Político-moralistas

Hace doscientos años, una nueva élite de personajes políticos consiguió virar el panorama social de la época hasta latitudes insospechadas, tanto que hoy la Historia no se explica sin su presencia y sus acciones rocambolescas. Estos personajes, hombres uniformados, casi siempre con galones, símbolos de honrosas batallas; rodeados de camarilla castrense y eufóricos amantes de la doctrina militar, eran considerados gente de bien. Respetada. Incluso auténticos mesías. Eran, como no podía ser de otra forma, lo que los historiadores contemporáneos harían bien de llamar “político-militares”. Militares casi de cuna, de una España -y si se me apura, Europa- cainita y amoral donde cada cual buscaba su trocito diminuto de pan donde podía. Casi como ocurre ahora. Algunos eran descendientes de nobles, o de candidatos a la nobleza, procedentes de una burguesía apenas en expansión que había acaparado por aquellos días el absoluto control y palmoteo dorsal del país de la piel de toro. Pero eran los menos. Los más, pequeños burgueses o simplemente hijos de obreros y campesinos con algún posible remendado a base de dolor, miedo y esperanza, eran la luz de la prosperidad de sus familiares, que ansiosos de salir del pozo de la miseria o de conseguir escalar en el escalafón social semiestamental del siglo XIX habían lanzado a sus vástagos varones a la guerra, al cóctel de la muerte, al servicio del país.
Por eso, cuando el panorama emprendió su cambio y el soldado era un aliado más en revoluciones y dispensas cada vez que un político no terminaba de cuajar en los intereses de los distintos estamentos sociales un militar, de cierto rango y con disposición revolucionaria se alzaba, convencido de su misión existencial de salvar a España de todos sus males presentes y futuros, en un pronunciamiento que en la gran mayoría de las veces quedaba resuelto en alguna pena de muerte para el pronunciado y algún castigo ejemplar para sus cómplices, igualmente sufridos “mesías” de un país del que ahora podían aprovecharse para resurgir socialmente.

Tras doscientos años de anécdotas históricas, estudios de cátedra e intentos, en ocasiones infructuosos de comprender qué pretendían realmente a lo largo de sus gobiernos estos misteriosos dandis del tintero y el fusil, en otra época de cambio, no político pero sí conceptual ha comenzado a resurgir lo propio y una nueva casta política acecha al mundo, y en concreto a España, cuya pretensión única es la de imponer sus convicciones e ideas sintiéndose deudores morales de un país o unos países de los que proceden y de los que sienten la cuna.
Me refiero a todos aquellos hombres y mujeres, civiles, gracias a Dios, que leídos de sonatas legales y educados en el relativismo moral y en la supuesta, pero falsa, omnipotencia de las leyes aprobadas y aceptadas por consenso centran su política en una constante legislación moralista con la que conducir al “descarriado” pueblo vástago hacia la “luz” de la verdad moral, evitándole el enfrentamiento a lo considerado negativo o despreciable y centrándolo por el bien común en un mundo puro, moral, dirigido por leyes e intereses y, sobre todo, protector de los actuales esquemas sociales, tan alegremente aceptados por convención por tales personajes de vida política.

Me refiero, no se equivoquen ni malinterpreten, a lo que he considerado conveniente bautizar como “político-moralistas”.

