leyenda. La literatura manda, y ha escrito su versión de los hechos. Campesinos desarrapados, sin un calzado digno con el que caminar, comportándose como caballerosos y siempre leales soldados junto a militares de toda condición y casta entregados a una lucha sangrienta e inclinada a priori hacia la victoria francesa. En la Ilíada también sucede lo mismo. Ningún soldado, griego o troyano, se comporta indecorosamente, o duda de la orden de su superior, o reza en público ante la inminente carga de caballería. Todos son valientes y luchan con la dignidad del héroe. Hasta Patroclo, que es un militar de camarín, se viste con la armadura de Aquiles para enfrentarse al gran Héctor sin pensar en las consecuencias de tal acto. Campesinos, mujeres y hombres que nunca han tocado un arma o que han tocado demasiadas, entregados con igual destreza e ímpetu a una guerra con un final muy negro.

Como a Tolstói, también me huele a chamusquina.

Pero Tolstói sí vivió parte del sitio de Sebastopol, sí le toco escribir atrincherado y, aunque es cierto que no disparó ni una sola vez contra el enemigo durante ese tiempo sí paseó por la ciudad, vio el improvisado hospital de los heridos, los médicos amputando piernas y brazos, mujeres en los bailes de las plazas, militares de vestimenta impecable cortejarlas y decenas de muertos arrinconados junto a las barricadas y los edificios. Vivió el horror de la guerra y la vida de una ciudad completamente asediada, los temores de sus habitantes y la gallardía de sus guardianes. Y observó que las historias de héroes y villanos no existen, y que lo único heroico que puede haber en un horror semejante es la entrega y la justicia.

En 2008 se cumplieron doscientos años del comienzo de las hostilidades con el Imperio Francés. Como le sucedió a los rusos, antes de que comenzaran las cargas de caballería en plena plaza de San Miguel caímos derrotados en varias batallas que, de haberlas ganado, hubieran cambiado el curso de la contienda. Palafox, que había recibido su cargo por la fuerza (una masa enfurecida, liderada por héroes como el Tío Jorge, asaltó su casa y le dijo: o aceptas o ya puedes darte por muerto. Y el hombre, de entre todas las opciones posibles, escogió voluntariamente y sin extorsión ninguna comandar los ejércitos del instaurado de nuevo Reino de Aragón). Las dos más importantes y que obligaron a replantearse la guerra fueron las de Pamplona y la de Mallén. Esta última hizo más daño al pundonor local que al proceso de la guerra en sí mismo, y los voluntarios, sintiéndose incapaces de continuar la lucha según la tradición miliar de la época, decidieron atrincherarse tras la frágil muralla de la ciudad y defenderla a toda costa.

Según una de las guías de la exposición de pinturas que visité como motivo del aniversario, Palafox era un cobarde que escapaba de la ciudad con la excusa de buscar refuerzos cada vez que los franceses lanzaban una ofensiva. También, que Agustina de Aragón los tenía más bien puestos que todos los españoles, franceses, rusos, austriacos y chilenos juntos. Y que la gallardía del pueblo zaragozano era homogénea y profesada como una fe verdadera, como muestra una célebre pintura de Orange.

Pero, ¿cómo juzgar a Palafox de héroe o traidor si tan solo era un oficial del ejército que combatía por Dios, la patria, el rey Fernando y, por supuesto, por los exquisitos argumentos de Tío Jorge y compañía? ¿Cómo hablar de Agustina de Aragón si el hecho más loable fue disparar un cañón en un puesto de artillería que había quedado desprotegido? ¿Y cómo condenar en el desprecio más absoluto al desconocido soldado francés que peleó casa por casa y habitación por habitación durante la toma del Arrabal? ¿Acaso la valentía aragonesa es mayor valentía que la francesa?

No me creo ni que todos los franceses fueran tan crueles como se dice ni que todos los defensores tan castos, serviciales y entregados como cantan las gestas. La Zaragoza de los Sitios debía parecerse mucho en circunstancias, época y desarrollo bélico a la Sebastopol de 1855, con la única diferencia de que Zaragoza no es Sebastopol, ni es tan onírica, ni tan agraciada, ni está situada en un enclave tan estratégico como para que medio occidente decida sacrificar a sus hijos por atravesar sus murallas.

A Zaragoza le hace falta un buen Manhattan Transfer y un buen Sebastopol enmarcado en los Sitios. Relatos realistas que hablen de las miserias y las virtudes de una ciudad maravillosa y aborrecible. El único que se atrevió a realizar algo parecido fue el bueno de Benito Pérez Galdós, y aun así pecó de patriota y poco realista a pesar del género al que pertenece su literatura. En Zaragoza, Gabrielito nos habla de baturros lanzándose impetuosos a la batalla en el reducto de Santa Engracia, o de mujeres y niños, tijera en mano, combatir descubiertas contra la caballería polaca; de campesinos y soldados sin comida, temblorosos por el tifus y el cólera, baterías sin munición que disparan toda suerte de objetos punzantes, edificios calcinados, voladuras casi diarias a modo de hostigamiento por parte de los zapadores franceses, y cientos de muertos acumulados en las calles. Pero fracasa en algo. La miseria, a pesar de los esfuerzos del autor en incluir una historia de amor imposible en ese marco, queda relegada a un papel de enaltecimiento del heroísmo zaragozano. A más miseria, más muertos en cada trinchera, más hambre, más enfermedad y más sangre derramada más gloriosa es la victoria o la derrota. Galdós se equivoca. No hay victoria o derrota gloriosa. Tan solo tifus, cólera, muerte, hambre y destrucción. Como en Sebastopol, los zaragozanos dormían cada noche y se acostumbraron a las explosiones y a los gritos al alba. Seguramente, los zaragozanos bailaban, se besaban, sufrían, temían y recogían florecillas a las puertas de la ciudad tras cada batalla como el chiquillo que lo hace cada día desde el comienzo de la tregua de Sebastopol. Seguían una vida normal, dentro de la normalidad que puede mantenerse cuando las bombas caen a tu alrededor. Nadie puede entregarse por completo a la tensión de la guerra y a la incertidumbre de la trinchera. Todas las historias que hablan de valientes consagrados son las historias de quienes quieren creen en esa consagración, aunque destrocen la humanidad de los personajes y su visión quede deforme para siempre. Me gustaría imaginar a una Agustina de Aragón capaz de amar, de llorar o de tener miedo además de disparar un cañón cargado hasta la espoleta de metralla. Pero parece ser que amar, llorar o tener miedo no es digno de los anales de la historia. Cuánto nos hemos equivocado.

Y cuánto nos seguimos equivocando. Ahora mismo hay una nueva Sebastopol o una vieja Zaragoza que también es mártir de relatos inverosímiles y ostentosos cantares de gesta. Gaza es considerada una ciudad sitiada por Israel, y a sus habitantes, por ende falaz, héroes de casta entregados al odio y a la resistencia. Pero, sin embargo, Gaza no se desangra, ni las mujeres se ocultan en los sótanos. En Gaza los niños siguen jugando al fútbol y en las plazas los mercaderes siguen instalando sus zocos. Las bombas caen a su alrededor, pero siguen haciendo la vida de siempre, o lo más parecido a la vida de siempre. Y seguro que se han acostumbrado a las explosiones, y a la presencia de blindados israelíes y a personajes variopintos con una ametralladora entre las manos.

Desde Troya hasta Gaza, nos hemos imaginado todas esas ciudades sitiadas y destrozadas. La Zaragoza de los Sitios también es una Zaragoza falsa que solo existe en nuestra cabeza, de la misma manera que nuestra concepción de victoria se manifiesta en función de nuestra concepción de derrota y viceversa. Y entre toda la miseria, los hombres y mujeres entregados a la batalla, los bailes de primavera, los afables cortejos y las operaciones de urgencia en improvisados hospitales, solo existe un héroe, y ese héroe es tan tangible y etéreo como un soplo de aire tibio en una tarde de otoño. El único héroe que conozco y al que merece la pena conocer es la verdad, y solo en la verdad podemos hallar la valentía necesaria para acabar con la ignominia de la guerra de una vez por todas.

 

OBSTÁCULOS

No creo en las redes sociales. No creo en un algoritmo que nos conecta a los unos con los otros ni en un cachivache alimentado por electrones como su profeta. No creo en algo tan gélido e impersonal como un perfil social.

No creo que algo que no es imprescindible sea imprescindible.

Soy una persona de distancias cortas. Me gusta mirar a los ojos de mi interlocutor, verle saborear el café recién hecho por el camarero y sentirlo en su expresión. El momento del saludo, el tiempo que se escurre en la conversación y la buena (o efímera) compañía, los recuerdos que vienen y van como olas en la orilla del mar. La conversación que se teje al ritmo de la vida.

Las redes sociales, en cambio, han sido creadas para lo contrario. Destrozan los tiempos de la existencia y fuerzan las amistades a un distanciamiento extraño, sibilino y muy complejo. Porque sí, las distancias son mayores no cuanto más alejados estamos los unos de los otros físicamente, sino cuanto más sentimos esa lejanía en nuestro interior.

