MI INSTITUTO

Estudié en un instituto de barrio, con árboles en su jardín, verdes vallas por frotera y un fresco olor a azahar. Estudié en uno de esos centros que los ineptos y los imbéciles se atreven a mirar por encima del hombro. En uno de esos lugares fruto de la democracia proletaria que Robespierre nunca hubiera aceptado. Concebido para una educación minimal vendida como libertad universal.

En mi instituto nunca se han aceptado los métodos y las restricciones. Jamás. El ruido de fondo de los pasillos refleja el empeño de sus profesores. Las voces mezcladas mutilan la educación precaria de esta España moribunda y herida de muerte. En mi instituto se hablaba de cultura. Comentábamos a Unamuno y debatíamos acerca de su pensamiento. Disfrutábamos con los hermanos Machado, escarbábamos en la vida del melancólico pero vital García Lorca y tratábamos de encajar la trascendencia del esperpento en la literatura contemporánea.

Recibíamos clases de lingüística de Fernando Lázaro Carreter a través de uno de sus discípulos, sin duda el más fervoroso y discreto de todos los que pudiera tener. Un hombre que tenía las cosas claras en un tiempo de oscurantismo como el nuestro. Miguel nos enseñó el poso oculto de las lenguas clásicas en el español moderno y a elaborar argumentados comentarios de texto. El teatro clásico y la poesía eran dos de sus obsesiones. Aristóteles y sus normas teatrales, el significado simple y profundo de la obra de Miguel Hernández en la España eterna de mediocridad y negligencia. Un intelectual enviado a un frente de batalla sin más armas que su sabiduría y su fortaleza.

Acaba de jubilarse este año. Se ha retirado como lo hacen los luchadores que han dedicado su vida a la guerra: con esperanza de que un día termine. Detrás ha dejado un instituto culto y ejemplar, digno de sus coloquios de literatura con escritores como Fernando Lalana, Luis del Val o Arturo Pérez-Reverte y de un prototipo de revista cultural que, curiosa brutalidad, justo ahora comienza a ser más culta que nunca.

No es casualidad esto último. En los últimos años mi instituto se ha convertido en una residencia de intelectuales dispuestos a desafiar cualquier adversidad que se presente. Maria José ha recorrido el corazón de España durante su intensa vida docente intentando transmitir el sentimiento profundo de la literatura hispana. Su vocación era capaz de desbordar los márgenes del aula para inundar otros ámbitos, como el coloquio literario. Tertulias de cafetín para aquellos alumnos que querían profundizar más allá de lo aparente. Su paso por La Almunia de Doña Godina también fue significativo. Un pueblo de imagen rural que esconde, gracias al tesón del gran José María Pemán, una actividad cinematográfica envidiable y significativa. Su tesis doctoral sobre la obra de Antonio Muñoz Molina la convierte en un referente acerca del libro más pesado (si se me permite el exabrupto) que he leído hasta el momento: Beatus ille. No es su frase larga ni su ritmo lento aquello que lo convierte en una obra densa, sino la expresión de la acción, carente de detalles en situaciones donde son necesarios y abarrotada de ellos en momentos en los que no hacen falta.