Afortunadamente, y digo afortunadamente porque jamás una ley podrá dictar sentencia a la realidad de la que debe partir lo que comúnmente se llama “moral”, no todos los políticos pertenecen a este rango, al igual que hace doscientos años tampoco todos los presidentes de gobierno se podían enmarcar en el concepto de político-militar.
Ahora, más que nunca, puedo decir que se impone el relativismo sofístico, mero guardián de lo que verdaderamente se esconde tras su espantosa sombra: la configuración de un mundo acorde a los intereses y a la visión del mismo de un puñado de personajes. O quizás de la gran mayoría de la sociedad, convencionalizada e incapaz de discernir reflexivamente con un poco de garbo y audacia. Es posible que algunos de estos personajes estén convencidos de que lo que hacen lo hacen por beneficio común. No lo niego. Mas eso no ampara el positivismo de sus actos ni su correcta aplicación e intención.
También es posible que uno de los principales motivos que han degenerado en esta situación sea la propia y necesaria instauración de una política que se preocupa por el pueblo, que le da voz y con mayores honores, voto. Lo cierto es que será un popurrí de causas, cognoscibles sin demasiado esfuerzo por cualquiera de nosotros lo que ha llevado a que la política acabe en una censura moralista y el ciudadano, en un estado de conformismo y dependencia verdaderamente alarmantes.
Si no, ¿cómo explicar que no solamente en España, sino en toda Europa se pretenda meter mano anacrónica a grandes obras universales y a textos literarios leídos por cientos de generaciones anteriores, que son la base de nuestra actual concepción del mundo? ¿Qué sentido tiene atreverse a minar el significado del cuento infantil en nombre de “machismos”, “feminismos”, “violencias” inexplicables y “sobreproteccionismos”, sobre todo de proteccionismo? ¿O la modificación inexplicable del lenguaje? ¿O la estrambótica mezcla términos dispares como la igualdad y el ecologismo?

Todas esas ideas, todos esos intentos descabellados que derivan ilógicamente en leyes y tratados amparados bajo el abstracto paraguas de lo políticamente correcto, cuyo rango de actuación es la persecución del detractor y cuya única explicación viene definida en todos los casos por el concepto de delito, no tienen otra intención que la de generar una sociedad acorde a los principios e ideas de quienes gobiernan el Estado al que dicha sociedad pertenece. Y, vuelvo a repetir, ni dudo de la buena intención de alguno de los aludidos ni del acierto de sus tesis reformistas. De lo que sí que discrepo es de la aplicación legal para intentar consolidar a la fuerza unas percepciones de la realidad que no tienen porqué ser compartidas por aquellas personas a las que se dirigen, eso sin tener en cuenta de que tales tesis se correspondan verdaderamente con la realidad y no hagan más que empeorar la situación.

No sé si se habrán dado cuenta de que esa dependencia e inaceptable justificación de la realidad y los hechos reales en la legalidad nos está desvirtuando tanto como seres humanos y cognoscitivos como en nuestra correspondencia con la mencionada realidad. Lo primero a causa de la dependencia a la legalidad, al consenso y a la sociedad a la que se le comienza a entronizar y a rendir un descarado culto. Los seres humanos no somos animalillos autómatas, no necesitamos autoridad. Necesitamos comprender, conocer, porque ésa es nuestra naturaleza. Sobre todo discernir sintiéndonos lo que somos. Necesitamos dar un paso y estar seguros de ello por nosotros mismos, por la correspondencia existente con la realidad que nos rodea, y no tener que pedir ingenuo permiso para llevarlo a cabo. Cuando existen violencias y daños ejercidos por gente gustosa de tales actividades no se debe a una naturaleza cainita, o a una educación desastrosa y violenta (aunque este apartado tendrá bastante que ver) o a un vacío legal: se trata de la visión que le ha sido transmitida a ese ser, se trata en esencia de las porquerías sociales permitidas por los mismos que pretender educar al mundo. Se corresponde con el rastrero interés, apoyado sobre el fantasma del dinero, que en su exceso trae los males tan gratamente aprobados por unos y por otros. Y claro, cuando esos males aplaudidos nos afectan a nosotros, por el mismo principio de doctrina interesado intentamos poner remedio, empleando si hace falta la violencia por todos los medios.
Lo que está claro es que la ley no determina en absoluto la conducta humana. ¿Acaso un tirano que reprime en sus necesidades a su gente bajo el peso del delito consigue, tras decenas de años de legislación abusiva, que esas personas se comporten de manera propia y natural tal y como pretende el tirano?