Las redes sociales son falsas, y la falsedad lleva a la traición. Propia, demasiadas veces. A imaginar lo que no somos capaces de ver o sentir por la ausencia de un contacto mucho más íntimo, preciso y necesario. Pensamos en las personas que queremos en un pretérito agujereado de un presente que no existe. Por ejemplo, nos es inevitable recordar los momentos compartidos con la persona con la que hablamos, o la ausencia de ellos, pero a la vez éstos quedan anulados por el empuje de la conversación presente. Es aquí donde surge la imaginación. Necesitados acercarnos lo que la red social es incapaz de permitirnos, nos aferramos a la casi siempre desafortunada creencia de que la sonrisa del emoticono o la algarabía que pretende denotar la sucesión de carcajadas son ciertas y que nuestro amigo verdaderamente sonríe al escribir esas líneas o ríe ampliamente al leer lo que has escrito hace un momento. Pero es sólo una creencia. Un vulgar invento al que nos aferramos dogmáticamente, pues todos somos conscientes de que, en mayor o menor medida, hemos mentido y traicionado a nuestro interlocutor expresando cosas que verdaderamente no hemos sentido. Hay veces que la traición se comete por simplicidad literaria. Otras, por un fin desesperado de tratar de acercarnos un poquito más a la confianza de la persona con la que conversamos. Y otras, simplemente, por falsa modestia y amabilidad fingida.

Hay algo que me sublima y que me preocupa enormemente. ¿Cómo distinguir si el abrazo o el beso que me envían es realmente un beso o un abrazo? Y una cuestión aún más intrigante: ¿qué tipo de beso o abrazo será? Porque no todos los abrazos y los besos son iguales ni cuentan lo mismo. No es lo mismo un beso de cumplido que uno de amistad, o un abrazo sugerido que uno bien fuerte y cálido. ¿Cómo saber que los besos y los abrazos que me imagino son tal cual me los imagino? Por mucho que conozcas a la otra persona, solo puedes intuir las sombras de lo que viene a ser el bosque. Las circunstancias varían y no solemos ser precisamente francos en la vida.

Creo que muy poca gente ha reflexionado sobre esto y no creo que haya mucha gente que lo entienda. Hay cosas y cosas, personas y personas, momentos y momentos. Y cuando uno conversa cara a cara, las cosas, las personas y los momentos se presentan en el lugar que les corresponde, con toda su alegría, tragedia o indiferencia. Con las redes sociales hemos terminado de renunciar a algo esencial en nuestra vida: el instante. Y apartados del instante derrochamos nuestras maravillosas vidas. Una red social se valúa en la respuesta rápida, en la inmediatez. Su ritmo desenfrenado impide escuchar a quien nos habla y nos conduce a la ansiedad de leer en transversal. También, recíprocamente, afecta a nuestros mensajes. Una charla por chat es un torrente de incursiones lingüísticas que nunca han de llegar con todo el sentimiento que evocan a nuestro interlocutor. Tiempo perdido. Conversaciones extraviadas. Pequeños retales deshilachados negligentemente por el camino.

Las redes sociales reflejan la esclavitud de nuestros días. Distancias largas, zapatitos de distancia entre tú y yo, revueltos pero no juntos, el tiempo que se escurre entre nuestras manos sin posibilidad de detener su pérdida. El temor a ser rechazados atado en la mediocre esperanza de la virtualidad.

Más allá de su eficaz contacto en situaciones de extrema lejanía, las redes sociales nos predisponen a una dependencia en el falso presente muy peligrosa. Nos recluimos en nuestros inventos, divagamos obsesionadamente sobre la intención de nuestro amigo o, simplemente, consideramos cosas que no han sucedido ni pueden ocurrir, sin tener en cuenta cuando sustituimos la amistad cercana por el frío trato internáutico. Es mejor, cuando las circunstancias no lo impiden, el amor o el disgusto de un recuerdo que un contacto reciente mitad propio y mitad de nuestro interlocutor.

La cuestión es la mil veces comentada, la de siempre: las redes sociales no son ni buenas ni malas, lo peligroso, lo que nos hace daño, es el trato indiferente que profesamos hacia los demás y que se acrecienta con la frivolidad que transmiten. Y ese problema ya no es excusable a un método o a una vía o sistema. Es un problema nuestro, nuevamente. Cuando mentimos mentimos nosotros, no miente el procesador de textos del chat de turno. Cuando imaginamos lo hacemos nosotros, porque preferimos una imagen falsa de un contacto presente que no se ha producido a estancarnos en conversaciones tan poco humanas. Nadie ni nada nos puede obligar a mentir o a recrear: somos nosotros quienes nos distanciamos o nos acercamos y nos dejamos abrazar por la mentira cibernética.

Solo nosotros, y nadie más. Pero permítanme una sugerencia, un consejo: vuelen y dejen volar. Vivan el momento con la persona que quieran o se sientan a gusto, el instante de una mirada, el aroma del café de media tarde, el paseo bajo la lluvia. Háganme caso, es mejor así. Recuerdos que se llevarán para siempre e instantes de fraternización que ningún otro medio o vía de comunicación podrán lograr nunca. Porque el contacto más íntimo, la distancia más corta que separa dos vidas son esas propias dos vidas. Y más allá de ello todo es más efímero y caótico.

Soy un hombre de distancias cortas. No me pidan que cambie un buen café por nada del mundo.

LA AMISTAD

Cuando estamos tristes, es dulce acostarnos en el calor de nuestro lecho, y en él, suprimidos todo esfuerzo y toda resistencia, con la cabeza misma bajo las mantas, abandonarnos por completo, gimiendo, como las ramas bajo el viento de otoño. Pero hay un lecho mejor aún, lleno de olores divinos. Es nuestra dulce, nuestra profunda, nuestra impenetrable amistad. Cuando el lecho está triste y helado, acuesto en él, friolento, mi corazón. Enterrando hasta mi pensamiento en nuestra cálida ternura, sin percibir ya nada del exterior y sin querer ya defenderme, desarmado, pero, por milagro de nuestro cariño, inmediatamente fortificado, invencible, lloro por mi pena, y por mi alegría de tener una confianza donde encerrarla.

[Marcel Proust, Los placeres y los días]

Necesitamos lechos donde llorar tranquilos. Nos empeñamos en renunciar a las lágrimas, en arrinconarlas en lo más profundo del ser y sumergirnos en las aguas heladas de un océano que nos ha de devorar. Los griegos comprendieron que el llanto es un elemento más de la humanidad, como lo puede ser una carcajada, una mirada o un beso, e hicieron de ella un rasgo significativo de su mundo. La tragedia griega no sería tragedia sin viajes imposibles, amores prolongados hasta la eternidad y el llanto ante la pérdida y las ruinas de la amistad y el cariño mutilados. Pero nunca, jamás, el llanto es símbolo de derrota, de hecatombe, de hundimiento. El llanto es el final de un camino que abre el rasgo infinito del que ha de continuarse. Una inflexión en el camino, un hasta luego en la inmortalidad, un corte de pelo desesperado, un rito que ha de repetirse hasta el último suspiro. Comprender que la tristeza no es un mal ni un símbolo de derrota sino algo tan arraigado al ser y tan necesario como el primer paso del caminante al emprender de nuevo su propia senda, un gesto de valentía al que cruelmente hemos renunciado, es vital para no dejar de ser nosotros mismos y acabar destruidos, desde nuestro arraigo profundo, y condenados a vagar por la vida como sombras perseguidas por el sol del amanecer.

Llorar también es una forma de mirar hacia adelante. Dejen llorar tranquilo a quien lo necesite. Y arrópenle, pero no lo hagan para enterrar su sufrimiento, sino para calmarlo en la amistad y el amor, en la comprensión y en el sentimiento y la verdad. No cometan el error de secar las lágrimas de donde todavía brota la vida.

LOS DIOSES SIEMPRE RÍEN

De entre todas las conversaciones que Tiziano Terzani mantuvo con su hijo Folco en un pueblo perdido de Italia antes de su inevitable muerte y que han sido recogidas en la necesaria e inestimable obra El fin es mi principio, hay una que destaca sobre todas las demás. En ella, después de un rato de conversación Folco, preocupado, pregunta a su padre qué hacer ante el terror producido por la presencia de alguien siniestro o poderoso. Tiziano, sin inmutarse, se recuesta en su gompa y le responde:

-Imagínatelo cagando.

Parece que en Occidente nos tomamos demasiado en serio las cosas. Tanto, que a pesar de que han pasado unas cuantas semanas de silencio desde que algunas gacetas humorísticas volvieron a la carga utilizando al Islam como objeto de sus caricaturas, aún siguen apareciendo artículos como el que firma Daniel Gascón en Letras Libres intentando acotar un suceso que debería estar asumido y resuelto desde hace décadas o siglos. Hablo en siglos porque el tira y afloja en torno a la libertad de expresión lleva produciéndose desde que la humanidad es humanidad, y en un sentido ampliado, grotesco y periodístico, desde los siglos XVIII y XIX, con el nacimiento de la prensa moderna y su difusión cada vez más amplia.

Todos sabemos -y esto es innegable: quien lo niegue miente- que la libertad de expresión es utilizada como una excusa demasiado amplia como para dirigir ataques y escudarlos en ella. Es una bonita trampa: en una sociedad que sigue sin comprender las cosas, que su máximo avance ha sido hablar de derechos (¡cuidado, no de Justicia!) y que, en realidad, esa incomprensión le conduce a intentar una y otra vez imponer unas cosas sobre las otras, bajo el paraguas de la libertad de expresión se puede insultar o hacer daño a alguien zafándose, además, de las evidentes protestas del agredido, que quedará ante todos como un fundamentalista y un censor. Y cuando los argumentos del agredido, más o menos justos que los del agresor, comienzan a corroer el montaje de la libertad de expresión, entonces siempre se responde lo mismo: chico, que poco sentido del humor tienes.