De alguna manera se está cometiendo un grave error en cuanto a la visión que se transmite de la literatura, así como le ocurre a la enseñanza de filosofía. Vargas Llosa, un escritor capaz de realizar una obra sultil y directa como Los Cachorros y de retratar la extraviada sociedad moderna en La ciudad y lo perros, está dilapidando su literatura en sus últimas publicaciones, El sueño del celta y el lamentable ensayo La civilización del espectáculo, con defensores y retractores, como suele ocurrir en estos casos, abriendo debate en prensa y en revistas culturales internacionales (lo último, la defensa del libro que se publicó contra Jorge Volpi en El País). Es inconcebible hablar de la muerte de algo que es consecuencia directa de nuestra realidad humana, como es la cultura. Podrá reducirse o limitarse a un grupo, restringirse u ocultarse a la mirada del mundo, pero mientras exista un solo ser humano seguirá habiendo cultura. El libro de Vargas Llosa es, de alguna manera, un fiel reflejo de la sensación de abandono a las que se tiene sometida tanto a la filosofía como a la cultura en general. El error vuelve a estar en la endogamia. En la maldita endogamia. La filosofía no es para los filósofos (como narra Buñuel en sus memorias Mi último suspiro que le espetó un filósofo contemporáneo), la filosofía lo es todo. Se ha relegado el pensamiento a un papel de circo para la gloria de los académicos, limitada a su fundamentalismo en premisas y concepciones previamente aceptadas y construída a partir de ellas. ¿Dónde ha quedado esa búsqueda de la Verdad que tan bien retrataron los griegos con la expresión amor (philos)? ¿Dónde ha quedado ese conocimiento natural e inexpugnable capaz de alcanzar el conocimiento de cualquier cosa y que nace de nuestra propia existencia humana? No ha muerto, solo ha quedado relegado a unos pocos supervivientes, guerreros de la auténtica filosofía al margen de la imbecilidad social. Tampoco lo ha hecho la cultura, limitada a otro circo, al lucro. Ni la verdadera filosofía ni la genuina cultura se fundamentan el en discurso endogámico, ya que su realidad es contraria a ello. Y ahí está el problema. La enseñanza de la literatura, del cine, de la música o de la filosofía se fundamenta en las viejas glorias, asumiento descaradamente que somos incapaces de conocer por nosotros mismos y de sentir la realidad, como de alguna forma percibió tímidamente María Zambrano y que queda reflejado en el final de Horizonte del liberalismo. Hay que romper esos grilletes aniquiladores que imponen la visión arcaica de la cultura y la filosofía. Ojalá se combinara la literatura histórica con la actual para reflejar a la juventud que no ha muerto, que está ahí y que seguirá existiendo hasta la eternidad. Ojalá pudiera combinarse la España de pandereta de Antonio Machado con la España eternamente moribunda reflejada en De tu ventana a la mía por la maravillosa Paula Ortiz antes de que vengan los analistas e intenten interpretar el film. Por mi parte, me presto voluntario para abrir coloquio o debate sobre este y otros temas, en mi instituto o en cualquier otra parte.

Es cierto que en mi instituto esa ausencia de naturalidad y realidad en la cultura transmitida por la metodología educativa de hoy en día ha estado equilibrada con una actividad cultural trascendental. Emilio Pedro Gómez, poeta incombustible, también se ha jubilado este año. Recuerdo nuestras conversaciones por los pasillos, cuando insistía en que cualquiera que sienta la poesía puede ser poeta. Vinculó como pocos se han atrevido a hacer sus dos pasiones: poesía y matemáticas. En ocasiones inauguraba sus clases de teoremas y corolarios con breves piezas simbólicas de gran belleza y sentimiento, e incluso llevaba algunos de sus libros y de los poemas que había escrito la noche anterior, aún en sucio, para leérnoslos y debatir su sentido. Grande como poeta y enorme como persona, gracias a él quienes pasaron por mi instituto tuvieron la posibilidad de hablar con un poeta vivo sin tener que suspirar por los que ya han muerto y debatir su poesía y el sentido de la misma.

Jesús, escritor de relatos juveniles y de historias descarnadas, acaba de llevar al cine una de ellas, un mediometraje absolutamente concebido en mi instituto, que ha erigido su propia productora, de la mano de Juanjo, uno de los jefes de estudio, y Fernando, un profesor de inglés muy peculiar. Su proyecto ha conseguido demostrar que el buen cine se hace con determinación y tesón, y no a base de talonario, como cree la gente. Han podido dar una lección fuera de la concepción educativa de la política actual: el cine no se concibe en la pantalla, sino detrás de ella. Alumnos y profesores pudieron comprobar la dificultad que supone expresarse con naturalidad bajo la atenta mirada del público y la potente iluminación de los focos. Fue una de la últimas secuencias que se grabaron antes de iniciar el trabajo informático. Una reunión de profesores donde transcurre una escena vital para la trama. Espero hablar pronto acerca de esta película.