Los países árabes en revolución son una buena respuesta. Y aunque el tema del que estamos hablando dista bastante en hecho de los polémicos enfrentamientos del norte de África, conceptualmente hablando son temas similares. Que la ley cívica no determina la conducta humana es un hecho y que si no fuera por nuestra mentalidad interesada y cruel que ahora más que nunca profesamos no nos harían falta dictámenes ni decretos para poder comportarnos tal y como nos corresponde.
El problema añadido que observo en todo esto ni siquiera es la aplicación legal de los intentos de reforma moral que se están llevando a cabo. Lo peor es que se insta cada vez con más fuerza al sometimiento a la ley bajo el no discernimiento intelectual, es decir, que se insta al rechazo a la reflexión y a la aceptación de las convenciones de nuestra actual sociedad. Naturalmente, esta situación de dependencia, brazos cruzados, cientifismo exagerado y alejamiento de la realidad nos lleva a un estancamiento existencial donde las personas se sienten perdidas, ajenas a su propia realidad, dependientes y deudoras de una sociedad por cuya configuración, actualmente dañina, obliga a sus nuevos súbditos a cumplimentar sus exigencias.

Los seres humanos necesitamos pensar, existir. Un ser humano tiene que poder discernir, no entre relativismos, consensos y otras idioteces, sino según esa realidad que le rodea y a la que de forma natural pertenece, con la que se corresponde, en la que existe y con la que existe. Sobran, por tanto, tantos materialismos surrealistas, tanta imposición de lo políticamente correcto y tanta parafernalia de redomamiento sociocultural. La solución legal, siempre inquisitiva en términos moral-filosóficos y realistas es propia de aquellas personas que no saben cómo actuar ni qué hacer, que se sienten impotentes ante lo dañino, de haberlo; o que simplemente, en algunos casos -que haberlos los habrá-, lo hacen para sentirse superiores o poderosos ante sus coetáneos. La solución no recae en prohibir, sino en hacer comprender, en ser fieles analítica y reflexivamente a la realidad. En la claridad ante todo, dejando de lado demagogias y absurdas mezclas conceptuales que no tienen sentido alguno como tal.

Nos estamos atrofiando en nuestra propia humanidad y en nuestra impotencia solo acertamos a aplaudir según nuestros intereses ideológicos.

No se trata de ideología, ni de política, ni de una opinión más. Se trata de una realidad palpable a todos, tan evidente que es imposible apartar o tergiversar.
Estamos perdiendo la correspondencia con la realidad, cada vez nos estamos alejando más de ella y asentándonos en un artificial estado relativista.

No pretendo en absoluto acusar ni dictar doctrina de nada. Tan solo intento hacer llamada a la reflexión y al abandono de la infamia. Dejen las cosas como están, dejen que el ser humano sea ser humano y no fantoche de guiñol. Dejen a la realidad estar, traten los temas y póngales solución tal y como corresponde. No imponiendo, ni educando, sino haciendo ver, pensando, intentando comprender. Solo así la “justicia” se convertirá en Justicia y esos males que quieren evitar habrán quedado evitados.

No hace falta que malogren las obras literarias, ni los filmes, ni la cultura; no hace falta que para reequilibrar la visión apartada de la mujer malogren en su desesperación la del hombre; la única solución recae en actuar según la Verdad. Quizás así no hubiera tanta violencia, tanto sexismo (al concebir, algo que los político-moralistas no hacen, al hombre y la mujer como seres humanos y no cribándolos según sus órganos sexuales) y tanta imbecilidad en todos los rincones de esta sociedad.

Tan solo hace falta algo de cordura, tan solo un poquito de realidad y menos politiqueo y legislación. Y por supuesto, respeto, respeto por las obras ajenas, por la propia realidad y por las propias personas que distamos mucho de ser tontitos dependientes de cuatro árbitros de la moralidad. Bajen al mundo real, por favor. Ya está bien de sandeces. Es hora de progresar, pero no progresar tecnológicamente, sino como seres humanos que somos. Y no de imponer y de tergiversar y censurar.
Solo espero que algún día nos vaya mejor que lo está haciendo hoy. Porque de no ser así, estamos apañados. Pero del todo.