El humor es la excusa perfecta, el excalibur que todo el mundo quisiera tener. ¿Quién puede alegar algo ante el argumento del humor? El insulto se fundamenta en la miseria de la imposición y en las convenciones que le dan sentido. El humor es algo natural e imprescindible, un hermoso camino que puede conducir justamente a lo contrario, a la hermandad. El humor, empleado por el sofista, es un arma arrojadiza muy eficaz ante quienes actúan igualmente bajo las mismas convenciones que el primero. Ante el argumento del humor, el ofendido solo puede bajar la cabeza porque ha delatado su injustificado enfado, y de esta manera la injusticia del primero queda cubierta con el fuera de juego del segundo.

No es una cuestión de legislación y Estado, como apunta Daniel Gascón, sino de Justicia y realidad. La libertad de expresión no es algo que se pueda admitir, regular o aceptar, sino es una consecuencia directa de nuestra realidad humana y, por tanto, corresponde siempre. Que un Estado la admita o no nunca supone un impedimento a su presencia, sino una persecución de la misma. En otras palabras: quizás pueda controlarse que se hable en alto a un gran público, pero se seguirá hablando en voz baja con unos y con otros ante la impotencia del opresor. Nadie puede impedir algo que solo depende de nosotros mismos y que es justo. Pero la expresión, convertida en libertad, supone poner candados a las ventanas. Es una manera de intentar controlar lo incontrolable, haciendo creer que algo propio de nuestra existencia depende de la aprobación de un congreso o de la bondad o maldad de una religión o de un gobierno determinado. La libertad de expresión es la degradación y el entierro de la propia expresión, una falsa ilusión de defender algo cuya defensa es inexpugnable y de limitarla a conveniencia. En Occidente, a pesar de haber sido testigos de la época de las luces y su defensa de la justicia, la libertad de expresión también está regulada y limitada. No se pueden decir según qué cosas. Los periódicos censuran, las revistas eligen la temática de sus artículos y se persigue a quienes dicen aquello que nadie quiere escuchar o que se encubre. La censura es una actividad con la que lidiamos y que asumimos todos los días: desde la abuela que reprocha el lloro del niño, por parecer afeminado; hasta el artículo que es rechazado no por su baja calidad o por las incoherencias que contiene, sino por la temática en la cual se fundamenta. Occidente, como cualquier otra región del mundo, sigue comportándose de una manera inquisidora y aséptica, tomándose en serio lo que en serio se dice y lo que no, y en demasiadas ocasiones en viceversa.

Hay un puente que no puede obviarse en todo este asunto, y es la intención. La intención siempre queda encubierta y enterrada cuando no interesa que se perciba, pero es un elemento tan evidente como las propias palabras que la albergan. Existe una diferencia insalvable entre una caricatura sobre una cosa, que pretende destacar irónicamente y con humor algún aspecto de esa misma cosa, y otra que, de alguna manera, busca ridiculizar a la cosa en sí misma. Lo primero es interesante e incluso sano. Son críticas sutiles lanzadas con ingenio sin un mal fondo de por medio. Lo segundo es una forma de humillar por el simple hecho de la existencia de esa intención, cuya presencia queda bien reflejada en un caso o en otro. El Occidente actual tampoco debería ocultar durante más tiempo con la hipocresía con que lo hace que, en realidad, le gustaría que no existieran religiones, ni filosofía ni pensamiento. Son un estorbo para su alienamiento materialista. Hablar de la realidad, pensar, implica sentir y ser nosotros mismos, comprender y avanzar, mirar hacia adelante. Limitar esta realidad y hacerla converger en la miseria social es una manera de estrangular a la humanidad en sí misma y sumirla en un abismo del que es muy difícil salir. Con la debacle filosófica y su fragmentación gnoseológica, el único púgil que queda en el camino con la suficiente potencia como para frenar el caos que ya padecemos son las religiones, con el handicap añadido de todas las mentiras y prejuicios que llevan arrastrando durante siglos. Pero las religiones son púgiles viejos y cansados que se encuentran demasiado minados por la propia sociedad que ahora las empuja al abismo como para mantener la posición. No se duda en recordar la injusticia albergada en su seno como uno más de los cientos de argumentos falaces que se dirigen contra ellas. En el caso del cristianismo, que es la religión que nos afecta más directamente, nadie duda en señalarla cuando salen a la luz casos de pederastia o de niños robados. Sin embargo, se olvida mencionar muchas veces detalles esenciales. Por ejemplo, que sin la aprobación de un médico no se puede autorizar un parte de defunción. O que, sin la mirada a un lado del político de turno ante el soborno de monseñor, esas vejaciones que tanto nos escandalizan difícilmente hubieran podido mantenerse con la efusividad que en muchos casos se produjeron. También, por qué no decirlo, que no solo en abadías y colegios de curas se ha abusado y se abusa de niños, o que los robos de bebés o las palizas indiscriminadas en reclusorios no sólo han afectado y afectan a enclaves con afinidad religiosa. De hecho, la proporción es idéntica en unos y otros, si salvamos diferencias obvias relacionadas con la Historia y la confesión (o su ausencia) de cada país. ¿Este hecho, tan asqueroso como el primero, acaso justifica el inicial? Ni siquiera debería tener que adelantarme con esta pregunta ni con la evidente respuesta negativa, ya que no estamos hablando del daño causado por unos y por otros, sino de la acusación de unos y el violento silencio ante los otros. Porque los otros son de los nuestros y los unos, nos sobran.

Occidente se jacta de otro sofisma más nauseabundo aún: convertir la libertad en la inmunda rapiña. Nos dicen: sé libre comprando, sé libre robando, sé libre no siendo libre, o sea, no siendo tú mismo, sometiéndote a la censura de los demás, repudiando la verdad de las cosas y viviendo en la mentira. Sé libre siendo nihilista e imponiendo sobre las demás cosas. Occidente, en pro de esa libertad que no es tal, afirma ser aconfesional, pero su dogma es precisamente el laicismo que predica. El laicismo teórico habla de respeto, mientras que el práctico, el que se observa diariamente, dice justo lo contrario. Desde hace un par de años, grupos laicos se han jurado estorbar el acto religioso del Jueves Santo que rememora la pasión y muerte de Jesús de Nazaret en el Gólgota, convocando procesiones dispares y ridículas que buscan a ojos vista el enfrentamiento con los pacíficos oferentes. No hay más que estudiar el recorrido tradicional de una y el elegido por la otra para encontrar puntos comunes donde ambas se encuentran. ¿Cómo podemos seguir escribiendo en revistas serias alegatos que defiendan, bajo el coladero de la libertad de expresión, acciones de este tipo? ¿Por qué los cristianos que lo deseen no pueden llevar a cabo sus rituales de la misma manera que los laicos realizan sus actividades en la calle? ¿Cuál es el motivo, justo e inapelable, que conduce a elegir el Jueves Santo, día de máxima exaltación cristiana, para llevar a cabo una procesión paralela llena de símbolos procaces, ruido, molestia y esperpento? No existe tal motivo porque ni siquiera existe tal actividad laica. Es más, el propio laicismo que, como digo, habla de respeto y aconfesionalidad, imposibilita dotar de sentido a esta clase de actividades, completamente grotescas. Ni qué hablar de la exhibición de estos mismos grupos cuando se celebraron las Jornadas Mundiales de la Juventud, durante las cuales se persiguió literalmente a los participantes lanzándoles condones al rostro, insultándoles por pertenecer a una religión y rodeándoles para impedir que se movieran y asistieran a los actos. ¿Qué clase de proceder es éste, además de la risa que produce que se utilice el preservativo como arma anticristiana cuando todo el mundo sabe que, encíclicas papales aparte, la propia Iglesia lo recomienda en su seno?

Como con el cristianismo, la persecución contra las religiones continúa con otras más exóticas y, en principio, más alejadas del alcance occidental. Las caricaturas y el vídeo que han conducido a esta inaceptable espiral de violencia poseen, en su germen, una intención patente de persecución contra las creencias religiosas que, vuelvo a repetir, no puede ser negada por su rigurosa evidencia. Buscan asestar un golpe, no reirnos los unos con los otros. Y no se puede, ahora que se ha lanzado la piedra y nos han visto tirarla contra la ventana, esconder la mano y disimular la intención.

Quizás, y es un quizás completamente suprimible, al mundo árabe le haga falta humor, pero como al resto del mundo, a nosotros también nos hace falta como agua de mayo. Solo es necesario abrir un periódico y comprobar lo repleto que se encuentra de noticias fútiles y de temores infundados ante señores con traje y corbata a quienes únicamente les hace falta un buen activia. Para que nos los imaginemos cagando y, como Terzani y como Dios, poder reirnos un rato de nuestras propias y tontas miserias. Es ésto, o viajar.

RELOJES

La segunda y la tercera estrofa de Clocks dice más o menos esto:

Confusion never stops
clossing walls and ticking clocks (gonna)
come back and take you home,
                                -I couldn’t stop-
that you now know (singing)
come out upon my seas,
curse mised opportunities
(Am I) a part of the cure,
or Am I part of the disease? (singing)
 
You are
and nothing else compares
oh no, nothing else compares
and nothing else compares.
 