Uno de los profesores que acudieron como personajes secundarios a la grabación de la secuencia fue David Mario, ex alumno de María José en otros tiempos y experto en teatro contemporáneo. También pasó por La Almunia de Doña Godina antes de llegar a mi instituto. Su breve paso por el centro supuso una agitación cultural renovadora. Recuerdo su confidencialidad cuando nos contaba asuntos personales, su disposición a apoyarnos en cuestiones literarias ajenas al programa educativo y su decisión a la hora de involucrarse en los proyectos que iban surgiendo. Inolvidable fue su viaje a Madrid, guiándonos por el Barrio de las Letras y por el Museo del Prado. Inolvidable fue también su proyecto de crear un club de lectura y acercar la biblioteca al alumnado, que hoy es un elemento más de las actividades culturales del centro.

No puedo terminar este texto en negrita sin nombrar a otra gran profesora de mi instituto, al que ha dedicado más de veinte años de su vida. Isabel estudió filosofía en Madrid y después de recorrer brevemente el centro de España regresó definitivamente a Aragón. Sus clases de filosofía y ética eran capaces de esquivar la morralla de la que suelen estar rodeada estos temas. Isabel es una persona ejemplar, abierta al debate y transigente en las discusiones. Ojalá no pierda la fe en la filosofía.

Pido disculpas a todos aquellos a los que no dedico un párrafo o una mención pese a merecerlo. No me he olvidado de vosotros, Rosa, Julio, Elva, Maite, Santiago, Beatriz, Magdalena, David Gimeno, Elena y José Antonio, entre otros muchos.

Ahora mi instituto está pasando tiempos difíciles. La educación pública está siendo vapuleada más aún y existe el riesgo de que a corto plazo algunos de los profesores que lo sustentan acaben siendo reorganizados o despedidos. Mi instituto, que fue construido desde la dedicación de los docentes, puede llegar a perder su revista e incluso las reuniones del club de lectura. Ya ha perdido, como consecuencia de la ignominia política, los coloquios literarios en los que participaba. Pero mi instituto es algo más que un centro orientado ignorantemente a la lumpenproletariedad. Es un enclave cultural defendido por personas que aman la cultura. Y eso no lo detiene ni toda la maldad y mezquindad del mundo.

Va de informes (PISA)

>Recuerdo con la calentita y agradable nostalgia del paso de los artículos algunos escritos en los que traté el tema de las generalizaciones e inducciones. Hace demasiado tiempo. El necesario para que hayan olvidado las palabras de este cansino pensador.
Me quejaba, en síntesis, de que la mayoría de las personas que conforman nuestra sociedad actual lo único que saben hacer es acusar con el dedo valiéndose de la injusta y poco fiel con la realidad inducción. Ese método que, utilizado con precisión y ansias de búsqueda puede aportar resultados fiables al conocimiento de la realidad, pero que usado en boca de necios puede resultar más devastador que la bomba de Hiroshima. Al menos, integralmente.
Pues bien, en uno de los textos en los que con más impotencia rabiosa que destreza escribana les puse las peras al cuarto, con la verdad por delante, a los que manipularon mediante la generalización a cuanta gente escarmentada encontraron para acusar y apalear moralmente a todo joven existente (esos que se atreven a lanzar tales sentencias, metiendo en el mismo saco del “ni-ni” tanto a culturetas, pensadores e investigadores como a gamberros, pasotas y vividores), y en el que los llamé, concretamente, “secundum quiz” o “generalizadores indebidos”, también destaqué, como algo relacionado, la poca intención por parte de tales personajes -sean quienes sean- de intentar poner solución a los problemas en vez de usarlos como artilugio de disuasión y de desfogue de la cólera personal que cada uno carga consigo. Y uno de esos problemas que más preocupa y llena diarios sensacionalistas con respecto a la educación y los jóvenes es el Informe PISA.