Desvirtuando a Dios (y al mundo)

>En las películas americanas, donde la guerra más que una masacre ruinosa se presenta como un acto de hombría heroica donde todo soldado recuerda más a su madre patria -EEUU, of course– que a la propia madre que lo parió, la II Guerra Mundial ha sido un saco sin fondo que ha permitido, junto con el mítico Western, levantar el género bélico hollywoodiense hasta la cima del honor cinematográfico. ¿Quién no recuerda Salvar al soldado Ryan, por ejemplo? ¿O Resistencia, mucho más reciente y menos sagaz que la primera?
El cine americano nos presentó una Segunda Guerra Mundial quizás desvirtuada, con marcados rasgos de irrealidad donde Estados Unidos siempre es el salvador, frente a un enemigo siempre bestial e inhumano y unos aliados poco menos que cobardes y sin iniciativa guerrera alguna.
Dentro de ese espíritu redentor norteamericano que impregna el grueso de las películas de este género existe un matiz real, muchas veces subordinado a la mencionada intención ensalzadora, que muestra la violencia de una guerra sin precedentes que asoló el mundo de la época. Sin embargo, mientras la II Guerra Mundial es un filón para el negocio del celuloide, su homónima, la Gran Guerra, es toda una decepción para productores, directores y guionistas. Una guerra cruenta, sí, pero muy estática, sin gentuza extremista deseando aplastar al mundo, donde el interés era meramente colonial y donde los principales beligerantes mandan impunemente a sus soldados al eterno frente de trincheras mientras en las colonias se azota y se castiga a los indígenas que fueron invadidos años atrás por la ambición de un mísero puñado de soberanos. Y eso no vende, no ensalza, no agracia.
La Gran Guerra, donde millones de personas dejaron su vida en un sinsentido de los tantos que aparentemente presenta la vida no es quizás objeto de genialidades cinematográficas, pero sí que lo es de una gran crisis que casi cien años después seguimos padeciendo y a la que casi nadie quiere poner remedio, por el interés que supone, claro está. Me refiero a la desvirtuación de Dios, a su desprecio.

Cuando en 1918 se firma el tratado de Versalles, Europa entera está en reconstrucción, no solo física, sino también social, cultural y espiritual. Los grandes imperios son disgregados, las grandes religiones son rechazadas por su intromisión indigna en política. La sangre que riega las estepas hace recordar al mundo el olvidado carpe diem, que la vida es corta y que cualquier día un Tirano Banderas aparecerá y los aniquilará como a perros sarnosos. Así comenzó una carrera hacia lo material que, como digo, un siglo después nos está ahorcando y desvirtuando a nosotros mismos. Esta carrera afectó no solo al convencionalismo social y al cultural, sino a lo que es más peligroso, al terreno filosófico, donde los nuevos filósofos abrazaron la tendencia, uniéndose muchos de ellos a las vanguardias y a proyectos de pensamiento que parten no de la realidad en sí misma, sino en notables ocasiones de una imagen adaptada de esa misma realidad. La filosofía de la primera mitad de los años XX termina de asentar el golpe definitivo a la moral religiosa, la cual terminaría de perder toda credibilidad posible al significarse, en el caso del catolicismo, hacia la postura de las fuerzas del Eje durante la II Guerra Mundial.
Por otro lado la ciencia gana terreno a la filosofía, que es tristemente relegada a un papel secundario en el conocimiento. Obviamente, la ciencia que se encuentra limitada al conocimiento único de lo material impuso su orden y su yugo y comenzó a significarse como una especie de nueva “religión” que debe “guiar” los pasos de una abandonada humanidad.


La pregunta que sale a colación a partir de todo esto no podía ser más simple: ¿qué pinta Dios en todo este sarao meramente humano?


Evidentemente, nada. Los problemas que obligaron a abandonar a Dios fueron de inseguridad y de ramal político. La mortandad y la violencia de la guerra dejaron al descubierto que esos problemas son humanos, que las guerras no son de Dios, sino de los hombres. Que Dios, independientemente de que eche una mano deja hacer a las personas, respeta su voluntad. Ese despertar provocó un sentimiento de terror. La doctrina religiosa estaba en aquel entonces ligada exclusivamente al orden religioso que no parecía dar demasiadas esperanzas a los asustados fieles. Sabían -y saben- que Dios ayuda, pero en un intento de justificar su suprema presencia en la realidad terminaron por mantener la idea de que absolutamente todo es dirigido por la voluntad de Dios, anulando casi por completo la humana. Pero claro, la doctrina tradicional había quedado al descubierto. El ser humano tenía voluntad y ésta era respetada. Por otro lado existían -y existen, no crean- evidencias de la ayuda divina, inexplicables científicamente no en cuanto al proceso físico, sino al desencadenante del mismo. Esta inseguridad separó definitivamente religión de ciencia, filosofía y de la propia búsqueda de la otra realidad.