Lo que viene a ser en español:

La confusión nunca acaba,
tapiando muros y relojes que hacen tictac (vas a)
volver y llegar a tu hogar,
                         -no podría parar-
aquello que sabes (cantando)
sal de mis mares,
malditas oportunidades perdidas
¿(Soy) una parte de la cura
o una parte de la enfermedad?
 
Tú eres
y ninguna otra cosa es comparable
oh no, ninguna otra cosa es comparable
y ninguna otra cosa es comparable.
 

Desde que los chicos de Coldplay lanzaron Clocks en 2003, el tema fue bien acogido por la crítica y por el ámbito audiovisual, asombrados por la fuerza y el dinamismo que presentan los arpegios de piano frente a un fondo muy minimalista de bajo y batería. Acústicamente hablando, el tema es sencillo: además de los arpegios y las repeticiones, se emplea una escala descendente que cambia de tonalidad. La clave musical radica en el buen criterio llegado el momento de mezclar esos elementos y añadirle sutiles acompañamientos de sintetizador que consigan el efecto deseado. No se equivocaron al predecir que Clocks iba a convertise en uno de los mejores sencillos de todos los tiempos y en uno de los temas de referencia en el futuro, incluso para la propia banda británica. De hecho, muchos de los temas de su tercer disco, X&Y, arrastran el poso que Clocks había dejado, estando incluso presente en el sencillo Speed of Sound, donde se imita la misma progresión exacta de acordes.

Clocks ha pasado a la historia por su virtud musical, pero nadie parece haberse fijado en un pequeño detalle. Es algo muy simple, una nimiedad: Clocks es una obra maestra, y ante obras maestras como ésta no se puede resumir su capacidad a una buena ejecución de los arpegios o a un acertado uso de los ostinatos. Clocks es mucho más que armonía. Para comprenderlo no podemos quedarnos con los primeros árboles que veamos. Tenemos que abarcar el bosque, y para hacerlo hay que dar el primer paso, hacer crujir las primeras ramas secas y adentrarnos en la canción. Para comprender Clocks hay que comenzar sintiendo su letra.

Y aquí hemos llegado al telón de acero. Coldplay tiene la capacidad de hacer buena música, y la buena música es capaz de combinar la acústica con la letra. Es decir, una buena canción, de tener letra, es toda una, no hay discordia entre las palabras y los acordes. Coldplay consigue crear himnos, y al igual que Viva la Vida, Christmas Light o Violet Hill (de esta última espero hablar más adelante), es absurdo diferenciar la letra de la melodía, como si fueran inmiscibles. Quienes se han atrevido a inspeccionarla, la califican de críptica. ¿Desde cuando la letra de una canción puede ser críptica? Es muy difícil que la letra de un tema sea críptica, pero más aún que lo sea una de Coldplay. No, el mensaje de Clocks no es confuso, sino directo y elocuente. Aprovecha los cambios de escala y las diferentes mezclas con los arpegios para generar cambios bruscos de tonalidad que transmiten una sensación de rapidez y ajetreo que envuelve al oyente, jugando con las repeticiones, que otorgan un sentimiento de implacable monotonía, y el final de las escalas descendentes para incluir un elemento clave en la letra: los nexos. El nexo permite cerrar el círculo del trasiego monótono para provocar el sentimiento de angustia y desasosiego ante la falta de tiempo. Porque aquí está la clave que nos permitirá conocer el bosque.

Letra y música son absolutamente independientes y cada una, por su cuenta, es capaz de transmitir exactamente lo mismo. Pero son juntas cuando consiguen retratar el ritmo de vida de la sociedad moderna occidental. La letra nos habla precisamente de la impotencia ante la exigencia de los demás y de la desesperación por vivir y ser uno mismo de quien la sufre. ¿Y qué efecto acentúa este hecho, en general? La dificultad para pensar y sentir. Coldplay logra evocar a la perfección esta realidad mediante el uso de frases cortas y sin aparente correlación, cantadas en paralelo, con el mismo ritmo y siguiendo las constantes repeticiones. De esta forma se genera la simbiosis justa, una letra que refuerza y dota de sentido absoluto a la música y una melodía que otorga vida a lo que en principio es un mensaje sin sentido.

La clave de que Clocks se haya colado en un universo completamente devoto de las listas de ventas es que quienes han pillado su sentido confían plenamente en el etiquetado comercial y quienes podrían haberlo tomado en serio no lo han pillado. Que críticos tan supuestamente acostumbrados al análisis musical como los que firman en Rolling Stone o en el New York Times hayan etiquetado su letra de críptica porque no entra dentro de unos cánones convencionales (ni siquiera tiene un estribillo que se reitere: de hecho, el único estribillo es la tercera estrofa, que es anunciada al final de la primera) es absolutamente inaceptable. Quizás este hecho permita comprobar hasta qué punto el etiquetado comercial dificulta el diálogo a través de la cultura. Aunque hoy en día fardamos de ser cultos, lo único que se observa es pedantería y gilipollez, síntomas inequívocos del desconocimiento y la incomprensión que arrastramos. Occidente sigue considerándose más sabio que el resto del mundo mientras que cualquier tribu africana es, en proporción, infinitamente más culta.

No debería extrañarnos, por tanto, que en nuestras antípodas se comprenda mucho mejor la cultura. El simple legado de la filosofía zen ya supone una ayuda considerable para facilitar la necesaria comprensión y el sentimiento. Aquí estamos acostumbrados al discurso fácil, a las palabras de un divo y el amén de sus seguidores, no a pensar  y reflexionar. Y es una pena que la tradición oriental, mucho menos alejada de la realidad de las cosas, esté siendo desplazada e invadida por las convenciones occidentales. Es una lástima que en un continente tan extenso donde se ha apreciado durante milenios el momento y la existencia acabe perdiendo su pequeño rincón de ser. No es lo malo perder el tiempo, sino dejar morir el momento. Nuestra vida está llena de momentos maravillosos, cada uno de ellos completamente diferente a cualquier otro que pueda llegar a existir o que se haya producido previamente. Es al momento y no al tiempo al que hemos renunciado, y con él, a nuestra esencia, a la existencia y a la felicidad.

Sin embargo, Clocks también aporta la solución, no solo el problema, y este detalle convierte a Coldplay en una banda más memorable aún de lo que ya es. En la cuarta estrofa dice:

You are…
Home, home, where I wanted to go.
 

In spanish:

Tú eres…
Hogar, hogar, a donde quería ir.
 

Es decir, que después de la tribulación ha llegado la calma. El hogar es el refugio del confundido, y es en la tranquilidad del hogar donde el ser puede ser él mismo. En otras palabras: sea usted mismo, sienta el momento y no se deje machacar por la ineptitud de quienes le rodean.

Aunque no me considero fan de nadie en particular, tenía que decirlo. No sé como Coldplay no es indiscutiblemente considerada la mejor banda del mundo. Unos tíos tan grandes capaces de hacer buena música además de escribir unas canciones tan maravillosas deberían ser tenidos mucho más en cuenta de lo que ya lo están, aunque solo sea por sus letras (atención a Paradise: todo lo comentado aquí se cumple de nuevo a la perfección). Ya siento haber soltado el discurso en pleno agosto (y con la ola de calor in crescendo), pero tenía que hacerlo. Coldplay se lo merece, y todos nosotros también.

COMO PASEAR EN UNA NOCHE DE VERANO

– ¡Capitán! ¡Tiran muy fuerte a la izquierda! ¡Desvíe!

Patada.

– ¡Ay!, la cosa se agrava…

Quizás…

La cosa se agrava, pero yo estoy en el interior de las cosas, dispongo de todos mis recuerdos. Y de todas las provisiones que he hecho, y de todos mis amores. Dispongo de mi infancia que se pierde en la noche como se pierde una raíz. Mi vida comenzó con la melancolía de un recuerdo… La cosa se agrava, pero no reconozco en mí nada de lo que pensé que sentiría frente a los zarpazos de estas estrellas fugaces.

Estoy en una región que me llega al corazón. El día muere. Entre las borrascas, a la izquierda, grandes lienzos de luz constituyen fragmentos de vitrales. A dos pasos, casi puedo palpar con la mano las cosas buenas. Los ciruelos con ciruelas, la tierra con olor a tierra. Debe ser bueno caminar a través de tierras húmedas. Sabes, Paula, avanzo suavamente, balanceándome de derecha a izquierda, como un carro de heno. Crees que es rápido un avión… ¡claro, si reflexionas lo es! Pero si olvidas la máquina, si miras, nada más, entonces simplemente paseas por el campo…

Estaba ahí y, sin embargo, ha pasado desapercibido para casi todos. Incluso para los franceses. Para el mundo, Antoine de Saint-Exúpery es El Principito, pero El Principito es tan solo un ensayo poético que resume a Saint-Exúpery y a la propia vida.

Acabo de encontrar al Exúpery que quería encontrar. El que existió. El que fue capaz de sentir todo aquello que reflejó en El Principito hasta dudar en la melancolía, y no el genial fabulador de literatura infantil que durante generaciones nos han hecho creer que era.