El dichoso y puntilloso Informe PISA. 

La Biblia sobre la que descansan todas las expectativas en materia de Educación de éste y otros países.

El pasado domingo, en Aragón, los principales medios anunciaron a bombo y platillo el proyecto de realización de unos derivados del PISA por parte de la Consejería de Educación para evaluar con firmeza el nivel en conocimientos de alumnos de primaria y de segundo de ESO. Tal proyecto, como no podía ser de otra manera, procede del valor tan elevado como innecesario que la sociedad le ha otorgado a tal informe, que genera un ranquin, algo parecido a una Champions League de la cultura básica que clasifica a los países según los resultados de sus políticas educativas. Y claro está, no es algo baladí estar entre los cabeza de grupo. Hace años que el PISA se lleva haciendo en España, sobre todo desde la aparición de irresistibles intereses en europeizar España -algo que en principio no es negativo pero que, de abusar, podría serlo-, y últimamente la Piel de Toro no se encuentra en muy buena posición. El farolillo rojo de los “puestos de descenso” de nuestro ibérico país no hace más que evidenciar lo que ya se intuía desde el principio: la educación en territorio rojigualda “parece” no funcionar.
Tras un par de desastrosos informes, la maquinaria inquisidora de lo ajeno ha comenzado a poner el grito en el cielo en nombre de la ciudadanía española, suplicando “redención” para los caídos jóvenes, esos sin chicha que apestan a litrona que matan, en su opinión. Los políticos, encajonados entre la inevitable “vergüenza” ajena que suponen estos informes y el alarmismo de los inductores indebidos, se ven obligados a tomar medidas frente al próximo PISA. Y, ¿qué mejor medida que reunir a supuestos entendidos en materia científica y política para solucionar los malos resultados del PISA y lo que arrastra consigo -absentismo, fracaso escolar…-? Los eruditos, sintiéndose héroes en un Apocalipsis cultural y ante las presiones de políticos y de la encolerizada sociedad, han buscado -al menos, así me lo parece- una solución rápida al problema del fracaso escolar, que es el que suponen que acarrea la baja nota en el PISA: implantar un curso-almohada entre sexto de primaria y primero de la ESO.
Los “iluminados” deben pensar que el sistema educativo aragonés (porque por desgracia, en este país tenemos un sistema educativo por Comunidad) es demasiado duro para los pobres alevines deseosos de encontrar una educación a su medida en la enseñanza secundaria.

¿Enseñanza dura? ¡Venga ya!