Hoy, el mundo se imbeciliza a pasos agigantados, fruto ya no de un materialismo consensuado ante la desgracia y el sentimiento de abandono, sino de una carencia de conocimiento que obliga a los nacidos a abrazar a la sociedad como a una gran madre que “exige” y a la que debe poco más que su propia existencia y presencia. La “madre sociedad” se asemeja más a un coliseo romano donde cada nuevo personaje es obligado a competir contra otros mientras todo perteneciente a ella tiene que seguir sus normas, sus dogmas y sus exigencias. A la sociedad solo le hacen falta altar y culto obligatorios para convertirse en una grotesca secta.
La ciencia, asentada ahora en su trono de directora exclusiva del conocimiento y regencia del mundo limita todo a lo material e incluso algunos científicos se atreven a imponer una especie de inquisición ante los fenómenos que delatan otro tipo de realidad que su método no controla en absoluto. El filósofo, tal y como un genetista -creo- afirmó en una entrevista en una conocida revista dominical es relegado a un papel de observador social, cómplice siempre de su funcionamiento, sin potestad en aquello que da pie a su presencia: el conocimiento de la realidad.
La religión es relegada igualmente a un papel complementario en la vida humana del siglo XXI, y la ética, que debería partir, como todo, de la realidad, amparada en decretos y libretos políticos consensuados e impuestos sobre el ciudadano de a pie. La falta de pensamiento está provocando que la imbecilidad domine tanto la vida cotidiana como la política. Me resulta increíble que ayer, por ejemplo, se hablara en un telediario de que “todo asesino, ladrón o delincuente debe “concienciarse” de que cuantas más veces repita tales acciones más dura será la pena”. ¿Y el daño que provoca en la realidad dónde queda? ¿En sus códigos y leyes, quizás? No me extraña que en nombre de la igualdad nazca el feminismo, que el ladrón aumente sus robos o que el lenguaje, por ejemplo, pueda ser modificado impunemente sin razón explícita alguna. Es la falta de conocimiento de la realidad. Todo se está basando en lo insustancial, en lo superfluo, en un mundo donde solo vale nuestro sistema de convivencia y donde no existe ni realidad ni Dios ni nada.
Así poco a poco nos vamos convirtiendo en imbéciles cómplices de nuestra propia imbecilidad, en fantoches que son incapaces de ver pudiéndolo hacer. Poco a poco la esencia de la realidad a la que pertenecemos se va perdiendo, en pro de nuestra irrealidad y la codicia e intereses que centramos en ella.


Un último ejemplo que acabo de leer esta mañana aunque fue publicado como curiosidad a finales del año pasado: una señora denunció el robo de muebles virtuales que había adquirido para equipar su casa virtual en una conocida red social tras invertir en ellos cien euros y haber sido “robados” por un hacker; y piden cinco años de cárcel para el ladrón.


¿Le sorprende? ¿No? Bienvenido al siglo XXI.