Piloto de Guerra (Pilote de Guerre, en el original) es la gran obra del autor francés, un relato autobiográfico escrito en el destierro neoyorquino acerca de la belleza de la vida, la existencia y la ignominia de la guerra. Saint-Exúpery compone las memorias de los días que estuvo al frente de las tareas de reconocimiento llevadas a cabo por la sección 2/33 al final de la Guerre Curieuse, cuando los alemanes comenzaron a invadir Francia ante la impotencia de sus defensores.

A diferencia de otras obras, Piloto de Guerra no es un relato acerca del belicismo y del patriotismo, sino un ensayo filosófico que fluye a través del recuerdo de los sentimientos del autor durante esos días de guerra. Saint-Exúpery observa la muerte, la violencia y el fanatismo de los combatientes y se lamenta por la suerte de aquella sociedad que se estaba deshaciendo en una espiral de venganza y destrucción frente a la realidad que es justa y buena. En un párrafo solemne advierte:

Solo una victoria une, la derrota no solo separa al hombre de los demás hombres, sino que lo separa de sí mismo. Si los fugitivos no lloran sobre una Francia que se desmorona es porque se trata de vencidos, porque Francia está deshecha no en torno a ellos sino en ellos mismos. Llorar por Francia significaría ser vencedor.

A casi todos, tanto a los que todavía resisten como a los que ya no resisten, únicamente más tarde, en las horas del silencio, se les mostrará el rostro de Francia vencida. En ese momento, todos se desgastan en algún detalle vulgar que se rebela o se estropea, contra un camión descompuesto, contra una carretera embotellada, contra una llave de gas que se atasca, contra lo absurdo de una misión. El signo del derrumbamiento es que la misión se vuelva absurda, que se torne absurdo el acto mismo que se opone al derrumbamiento. Porque todo se vuelve sobre sí mismo. No llora uno por el desastre universal, sino únicamente por el objeto del que se es responsable, que es lo único tangible y que se desequilibra. Francia que se desmorona solo es un diluvio de pedazos, de los cuales ninguno muestra un rostro: ni la misión, ni el camión, ni la carretera, ni esta porquería de llave de gas.

Antoine de Saint-Exúpery, con el uniforme del Ejército Francés, antes de iniciar uno de sus vuelos de reconocimiento.
Antoine de Saint-Exúpery, con el uniforme del Ejército Francés, antes de iniciar uno de sus vuelos de reconocimiento.

Es decir, Saint-Exúpery se da cuenta de que la derrota únicamente reside en la concepción de victoria. Para los soldados franceses, impedir el avance alemán es la única vía posible para salvar Francia, olvidando que Francia son los franceses y no el territorio que ocupan. Cuando se ven incapacitados por el brutal avance de las divisiones Panzer los mismos franceses se abandonan, huyen, roban y se dan por vencidos, asumiendo una derrota que no existe ni puede existir jamás. Entonces buscan inocentes a los que cargar las culpas de su incapacidad. Aparece el sabotaje de traidores a una patria que los propios verdugos han asesinado. Francia, indestructible, es asaltada por la propia Francia inmortal.

Pero aún añade un detalle más acerca de la guerra. Los soldados no solo luchan engañados por falacias patrióticas distanciándose de la belleza y la paz del mundo, sino que además la propaganda política intenta que se convierta al enemigo en una bestia, justificando así la venganza y la destrucción. Pero los invasores son también seres humanos que, por algún motivo, están causando ese daño.

El condenado tiene del verdugo la imagen de un robot pálido. Cuando se presenta un hombre como todos, que sabe estornudar y hasta sonreir, el condenado se aferra a la sonrisa como si fuera un camino que condujera a la liberación… Pero solo es un camino fantasma. El verdugo, si bien es cierto que estornuda, le cortará la cabeza. ¿Cómo rechazar la esperanza?

Quizás lo más difícil es enfrentarse a la realidad de las cosas comprobando que el horror procede de la misma sociedad que defendemos, que el acicate que nos conduce a la batalla es el mismo que dirige, en otras circunstancias, a nuestros enemigos.

En su época, y aún ahora, decir que los nazis también eran seres humanos y no bestias levantó muchas ampollas. Mientras el mundo se desangra en mil batallas, mientras millones de personas son aniquiladas en campos de exterminio, Saint-Exúpery, considerado el ejemplo de la lucha antinazi entre la intelectualidad, desmonta el mito de la bestia. Nosotros también arrastramos el germen del nazismo, parece decir. Los seres humanos no somos malos, pero todas las naciones acabamos bebiendo del mismo cáliz que beben los nazis, en nuestra idiotez.

La patada sentó muy mal, como de alguna manera sigue sentando. Charles de Gaulle, cuando regresó al frente de las tropas francesas de liberación, tildó a Saint-Exúpery de nazi y antipatriota por el método de la sofística: si no está con nosotros, es que confraterniza con el enemigo. Los circulos intelectuales de la época tampoco quisieron comprender sus palabras. Antoine de Saint-Exúpery pasó de héroe y ejemplo a traidor cada vez más cerca del punto de mira de la Résistence. Se había topado con la mentira que fundamenta todas las guerras. El único sentido de la lucha es la defensa ante el daño, pero esa realidad ha sido absurdamente banalizada hasta convertirla en un instrumento para hacer el daño, para que miles de personas cojan un fusil y vayan al frente a morir por nada ni nadie.

Ésa tampoco es mi guerra, ni puede ser la nuestra. Ésa es la guerra del maligno que la provoca. No hay defensa en un ataque o en una matanza sin piedad. Y cuando los nazis comenzaron a ser vencidos, a entrar en retirada, todos aquellos soldados, franceses, ingleses, rusos o americanos violaban a las mujeres, quemaban las cosechas y bombardeaban sin piedad las ciudades desprotegidas. ¿Qué diferencia hay entre un nazi y un libertador que no duda en cometer los mismos crímenes que el primero? El nazismo es venganza. La venganza, por desgracia, nunca nos sobra.

Al final del libro, Saint-Exúpery comienza a derrumbarse en la más profunda melancolía. Desde su avión observa las columnas de humo extenderse desde las ciudades que un día estuvieron llenas de vida entre la lluvia y la noche de verano. ¿Tiene sentido reconocer un caos que no van a ser capaces de detener? Ésta guerra es estúpida, dice, pero nosotros

Saint-Exúpery, el segundo por la derecha. Retrato de infancia con sus hermanos. Tendría cinco o seis años. Quizás a esta edad, aún se carteaba con Paula.

hemos aceptado esa estupidez. Ante el peligro, recuerda a su aya Paula, una tirolesa a la que tan solo conoció a través de cartas que, un día, dejaron de llegar. Paula es más que un recuerdo para Saint-Exúpery. Paula lo es todo para él. Paula es su protectora pero a la vez su amor, es alguien perdido pero que sigue estando allí, en cada uno de sus vuelos, en cada ciruela del prado bendito y en cada una de las gotas de agua que luchan por apagar los incendios de la guerra. Paula y la noche, Paula entera, y él, en el interior de las cosas. Paula le reconduce de la mano a su infancia, donde podía ser él mismo. Y se lamenta: ¿por qué los hombres han dejado de ser ellos mismos?

Paula es la realidad inmortal que nunca puede ser vencida. Paula representa a Dios. Y Saint-Exúpery lo sabe en cada uno de sus vuelos.

Esta conversación no se prolongará mucho. ¡Ah, Paula! ¡Si los grupos aéreos tuvieran ayas tirolesas, haría ya mucho tiempo que todo el Grupo 2/33 se hubiera ido a la cama!

Como ocurre con las grandes obras, Piloto de Guerra ha sido trágicamente considerada un relato menor. No es la primera vez que me encuentro con obras excepcionales que han sido pesadas a bulto por los críticos. León Tólstoi y Antoine de Saint-Exúpery comparten bastante en común. Ambos han sido dos escritores que han destacado en el panorama internacional a través de una escritura sin artificialides y con un hilo conductor interno que permite expresar el sentimiento de las cosas, tan difícil de encontrar en unas artes que se empeñan en escribir la historia en función de una tesis y no dejar que la tesis sea consecuencia de esa historia.

Saint-Exúpery y Consuelo Suncín, su gran amor.

Piloto de Guerra posee la misma particularidad que las obras de Tólstoi: son relatos en las que el escritor escribe lo que siente sin alterar nada, dejándose sorprender por la propia historia y la propia realidad contenida en ellas. Son obras de auténticos filósofos o de personas que quieren conocer y no tienen miedo a ello. Porque conocer no es observar a través de un microscopio, sino sentir lo observado, pasar a formar parte del interior de las cosas.

Conocer es un acto de valentía. Significa enfrentarse a la ruptura total con lo que crees conocer para abrirte paso hacia la genuina realidad. Conocer es amar, o terminar amando, mirar a través de una ventana sintiendo a la persona que también estará mirando a través de la suya pensando en tí. Conocer es como pasear por el campo en una noche de verano.