Basta de bromas chungas. Las cartas sobre la mesa. Yo estudié la secundaria en el sistema ESO y la enseñanza, en particular primero, es bastante light. Muchas veces pienso que si no hubiera sido por los excelentes profesionales que ninguneados por la sociedad pusieron toda su rasmia en el asador complementando con admirable destreza el insuficiente programa educativo, hoy no podría ser el jovenzuelo pensador y juntaletras que soy.
Pero si el programa educativo que estudié era pobre, más lo es el que se imparte a día de hoy. No lo digo yo, lo dicen los docentes. La sociedad cada vez se conforma más por sí misma en lo que le interesa, y cada vez se molesta menos en ayudar a los niños a desarrollar los imprescindibles y necesarios pensamiento y reflexión. Y sin reflexión y pensamiento, díganme cómo van a escapar de los engaños y de la porquería de la propia sociedad y cómo van a valorar el estudio ni a interesarse por él. Es muy fácil eludir las responsabilidades cargándoselas únicamente a una mala gestión de los organismos públicos, a los valores de la juventud o a la supuesta “dureza” del sistema educativo. Crear unos cursos intermedios entre primaria y secundaria, y entre ésta última y bachiller me parece tan ridículo como centrar el suspenso español en el PISA en un déficit de conocimientos por parte de los escolares.
El año pasado, si mal no recuerdo, se elaboró el Informe PISA, y a su final, los profesores no daban crédito. No se explicaban cómo podían permitir que unos chavales de catorce o quince años recién cumplidos tuvieran que estar haciendo un examen durante una o dos horas y no pudieran salir al recreo a descansar y a almorzar, como ocurrió en esa edición. Obviamente, los jóvenes, que veían sonar los timbres que permitían el tiempo de almuerzo comenzaron a amotinarse, hambrientos, frente al profesor que custodiaba el aula y éste les informó que de acabar el examen saldrían al recreo. Los chavales, a los que el examen les importaba un carajo, comenzaron a poner respuestas casi al azar para lograr su merecido descanso.
Y luego, los políticos y la sociedad entera pretenden que los informes sean un primor. Si no comienzan por escuchar al profesorado, que es quien pasa más horas con los alumnos que con su propia familia, ningún plan, por catedrático que sea, podrá ayudar a solucionar el desvarío.
Todo esto sin contar con que el problema-raíz lo tenemos todos nosotros, en nuestra sociedad. Que no valoramos el pensamiento. Que preferimos la prostitución de ajustarnos a lo convencional frente a la nobleza de hacerlo a la realidad.
Así que mejor que no derrochen recursos en ridículos cursos intermedios ni en sistemas que únicamente reduzcan materia de estudio. Ahí no está la solución, sino todo lo contrario.
Claro, a no ser que a algunos sectores les interese generar una tribu de personajes analfabetos a los que manipular y controlar con extrema facilidad, ¿no creen?

Las palabras de Luis

>Luís fue un antiguo profesor mío, uno de esos exegetas que se conforman, en su modestia natural, con dedicarse a la Enseñanza Primaria Obligatoria cuando bien podrían estar disfrutando de una buena plaza en la Universidad y una jubilación más que decente en el futuro.
Luís era un tipo duro. Han pasado los suficientes años como para que sólo de él me queden algunas imágenes sueltas y algunos recuerdos estereotipados. Pero esto ya me sirve para retratarlo tal y como verdaderamente era. Sin embargo, Luís aparentaba ser duro. Era de la vieja escuela, de estos maestros que comprenden que si no se enderezan a los arbolillos desde pequeños de mayores van a estar torcidos siempre. Buscaba la disciplina como nadie y, la verdad, sabía infundirla hasta al más gamberro. Nunca le vi utilizar ningún artilugio para provocar ruido y llamar la atención de los alumnos ni nunca le he visto levantar la voz más allá de lo que acostumbraba en clase. Solo utilizaba su carácter, recto y guardando las distancias, y sus órdenes iban literalmente a misa. Por ejemplo, recuerdo una vez que mandó de deberes conjugar a la perfección todos los tiempos verbales. Nos hizo levantar a toda la clase y ponernos unos pegados a los otros siguiendo la línea de la pared. Acercándose a cada uno le pedía conjugar entero un verbo en todos sus tiempos y, si no cometía errores, lo felicitaba y le dejaba sentarse. Si te confundías, permanecías de pie hasta que te volviera a tocar turno, porque casi siempre no eres el único en la vida en confundirte en algo. Pero Luís no era un borde y su rectitud se amoldaba al nivel de cada uno de sus pupilos. Así, si sabía que un alumno no daba para conjugar un verbo complicado, le ordenaba uno sencillito. Por otra parte, a los que éramos más listotes nos ponía siempre los más complicados que encontraba. Naturalmente, cuando lograbas conjugarlo bien te sentabas pensando a qué clase de cabroncillo tenías como profesor.