Desubvencionalizándose

>Hay veces en que tengo morriña de casi todo, incluido de esos tiempos antiguos que la demagogia encubierta de avance y progreso tachan de hipócritas, cainitas y aberrantes.
El mundo actual, como bien saben ustedes y como bien sabrán los ancianos del lugar no dista demasiado en mentalidad de aquel del que sobre todo desde la política tanto se tacha de incierto, procaz, revolucionario y caciquil, entre otras flores. Cada uno a su estilo y maneras ha adaptando tales incongruencias al paso del tiempo y a los nuevos cambios que se han ido produciendo en la humanidad y que han ido modificando a la sociedad. Por eso la sociedad de finales del siglo XIX y principios del XX, que es a la que me refiero no es ni mejor ni peor de lo que pueda ser ésta que soportamos y en la que nos movemos y hacemos nuestro día a día.
Uno de los rasgos que más admiro de las sociedades de principios del siglo XX es el cultural. Supongo que en esos tiempos también habría sus inconvenientes y sus problemas. Lo sé. Quizás éstos eran más perjudiciales que a los que hoy cualquier decidido cultureta se puede enfrentar, por la inexistencia de democracia, las ideologías multitudinarias dispuestas a declarar la guerra a todo lo que no sea como son ellos y la perra vida caciquil y explotadora que reinaba en lares españoles.
Sin embargo, lo que admiro del aspecto cultural de esas épocas es la entereza de quienes lo componían. De los intelectuales y culturetas que a punto estuvieron de cambiar la mentalidad rastrera que se profesaba (y, como digo, se sigue profesando en nuestros días), al menos, suavizarla un poco. Tengo en mente en estos momentos a Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), catedrático que, hiciera más o hiciera menos por el mundo novecentista configuró un nuevo sistema de enseñanza de corte filosófico-krausista, en ocasiones incluso al margen de las leyes, que serviría de base para una posterior red de instituciones de difusión y creación cultural que constituirían la red necesaria para que generaciones enteras de intelectuales pudieran dar rienda suelta a sus obras y estilos.
La ILE sirvió de trampolín para la gran mayoría de los coetáneos de la Generación del 98, comprometidos con la situación política y social en la que se encontraba España. Ahí tienen a Valle-Inclán con sus esperpentos y a Machado sufriendo por ese País de pandereta y cainita que en el fondo tanto amaba. Porque discrepancias aparte, quien sufre por la realidad, quien sufre por algo, es evidente que ama a ese algo. Más amantes de la realidad y de España los encontramos en la generación del 14 y en la del 27, sobre todo los de esta última, cuyo repertorio cultural se expandió con notable explendor a todos los aspectos que la cultura del momento podía ofrecer. Y son estas últimas generaciones las que más admiración despiertan en mi ser. Eran gente por lo general luchadora, a la vez sentimental; con ganas de cambio pero sin intención de ser manipulados impíamente. Tenían conciencia de que ellos llevaban la batuta que dirigiría el cambio de la mentalidad española en los próximos decenios, y lo hubieran logrado en mayor o menor medida de no entrar España en un sistema dictatorial que no apoyaban en absoluto. Pese a esa conciencia, ellos también sabían muy bien lo que eran y que por ser esa su misión tampoco eran ni más ni menos que ningún otro compatriota suyo. Sus composiciones literarias, sobre todo, aunque también en el resto de actividades culturales contribuyeron para que este país volviera a estar en la élite cultural mundial.
Ahora, setenta años después del exhilio y muerte de muchos de estos personajes lo único que les importa a las autoridades, en síntesis, es la apariencia y el nombre que puedan dar al país. Están más orgullosos de que el esfuerzo de esas personas fuera interpretado desde el exterior como un respetable avance cultural de la nación que de lo que quisieran expresar en sus composiciones y obras.
Por otro lado todo intelectual de aquellos tiempos poseía la suficiente independencia y a la vez sentimiento de unidad con el mundo como para no depender de un institucionalismo que, en el mejor de los casos hubiera prostituido sus obras. Valle-Inclán lo reflejó bien, aunque le costara una vida bohemia y extremadamente austera al no querer adaptar sus obras a las “exigencias” del público burgués de la época, que era quien podía costearse una butaca en el teatro.
Estos intelectuales estaban bien ligados, en mayor o menor medida a sus contemporáneos, de forma que no era difícil encontrarles reunidos en cafés y cafetines para entablar coloquios de todo tipo. Ésta era la magia de la difusión cultural e intelectual de la época que, por desgracia se ha perdido y dificilmente pueda ser recuperada algún día.