No he podido evitar reconocerme en estas líneas, como filósofo que se enfrenta a las mentiras del mundo. No puedo evitar tampoco reconocer que me hubiera gustado charlar con Saint-Exúpery de la vida y la guerra en una tetería árabe frente al puerto y al zoco. A pesar de todas las discrepancias que han surgido durante la lectura del texto (que han sido muchas) y de la profunda melancolía en la que parece sumergirse el autor, Piloto de Guerra sigue siendo un libro magnífico donde la guerra se presenta como tal, como un acto ejecutado por personas que no son conscientes en realidad del daño que están causando por algo que ni siquiera les corresponde y que nunca les va a corresponder. Quizás no esté hablando del libro más maravilloso que he leído, pero sin duda Piloto de Guerra es un relato exquisito que habla de la vida en un marco de locura y guerra. Un relato que parece especialmente dirigido a las épocas modernas, donde la realidad está más banalizada que nunca. Como concluye Saint-Exúpery:

Mañana tampoco diremos nada. Para los testigos, mañana seremos los vencidos. Los vencidos deben callar. Como las semillas.

EX LIBRIS

En agosto se cumplirá un año desde que estuve en el desembalaje de antigüedades de Torrelavega. Fue fortuito, ni siquiera sabía que existía hasta uno o dos días antes de su inauguración. No sé si me dieron el folleto en Noja, en Isla o en Cabezón de la Sal, pero sí que me dieron un pasquín colorido y rimbombante, parco en explicaciones, dirigido a un público concreto que no necesita que se las den.

El último día que permanecí en Cantabria me pasé por allí. Era la hora de la comida y algunos anticuarios habían extendido mesas plegables y sillas haciendo picnic, olvidando que no se encontraban en Berria sino en un mercado industrial que aún conservaba su olor a ganado. Recorrí algunos puestos pudiendo reconocer varias voces extranjeras, que otorgaban un toque exótico a un recinto rural, frío y solitario. Algunos vendían mobiliario antiguo, mezclando piezas hegemónicas con otras de aspecto decrépito a las que les faltaba una buena restauración, o bien unas simples manos de barniz al tinte que disimularan los desperfectos ocasionados por el tiempo y la mala vida de almacén. Otros, sin embargo, se especializaban en papeles o en material de escritura, en coleccionismo o en rarezas históricas y militares. Podías encontrar objetos atribuídos a líderes políticos comtemporáneos o los primeros números de revistas extintas, incluso estilográficas de gran belleza y cuartillas con mensajes revolucionarios que harían las delicias de cualquier buen coleccionista. Pero donde pasé la mayor parte de mi tiempo fue en aquellos puestos consagrados al estraperlo intrahistórico, ésto es, al comercio con objetos personales.

Nada produce en mí más excitación y a la vez repulsa que el trapicheo con cartas, postales, libros o fotografías de personas que ya no están o no pueden defender su patrimonio. Me produce cierto ardor de estómago pensar que un retrato íntimo o la postal escrita por los amantes puedan acabar entre una muchedumbre de objetos sin catalogar, desvestidos del romanticismo que poseían y manoseados por unos clientes ávidos de conseguir piezas para sus colecciones personales. Imagino todos esos objetos a la intemperie y me dan escalofríos. ¿Pueden acabar un día nuestras cartas, nuestros diarios, nuestras postales o nuestras fotografías en un desguace de antigüedades? Quien sabe, quizás acaben suplicando clemencia con su presencia inanimada a los furtivos paseantes de un mercadillo de barrio.

Hay algo de macabro, hasta de obsceno, en toda esta práctica contrabandística que involucra tanto a clientes como a vendedores. En Torrelavega encontré varios puestos dedicados a la venta de postales. La gente revolvía en los montones escarvando con el ansia de un expoliador arqueológico ante un yacimiento sin explotar mientras los anticuarios invadían agresivamente la intimidad de la plebe, como si fueran los guardianes de un templo y los objetos, sus reliquias sagradas.

Todo en el mundillo ex libris está desprovisto del sentimiento que debería rodear a los objetos con los que se trafica. El anticuario no se comporta como un vendedor más, sino como un censor que decide quién adquiere lo que considera valioso o quién no es digno de ello. Es un mundo sucio asentado en el lucro donde solo importa el beneficio y la posibilidad de poseer una buena pieza en la que la mayoría de los anticuarios y los clientes solo compran o venden sin importarles ni la historia ni lo que significa aquello que tienen entre manos. Lo más buscado entre muchos coleccionistas, en ese afán viperino por acumular bienes que nunca usarán ni apreciarán, es el acceso a la trastienda del anticuario, donde guarda los objetos mejor considerados. Es como el acceso al sancta sanctorum de una logia, que requiere un formalismo previo y una serena actitud religiosa que garantice la confianza de sus guardianes. La mayoría de las trastiendas no tienen nada de especial para el comprador que busca algo más que rarezas desproporcionadamente caras justificadas mediante historias fantásticas. Es un mundo de apariencias y prejuicios donde, lamentablemente, el auténtico recopilador de historias queda al margen del negocio.

Si algo tiene de emocionante todo este embrollo es la posibilidad de descubrir aquello que nadie ha descubierto aún. Lejos del milimetrismo del oficio, donde la venta se diferencia entre la destinada al populacho y la dirigida a un público comercial, existe un recodo inexpugnable, presente en todo mercadillo, puesto o tienda de antigüedades, en la que poder recrearse ante objetos significativos que no han sido interceptados todavía por el vendedor. Inocentes postales que encubren mensajes secretos, fotografías relevantes o pasquines reveladores; muebles que son capaces de trasladarte a la aristocracia rusa o a los restos de un antiguo tesoro familiar. Imaginar o descubrir esa intrahistoria, la genuina Historia, es la belleza de un oficio que ha perdido su esencia.

¿Cómo hemos podido convertir algo tan hermoso como la recopilación del legado de nuestros antepasados en un vulgar trapicheo? Muchas veces lo pienso ante álbumes fotográficos de familias desconocidas o ante las letras de amor que dirige una madre a su hijo médico que vive a miles de kilómetros de distancia, mientras el vendedor me intimida con la mirada. ¿Cómo puede haber sucumbido el sentimiento a la miseria de su nulidad? El viento, impasible, sigue arrastrando los recuerdos desnudos entre adoquines mojados y la humanidad que habita el mercadillo.

SÍRVASE USTED MISMO

Al comienzo de Horizonte del Liberalismo aparece:

He creido impropio aducir citas en el curso de estas páginas, por no ser ellas un trabajo de investigación, para el que haya sido precisa una preparación especial.

Cuando se publicó el libro, al comienzo de la década de los años treinta, María Zambrano rondaba los veintiséis años y acababa de estrenarse como escritora en el complicado ámbito del ensayo. El ambiente que la rodeaba no era precisamente amical, dominado por una cultura fraccionada en vanguardias y una filosofía decadente a medio timón entre el nihilismo alemán y el bakunista regida con solemnidad académica desde las grandes urbes centroeuropeas. Por eso sorprende bastante encontrarse como prólogo una nota con la sinceridad y la pureza suficientes como para convertir lo que pretende ser un cuaderno de notas en todo un ejemplo de cómo debe escribirse un ensayo por encima de los decretos con que los académicos han conseguido pastorear y limitar la profundidad y frescura de este género.

Descubriré mis cartas: no suelo leer demasiado ensayo, y mucho menos, si es filosófico. No hay nada peor para alguien que tiende a conocer por sí mismo que tener que discrepar con cada párrafo de un libro. Sin embargo, y a pesar de mi hostilidad ante este tipo de lecturas, suelo agenciarme textos de todo tipo de temas y autores que voy leyendo en pequeñas dosis, dejándome llevar por el diálogo entre escritor y lector que fundamenta la existencia de la literatura. En el caso de Horizonte del Liberalismo me llegó como regalo, ya que el ejemplar había sido liberado por una biblioteca y acabó recayendo en mis manos. Lo primero que hice, como hago casi siempre, fue leer su final. Dice así:

Y es que cuando el mundo está en crisis y el horizonte que la inteligencia otea aparece ennegrecido de inminentes peligros; cuando la razón estéril se retira, reseca de luchar sin resultado, y la sensibilidad quebrada solo recoge el fragmento, el detalle, nos queda solo una vía de esperanza: el sentimiento, el amor, que, repitiendo el milagro, vuelva a crear el mundo.

Se refiere a un futuro capaz de ser vislumbrado en la época en la que lo escribe: en una sociedad asustada por el miedo a la guerra y fundamentada en la venganza donde el pensamiento está cada día más fragmentado, degradado y aniquilado, es necesario retornar cuanto antes a la realidad, a lo que somos, y reparar todo el daño ocasionado, exactamente lo que necesitamos en nuestros días con vital urgencia.

Sin embargo, lo que más me llamó la atención es el párrafo que corona el prólogo. ¿Seríamos hoy capaces de rebelarnos contra el dogma académico y dedicarnos a escribir de verdad? Existe una obsesión irritante por relacionar cada texto, párrafo o línea con otra ya existente, como si todo tuviera que ser una copia de algo previo, como si nadie más pudiera pensar por sí mismo o escribir genuinamente en un estilo similar al que alguien del pasado utilizaba. La teoría de las Ideas reventada en las universidades occidentales.

Es cierto que cuando se escribe el autor suele fundamentarse en el estilo y los métodos de sus antecesores que más se corresponden con lo que pretende trasmitir y con su estilo personal, único e irrepetible. Pero una cosa es utilizar los diferentes estilos como acicate para reforzar el tuyo propio y otra emplearlos a discrección, copiando directamente la técnica de otra persona sin pudor alguno. No es lo mismo tomar referencias que copiar, y por eso mientras en el primero se translucen rasgos emparentados con otros ya conocidos, en el segundo caso el esquema de lo nuevo y lo viejo es exactamente el mismo, como si fueran copias anacrónicas de un mismo texto. Esta diferencia ha sido llevada al extremo, castigando de forma desproporcionada al género del ensayo a causa de su estilo elocuente y, teóricamente, sincero.

