>Mi madre solía y suele comprar en supermercados. Es lo que tiene vivir en una gran ciudad, que el supermercado lleva las riendas de la economía alimentaria. No hay barrio sin al menos un supermercado. La gente vamos como verdaderos borreguillos a estos lugares iluminados con veinte mil focos y carteles de ofertones que uno no puede rechazar.
Sin embargo, siempre que puede mi madre se escapa hacia el mercado más próximo. Que no les parezca rara esta costumbre, ni arcaica. Yo, que soy jovencísimo también me escaqueo siempre que puedo al mercado de toda la vida, a ese cuyo tendero y tendera te atienden con una sonrisa de oreja a oreja.
Ya de pequeñito mi madre siempre me llevaba al Mercado Central. Para los que no sean de Zaragoza, apuntar que el Mercado Central no es un mercado más, es el mercado. El centro histórico de la venta. El zoco de las ciudades árabes. El foro de las antiguas romanas. No visitas Zaragoza sin pasearte por sus infinitos pasillos repletos de puestos de todo tipo.
Lo más difícil de ese mercado es aparcar. En pleno centro de la ciudad es misión imposible. Después de dar mil vueltas por las estrechas calles puede que haya suerte y consigas un aparcamiento libre de multas y, posiblemente libre de pago.
Cuando subes las escaleras del enorme mercado sientes el gentío, que te arropa. Los puestos ofrecen lo mejor de sus productos, para que te enamores de ellos. Incluso te los cantan, enumerando las virtudes de, por ejemplo, sus verduras y la razón por la que uno debe comprar en ese puesto y no en otro. En ocasiones incluso puedes degustar algún producto de charcutería que algún amable tendero te ofrezca. La compra en uno de esos puestos dista mucho de la frialdad borreguil del supermercado: sientes como el tendero lucha por convencerte, por convertirte en su cliente. Para él no eres un número, eres Pepito o Fulanita. Si vas a menudo, hasta te saludan al pasar, siempre, claro está, con la intención de ofrecerte sus productos.
Obviamente hay de todo y también hay tenderos más rastreros y ladrones. Estafadores llanos, vamos. De esos que exponen una cosa y luego te venden otra. Pero sin embargo, en el mercado uno puede seleccionar y quedarse con los mejores.
De los productos no hablemos. ¡Qué calidad, por malos que sean! He comprobado por experiencia que la calidad media de un producto de mercado es, normalmente superior a la que se ofrece en un súper.
Al final de la visita, siempre salías contento y reconfortado por el trato humano recibido.
Una de mis costumbres preferidas es aprovechar la visita para irme a una tiendecita de dulces que se encuentra paseo adelante donde venden los mejores caramelos.
En los barrios principales siempre había un pequeño mercado. En su día debieron ser el centro de reunión de los habitantes de cada zona pero ahora, muchos agonizan trágicamente. El de mi barrio lleva suplicando redención desde hace siete o más años. Sobrevive gracias a que los pocos tenderos que quedan siguen ofreciendo un buen producto. Aguanta rodeado de cuatro supermercados de élite, a pocos metros de él. Pero aguanta, que es lo importante. Uno de los mercados de mejor tirada actualmente es el de San Vicente de Paúl, que ha sido reformado recientemente. También de vez en cuando me acerco para darme una vuelta. Y el de Montemolín, entre la Avenida de San José y Reina Fabiola.
Pero desgraciadamente estos mercadillos no pueden competir con los supermercados, que atraen a las masas con suculentas ofertas.
Desde que atravieso en umbral de un súper siento su frialdad, su mirada indiferente. Los productos, de todo tipo y dispuestos por secciones dispares se presentan amontonados unos sobre otros y si tienes alguna duda razonable los asistentes no te prestan la atención necesaria, para ellos eres un cliente más y si algo no te gusta, te jodes y te marchas, que ya vendrá otro. Muchas veces presentan una imagen penosa, sobre todo cuando la gente, de todo tipo y cruel derriba cajas, mezcla productos o destroza yogures, botellas de leche, etc. Sin crianza, como diría mi abuela. Eso en un mercado de toda la vida no ocurriría.
Lo peor a la hora de pagar. Todo lleno de medidas de seguridad, con temor a que seas un ladrón. Los cajeros y cajeras te miran extraño, de forma acusadora. El de seguridad, si lo hay, te intimida con su mirada. Deben estar maquinando qué les has podido robar y cómo harás para violar las medidas de seguridad. Ladrón barriobajero, deben pensar mientras pagas.
Para ellos, todo cliente es un presunto ladrón. Un ladrón potencial. No tienes importancia y eres un número más. No te conocen, por tanto, pero sí lo suficiente para acusarte nada más que entras. ¡Atención, ladrón potencial a la vista: abran fuego!, solo les faltaría decir. Otro tema: las reclamaciones. Aquí más de lo mismo. Siempre piensan que les estás intentando estafar, cuando la mayoría de veces el que se siente estafado es el cliente. ¿Que se quejan de la picaresca? Por supuesto, porque la hay, pero hay más cuanto más trabas pones al cliente. Si este se siente estafado y no le solucionas el problema, ideará engaños para recuperar lo suyo. Es normal.
En resumen: que aunque no tengo nada contra los súper la realidad es la realidad y la verdad es que el trato que un mercadillo te puede ofrecer es inigualable respecto al de un súper o al de un gran Centro Comercial. Me siento extraño en los súper, por grandes o pequeños que sean. No siento ese trato humano que tanto valoro. Yo, si pudiera -es mi opinión personal, no una recomendación- compraría siempre en mercadillo. Yo soy de los que piensan que es denigrante pasar de una presunción de inocencia a una presunción de delincuencia desmedida y muchas veces, hipócrita. Creo que, no ya como consumidores sino como personas nos merecemos un trato más humano, aquel que recibieron nuestros abuelos, aquel que hoy agoniza entre los solitarios pasillos de los mercadillos de barrio.