Estos personajes no dependían de que una institución, un ayuntamiento, el Ministerio o alguna entidad pública o privada del tipo que sea les subvencionara sus reuniones y sus coloquios, lo cual permitía una cierta abertura de los movimientos culturales a jóvenes intelectuales y a todo aquel que quisiera adentrarse en esos mundillos.
En la actualidad tenemos demasiado convencionalizado el problema del dinero. Quizás por ir demasiado ligado con el aberrante individualismo. La antigua y sólida red de amiguetes que internacionalmente conectaba a unos y otros intelectuales y pertenecientes al mundillo cultural se ha convertido, en su medida a causa de la frialdad de nuevas tecnologías del estilo de las redes sociales, en un mero listado de nombres donde cada persona marcha a su ritmo, sin apenas contacto recíproco con sus coetáneos y donde los pensamientos y las iniciativas de mejora y de reflexión y apoyo, en vez de sumarse, tienden a mermarse. El hecho de que cada cual no se sienta realmente miembro del mundo y de la humanidad que le rodea (no necesariamente de la sociedad) provoca que hagan falta notables ofertas e ingentes cantidades de dinero para atraer en conferencias y frías reuniones a los que, con acierto o sin él son considerados los nuevos culturetas del siglo XXI. En esas reuniones deben entrar en juego instituciones de todo tipo, lo que supone, en la mayoría de los casos, una politización del evento, una criba del tipo de intelectuales que se desea que participen en los encuentros en realación con los intereses de los patrocinadores y una frialdad para quienes participan en ellos que tiene más de pantomima que de verdadera reunión cultural, con todos mis respetos a quienes organizan esa clase de eventos.
En esta situación parece imposible que pueda existir cultura sin una exagerada inversión por parte de los gobiernos y de los depositores privados de la economía. Pero la cultura no depende intrínsecamente de elementos como el dinero, sino de quienes la generan y quienes la reciben. Para ello, si queremos construir un verdadero mundo más cultural habrá que dejar de depender en su justa medida del exceso de iniciativas extravagantes donde el único objetivo que se pretende lograr es la pose en las fotos que recogerá la prensa del día siguiente y la opinión pública que se genere de ello.
Los antiguos de principios del siglo XX sabían bien lo que se hacían, por las razones anteriormente expuestas y porque carecían de todo apoyo. Sabían que es en el diálogo y en el contacto directo, tú a tú, donde fluye la literatura, el cine, la música y la pintura, por ejemplo. Porque sabían que el motor de la humanidad no es lo material, ni el absurdo dinero, ni la apariencia, ni las pantimimas exageradas, ni la fama, por supuesto; sino el sentimiento, en sentirse a gusto por los demás, comprendido, abrazado, parte de un algo al que no sirves como una pieza mecanizada, tal y como nos pretenden transmitir en relación con la sociedad, sino como un elemento con identidad propia cuya misión es fundamental para el funcionamiento del todo. Ese sentimiento veraz es el que hacía difundir la cultura y hacer crecer a esos hombres no ante los demás y los intereses y convecionalismos sociales, sino en sí mismos y en lo que ellos deseaban progresar. En su propia vida.
Por ello quiero hacer llamada a un regreso a lo simple, a lo neto, a lo propio, a lo que realmente es y no a lo abultado, a lo tergiversado y a lo, en muchas ocasiones, mediocre.
Lo digo sobretodo no solo de cara a nuestros días y a los venideros, que es el objeto principal de estas líneas, sino también por los grandes proyectos y el lucro que rodea a la cultura, ya sea desde el punto de vista de la venta y distribución de las obras, por cualquiera de los frentes en disputa, como de la organización de macroproyectos de cara a las candidaturas a capital cultural que en estos momentos se disputan en España y en el resto de Europa. Olvídense de los conciertos multitudinarios, ni de las galerías improvisadas de obras de arte, ni de convertir la ciudad en un circo esperpéntico. Éso no es cultura. Éso no es nada. Cultura es fomentarla, no pastorearla según nuestros intereses. Para ello no tienen que ser directores de ninguna orquesta, solo dejar hacer. Ayudar, en todo caso. De cara a las candidaturas tienen dos opciones: o bien apuestan por los grandes proyectos, sombras falsas de una cultura que itinerantemente pasa las semanas o meses que dure la capitalidad por ella y luego se marcha, o bien apuestan por microproyectos donde la cultura pueda comenzar a nacer libremente una vez más arraigando en los corazones de una sociedad completamente interesada y caótica. Todos sabemos a lo que seguramente ustedes apostarán. Pesan demasiado los intereses. Por mi parte está todo dicho, culpa mía no será.
Quizás algún día consigamos aquellos que tenemos voluntad en llevarlo a cabo que lo que llaman cultura se desvincule de los pérfidos intereses en todo lo posible y retorne a un dinamismo más o menos cercano a quienes participan de ella. Ojalá así lo sea.