No creo que a Montaigne le gustara lo que se está haciendo con el método que con esfuerzo levantó en el ambiente filosófico. Tengo la colección de sus Essays (en français, of course) y si algo creo haber notado que se transparentaba de ellos no es precisamente un meapilismo pedante hacia el lector, ni siquiera un intercambio de palmoteos dorsales con los otros pensadores que pudieran llegar a leerlos, sino naturalidad escrita según los cánones de la época. Hoy en día, si un ensayista renunciara a añadir citas por no haber tomado referencias ni consultado ningún otro texto, obra y autor arderían probablemente en la hoguera. El ensayo no puede generalizarse ni limitarse al caso de una temática fundamentada en una investigación sobre obras o sucesos ya existentes porque no todo lo que es ensayo se centra en la investigación. El ensayo filosófico es, con diferencia, el mejor ejemplo posible. Salvo que nos refiramos a la vida y obra de un pensador (por lo que ya no será necesariamente filosófico, sino histórico y analítico), no tiene sentido justificar ante el censor académico el conocimiento propio del filósofo con el recogido por los pensadores del pasado, porque la realidad no es siquiera un estilo literario o un método cartesiano que aplicar y al cual referenciar, sino algo que no depende de nosotros para que exista y que puede ser conocido directamente sin necesidad de haber tenido contacto con ninguna otra obra. No debe de ser aceptarse jamás que el conocimiento de alguien quede reducido a simples notas de la filosofía anterior. El ensayo es un estilo puro, fresco y centrado en el contenido, y por tanto no tiene sentido reducirlo a una serie de expresiones míseras incapaces de transmitir algo por sí mismas.

María Zambrano se atrevió en su primer libro. Ojalá nos atrevamos nosotros también.

ALGO FALLA

Me lo comentaba hace un tiempo un amigo mientras tomábamos un café: si alguien quiere estudiar Filosofía, si de verdad quiere estudiar eso, que emigre, porque aquí solo hay postmodernos.

Al principio, evidentemente, no comprendí exactamente a qué se refería. Para mí, los llamados postmodernos no tenían ningún nombre ni denominación: eran simplemente la gente esa que estaba degradando el conocimiento y se lo estaba cargando, gente influida por los antañones sofistas griegos y los falsarios nihilistas, y a la que no le importaba hacer creer al gran público que lo absolutamente objetivo era relativo si así les interesaba. No me había percatado de que habían formado escuela, se habían consolidado en el ambiente cultural y llevaban tiempo minando tanto a la filosofía como a la ciencia. Cuando finalmente me explicó en qué estado se encontraban los estudios de Filosofía fue cuando llegé a darme cuenta de que los postmodernos habían invadido literalmente la facultad, imponiendo su visión relativista en todos los ámbitos salvo en las materias más difíciles de convertir. Ahora comenzaba a explicarme porqué nadie, ni siquiera los ámbitos culturales y académicos, eran capaces de enfrentarse a una degradación conceptual que nos está incapacitando cada vez con mayor brío a la hora de conocer la genuina realidad.

Ayer, en El País salió algo de ésto. Resulta que también es tendencia emocionarse con una película mientras todo el mundo bosteza ruidosamente en la sala, examinar hasta el último detalle de un Velázquez mientras el resto dormita en los bancos del museo o tararear lo último de Adele cuando el mundo se rinde ante el gran David Guetta. Eso es lo que, según Peter Robinson, son manifestaciones del “nuevo aburrido”.

¿Nuevo aburrido? Sí, lo han leído bien. Así aparece en el celebérrimo diario The Guardian y así debe de ser. Amén. Porque si lo dice The Guardian va a misa.

Demasiado acostumbrados al berreo musical, a performances que hacen sobresaltar a nuestros sentidos, a que las actrices de moda enseñen una teta incluso en las escenas más ridículas o a que toda serie de época se convierta en una nueva Águila Roja, ha nacido lo tedioso, lo que a nadie se le ocurriría ir a ver, leer o escuchar, y va y nos jode la fiesta. Nos invade el negocio. Ahora llega una tipa con un piano cantando una balada y jubila a Lady Gaga. Ahora lo que mola es seguir Downtown Abbey, ver películas castizas en blanco y negro y sin sonido, escuchar a Pablo Alborán y rescatar todos los jerséis raídos que tengamos a mano para exibirlos ante el público mientras hacemos nubecitas con nuestra pipa. Lo que hasta 2011 eran expresiones culturales de segunda, incapaces de atraer la atención de un público asimilado por un mecanismo de difusión cultural empobrecido y monetizado, ahora son las formas preferidas, las deseadas, lo que la gente busca en las tiendas.

Los críticos anglosajones señalan como causante de este cambio de preferencias el excesivo boom de la música de baile, que desprovisto de todo sentimiento ha invadido nuestra música desde hace unos cuantos meses. Pero se equivocan. En España, antes del boom de la música de baile, ya triunfaron en contra de toda estadística comercial series como La Señora, fieles a una época y de gran carga sentimental. Tras la serie, nuestra televisión ha comenzado a producir ficciones más fieles a la realidad, más auténticas, con cuyos personajes nos podamos sentir identificados y con los que podamos ser nosotros mismos. Porque ese es el auténtico problema: estamos hartos del puñetero nihilismo, de ver cómo los personajes hacen el amor sin ni siquiera mirarse a los ojos, de escuchar canciones que nos dicen las mismas sandeces una y otra vez. Estamos hasta el gorro de una sociedad y una industria cultural que se esfuerza en limitar nuestra existencia, en despojarnos de toda humanidad, en convertirnos en entes sombríos incapaces de sentir y de existir en toda nuestra esencia. Lo que está sucediendo no es una moda ni una tendencia ni una corriente cultural. Es un retorno desesperado a la realidad de la que nunca deberíamos habernos despegado. Es una búsqueda del sentimentalismo perdido en el momento en que tuvimos miedo de vivir, de sufrir al amar, de sentirnos desamparados. Necesitamos amar y que nos amen, y es precisamente de esto de lo que carecen nuestros productos culturales.

Lo curioso es que pese a lo evidente de la situación, nadie sea capaz de reconocer la realidad. Se le achaca a un exceso del mismo tipo de música o incluso a un resurgimiento de la tendencia vintage, pero siempre asociada a un movimiento cultural, a una reacción enmarcada dentro de la oferta y la demanda y dentro de lo que la mal llamada industria cultural nos tiene acostumbrados. Sin embargo, se trata de una necesidad hoy más urgente que nunca. El cine ya no suele hablar de la vida, sino de una visión muy pobre de la misma; la música y la poesía, que antes eran el feudo del sentimiento, han terminado por sucumbir al materialismo más atroz, concibiéndose al poeta sentimental como una antigualla aburrida concebida para adormilar al personal. Incluso la literatura comienza a verse contaminada por libros inexpresivos que imponen tesis vacías al relato que narran. Ansiamos todo aquello que hable de lo que somos y de la vida que vivimos y de lo que sentimos, y no de la versión de la realidad que quieren que nos creamos.

Pero aún así, seguimos poniendo etiquetas e inventándonos denominaciones imbéciles como lo del nuevo aburrido. ¿Qué es aburrido en todo ésto? ¿Qué tiene de malo o de bueno emocionarse con Someone like you o comentar, eufórico, el gran descubrimiento que ha resultado El árbol de la vida? ¿Alguien se ha parado a pensar que lo aburrido o lo gracioso es simplemente una concepción nuestra y no un atributo de las cosas?

La pregunta no debería limitarse a cuestionarse porqué y cómo consigue triunfar la naturalidad en un ambiente que hace las mil virguerías para llevarse al público al bolsillo, sino también a pensar para quiénes resultan un coñazo las canciones de Adele y los capítulos de Gran Hotel o, mejor dicho, a quiénes les interesa que resulten un coñazo unas piezas capaces de llegar a lo más íntimo de cada persona.

Mientras tanto, seguiremos sufriendo la insidia postmoderna soportando que un nuevo concepto ridículo más acabe siendo la excusa perfecta para sacarse de la manga una tendencia de lo más lucrativa. Y todo porque lo que dice The Guardian, sea lo que sea, en España es tendencia y va a misa.

LA FIEBRE DEL TRAJE

Una vez escribí, hace tanto que ya casi ni me acuerdo, un artículo en mi anterior garito bloguero que versaba sobre un cambio fundamental y no necesariamente positivo en la política y sociedad actuales. Siguiendo ese celebérrimo patrón histórico que bautiza a buena parte de los políticos españoles del siglo XIX como “político-militares”, por ser miembros castrenses que creyéndose salvadores de la nación emprenden su carrera política a base de pronunciamientos y golpes de Estado; yo hice lo propio nombrando a los nuestros, los del XXI, “político-moralistas”.