– Un borde, es Don Luís -comentábamos entre nosotros-.

Sin embargo, el tiempo ha demostrado que Luís no era un borde ni mucho menos, sino un adelantado al que le gustaba sacar el mayor rendimiento exigible a un niño de siete, ocho o nueve años. Nos conocía perfectamente, sabía de que pie cojeábamos cada uno y, por supuesto, sabía si podías con algo difícil o no.
Don Luís, como ya se habrán fijado, es un apelativo un poco carca para los valores sociales que se pretenden conservar hoy en día. Algunos incluso puntualizarían que es hasta facha. Sin embargo, Luís era un hombre conservador. Le gustaba ir vestido con pantalones de traje, chaqueta gris a cuadros y camisa discreta. Le gustaba también ir peinado con estilo y la presencia para él era como una asignatura más a superar. No se podía asistir a clase de cualquier manera, no, había que ir bien peinado, bien aseado y como correspondía a los niveles tradicionales de vestimenta apropiada para un niño y para una niña. En su disciplina, Luís nos enseñaba el valor de las palabras. Nos decía que la palabra es el motor de la humanidad, el medio esencial por el que una persona se comunica con su todo. Y por eso nos enseñaba a valorar cada acepción. A él le gustaba que le llamaras Don Luís, con respeto y de usted. Para él, el usted era la clave para que un chavalín fuera persona de provecho en el futuro. Y no se equivocaba. Nunca forzaba a los alumnos a más allá del temario del libro, pues es raro y difícil que un niño de seis o siete años destaque en ostentosas redacciones y trabajos complejos, pero lo que enseñaba quería que fuera bien asimilado por aquellos que eran sus protegidos.
Luís siempre tuvo -y supongo que seguirá teniendo- un corazón de oro. Sabía apoyar hasta el final a cada alumno y si sabía que tenía oportunidades en la vida él lo defendía y lo impulsaba, le enseñaba a luchar. Si se encontraba frente a un mal alumno, Luís no desfallecía: continuaba su labor docente con la esperanza de poder despertar algún día esa chispa que todos tenemos en nuestro interior esperando a ser encendida, desencadenada.
Ahora que, como digo, hay cierta distancia temporal desde aquel año que me dio clases cuando apenas contaba un puñado de añitos puedo ver y entender que, comparando a Luís con otros docentes presentes por mi camino Luís fue un antes y un después en la vida de los que supimos aprovechar a ese grande entre los grandes. Luís se parece a otros profesores, aunque su mayor diferencia con ellos es que Luís tenía esperanza. Tanto en universidad como en la Enseñanza Secundaria o incluso en Bachiller es tan difícil hacer entender ciertas cosas a un alumno que, después de largos años de lucha casi diaria, si no se consigue despertar esa chispa con facilidad muchas veces se tira la toalla. Los años al timón y la indiferencia de muchos de los alumnos terminan por endurecer los corazones de los docentes y las toallas de la enseñanza acaban, tarde o temprano por rodar por la lona del cuadrilátero donde se bate a puños el alumno adoctrinado con las durezas de la vida.
Luís se jubiló al terminar ese mismo año. Se que nunca perdió la esperanza al igual que confío en que tampoco la haya perdido en ese nuevo estado de latencia y de impotencia docente que representa la jubilación para un gran profesor. Porque siendo como era, seguro que tiene que vivir esa impotencia. La impotencia de ver como el mundo se derrumba, la educación decae, la gente se desculturaliza y es cada vez más manipulable. La impotencia de ver caer en el pozo del olvido el pensamiento, el razonamiento, la reflexión y el valor de cada una de las palabras de esta bella lengua que hablamos. Una lengua de la que él hacía que nos sintiéramos orgullosos. Una perseverancia guerrera que ha participado, por ejemplo, en que hoy esté yo pegado a este ordenador dándole a la tecla y escribiendo este homenaje más que justo y más que merecido.