La mayoría de los políticos actuales parecen caricaturas nietzscheanas que auténticos defensores del Bien y la Verdad. Se creen, al igual que se creían sus tocayos de otrora salvadores de las formas hispanas, salvadores de la moralidad que interesa defender para los tiempos que corren. Una especie de ejército mesiánico dispuesto a adoctrinar, vara en mano (o código penal en mano), según su visión relativista, zafia y no precisamente muy veraz a la descarriada muchedumbre que no sabe hacer la “o” con un canuto. Esto último se da por descontado. Llegan, juzgan según la versión social que hoy se acepta e independientemente de que lo que prediquen sea bueno o dañino en realidad, y sin más titubeos, se pronuncian y pronuncian nuevas normas, fútiles y ridículas, que no solo no frenan el problema que pudiera existir, sino que además generan más caos y oposición.

Al tanto de todo esto, se quejaba el otro día un diario gratuito de que nuestros libros de preceptos andan sobrecargados de leyes y que esto se parece más a una dictadura que al montaje democrático al que estamos acostumbrados. Algunas de las normas que denunciaban animaban a coger la maleta y nacionalizarse francés, como han hecho otros muchos antes de nosotros y no precisamente por no poder comer en este país. Casi todas las ridiculeces posibles que puedan imaginar las legislan, o lo que narices sea, ayuntamientos y diputaciones de todos los rincones de la ibérica península, sin exceptuar prado virgen o municipio ácrata. Abunda la chulería en esta nación de chulos históricos y más hoy en día, que con la excusa de una supuesta sociedad mejor se convence a la actualmente más plebe que nunca para que respalden horrores inimaginables.

El asunto es que no solo queda dificultado pensar (lo que ya es una desgracia) y poder decir sin la inquisición de los demás lo que uno va conociendo, sino que además debemos pensar todos igual y hacer caso a la horda política que ahora parece ser nuestra nueva guía moral, o lo que sea que prediquen. Los discursos, obviamente despojados de toda intención justa y “moral”, y puestos en función del interés de quienes los recitan,  pretenden reforzar, como digo, esa visión genuinamente falsa y alejada de la verdad que quiere la sociedad que aceptemos y acojamos. Esto en un principio no parece demasiado problema por aquello de que se limita al discurso momentáneo o al anuncio de treinta y cinco segundos correspondiente emitido en hora punta y que, por lo general, representa una realidad tan forzada y artificial que apenas se la cree nadie tan cual viene de fábrica. El mal, sin embargo, comienza cuando esa falta de pensamiento y de veracidad intoxica las vías de expresión cultural.

Sergio del Molino explica muy bien en un artículo publicado recientemente esa contaminación pueril y destructiva en un ámbito tan sagrado como la literatura, que tanto ha ayudado a la humanidad a comprender y a mirar más allá de lo concebido en cada momento de la Historia. Solo hace falta leer las tragedias griegas, donde casi siempre el héroe justo se enfrenta a la sociedad injusta y cainita; el Cantar del Mío Cid, el Quijote o “Hadjí Murat”, de Tolstoi, para comprender de lo que se habla.

La literatura, la auténtica literatura, no puede estar desprovista de un sentido, al igual que nada de lo que existe está desprovisto de él. Si revisan cualquiera de las obras principales de la literatura universal podrán comprobar que cuando se terminan de leer nos ha quedado un mensaje más o menos claro. Las novelas de hoy en día, todas, también lo tienen. La diferencia entre la literatura que es literatura y la que solo es una aberración que nos viene a decir lo que queremos oir (o lo que quieren que oigamos) es la manera en que el autor pone en manifiesto la tesis en su texto. En nuestros días, tiempos demasiado lucrados para el explendor de una gran masa de geniales escritores, no se suelen escribir novelas, sino cuentos adaptados de los hermanos Grimm a la vida moderna. Se parte de una tesis, que generalmente es la aceptada por esta hipócrita sociedad, y se configura la novela de forma que constantemente se exprese la idea de esa tesis, en cada marco, en cada personaje, en cada beso, disparo o escena de cama. El resultado es una novela que haría llorar a la horda del nuevo moralismo del interés pero que es un auténtico bodrio intragable. Toda esa secuencia de escenas forzadas configuran unos personajes difíciles de creer y de sentir porque es también dificil que existan o que pudieran existir, y en su conjunto, la novela, que supuestamente habla de realidad, es un mundo amorfo, desfigurado y alejado de la verdad que existe. Además de que esa reiteración, mejor o peor encubierta por la trama, termina por agotar la paciencia y el conocimiento del lector, que sale hasta las narices de la cosa en papel que se ha comprado. Ganarán premios y se recibirán subvenciones, pero nunca podrán ser recordadas porque no han hecho ver nada ni han ayudado a solucionar nada. Son homilías largas que el lector escucha y cuando termina el libro, olvida y sigue son su vida diaria.

En la auténtica literatura, por contra, se llega a la tesis. Sí, los miedos y complejos que abundan hoy. Se parte de la realidad, con unos personajes inventados pero que resultan absolutamente veraces, y se avanza en ella hasta que la novela se acaba. El escritor no pretende sobrecargar el texto con un mensaje para el lector, sino que el mensaje suele ir implícito en la trama. Esta literatura es la que atrapa, la que introduce al lector como un elemento más de la narración, que es quien comprende lo que sucede, y lo hace cómplice de una realidad que podrá comparar según vaya acumulando vivencias. Aquí no se le trata de inculcar nada al lector, no lo trata como un niño o un ciudadano al que convencer ante las próximas primarias, sino de harcerle comprender, a lo sumo, la situación real descrita en la obra. Por supuesto, relatar la realidad implica no limitarla a una visión del mundo determinada. Aquí pueden salir cosas que no nos gusten o que nos inquieten y nos hagan replantearnos la realidad. Ésta es la auténtica magia de la literatura y lo que hace grande a un libro. Cuando el propio escritor (y, por supuesto, el lector), según van redescubriendo esa realidad plasmada a través de las letras que componen la novela, se ve obligado a parar y reflexionar para intentar conocer qué es lo que se está retratando, se está comprendiendo y conociendo, se está llegado al verdadero objeto de la literatura.

La literatura siempre ha sido un vehículo para sentir y para conocer, en definitiva. Para ayudar comprender, que es lo que hace avanzar a la humanidad, por encima de leyes y discursos banales que solo consiguen atemorizar un día para decaer en el caos el siguiente. Una literatura que hace “ver” se recuerda, porque ha ayudado a reflexionar al ser, ha dejado “poso” en él. Esa grandeza es la que hace que el escritor y su obra pasen a la posteridad y siglos después de su publicación sea leída y releída con total devoción.

El mal que azota de lleno a buena parte de la narrativa también está corrompiendo otros géneros. Por ejemplo, el de la poesía, donde apenas se hacen versos que hablen sobre la auténtica vida y realidad y no la farsa que nos venden, llena de materialismo, inexistencia y sexo. O el del ensayo, que viene a ser una retórica moderna que se refunda en el discurso político y en las convenciones que todos conocemos aunque sea por el bombardeo mediático al que estamos sometidos, sin aportar nada nuevo ni nada real.

Las llamadas “artes escénicas” tampoco se libran de la lacra. Ya no aparecen obras de teatro que abran la mente de sus espectadores. Parece que hemos vuelto a la arcaica y despótica época de los divos donde solo se hacen obras que agraden al público a la vez que lo hipnoticen. El cine, que debería recoger el testigo del teatro crítico, se ha convertido en un fiel servidor de la sociedad que lo mantiene. La literatura y el cine tienen en común que en ambas muestran a un receptor una realidad que tiene que comprender. El cine se degrada, al igual que la literatura, cuando se convierte en un instrumento hipnótico y reiterativo, pesado y hasta aberrante. Una película que adapta la supuesta realidad que pretende transmitir a una visión del mundo determinada pasa de ser cine a ser bodrio en imágenes. Podrían transmitir el mismo mensaje sin forzar la trama, sin hacerla inviable y sin acelerar o situar en el absurdo el filme entero. Pero para eso, hay que ser osado, despojarse del miedo a encontrar algo diferente a lo que se pretendía mostrar y acarrear las consecuencias de ellos. Y a este mundo apenas le quedan juanes sin miedo.

Con la filosofía, si me apuran, pasa exactamente ibídem. La que debería ayudar a conocer y comprender a la humanidad entera se limita cada vez con mayor brío y osadía a beber de los grandes filósofos antiguos, a elegir y creer la teoría que más gusta cada uno y a ponerla en función de la visión de hoy. Poco más que esto. El problema es que eso no es conocer ni buscar la verdad, por lo que una filosofía que se aleja del amor al conocimiento deja de ser precisamente ésto, filosofía. Las ciencias también se han dogmatizado y también se reorientan en torno a doctrinas no necesariamente ciertas pero que son asumidas y difundidas como tales.

Precisamente Sergio, en un artículo anterior hablaba del estancamiento de las ciencias y de que apenas pueden resurgir grandes investigadores porque el propia comunidad científica le podría trabas y negaría sus trabajos y conclusiones por el simple hecho de no palmotear la versión aceptan y defienden.

La falta de reflexión, que a la postre es la falta de pensamiento lleva a todo esto. Hemos estudiado, casi todos sabemos leer y escribir, pero a cambio de esto se nos está impidiendo pensar aturdiéndonos con tanta tontería e idiotez social. ¿Para qué sirve ser “más inteligentes que antaño”, como lo define Sergio, si apenas se piensa? ¿Para qué narices sirve todo este paripé si no somos capaces de discernir la realidad y nos quedamos en la versión falsa que le interesa hacer creer a unos poquitos?

Para estancarnos en la idiotez mutua y asentarnos en una sociedad cada vez peor.