DESTELLOS DE GENIO

Hace tiempo que leer prensa se convirtió en una tortura insufrible para mí. Soy completamente incapaz de soportar la lectura continuada de un artículo tras otro, palabra por palabra, y mucho menos de conseguir llegar al final del periódico sin terribles dolores de cabeza -en mi caso, a la portada, pues soy de esos que empiezan el periódico por detrás-. Por eso, sin hacer remilgos ni excluir a ninguna publicación que caiga en mis manos, si el título o las primeras líneas de un artículo no me terminan de atraer, leo en transversal. Exactamente como leería cualquier buen político una sección de opinión.

Leer en transversal, si tiene como objetivo cribar contenidos y evitar malos tragos morralleros, no es un acto infame y borreguero. Es necesario cuando lo que tienes delante ya no escribe para tí, te tutea sin conocerte y te trata como un imbécil al que le pueden hacer creer la sarta de gilipolleces a las que nos tienen acostumbrados. Y la prensa de hoy está claro que tiene poco contenido al que redimir. Por suerte, mi lectura informativa se limita al ámbito dominguero, el mismo en el que nos despertamos casi al mediodía, desayunamos mal y nos repantingamos en el sofá a la espera de cualquier chorrada capaz de entretenernos mientras terminamos de despertarnos del todo. Es justo entonces cuando llega el periódico, que aún conserva el olor a tinta de rotativo, y te decides a abrilo justo por su final. Porque comenzar mirándolo por su final y no por su principio es lo único que justifica la compra de un periódico.

Casi todos los periódicos, por no decir que todos, tienen lo mismo en su principio, cambiando solo su versión. Es como si se produjera un robo violento en una joyería y un periódico retratara la versión del cliente que se ha meado encima a causa del susto, otro la del dependiente que exige mayor seguridad en su local, y el último, la del ladrón que justifica el robo porque necesitaba el dinero porque si no el banco lo iba a deshauciar al día siguiente. Un mismo hecho, diferentes versiones y todas ellas falseadas. En este aspecto, los primeros tres cuartos de un periódico solo complacen a los lectores ideológicos, que compran el periódico que les dice exactamente lo que quieren oir. Algo así como los oficiales incapaces de aceptar que el joven Rostov huyó asustado de la batalla en Guerra y Paz porque prefieren pensar que retrocedió ante el decidido avance del enemigo. Una consecución de artículos vacíos y de cada vez más escasa calidad dirigidos únicamente a un rebaño de fieles que no quiere conocer ni pensar, tan solo justificar lo que quieren creer que se ha producido. Prensa fácil para una sociedad idiotizada.

Sin embargo, no todo es mediocridad, y ese periodismo lúcido, culto y veraz, si ha de aparecer, lo hace una vez llegamos al último cuarto de publicación, que generalmente reúne las páginas de cultura, algún suplemento interesante y algunos artículos y columnas sueltas firmadas por gente que se toma el arte de juntar letras en serio. En las grandes publicaciones la sección cultural se ha reducido a un puñado de grandes artículos meramente informativos y que no son capaces de apuntar nada que no supiéramos de antemano, y alguna columna locuaz que parece habérseles colado durante la maquetación y que debería estar impresa en las páginas de clasificados. Solo unos cuantos artículos pueden presumir de tener a la cultura como leitmotiv, y solo algunos periódicos logran que esas firmas pertenezcan al ámbito de un periodismo literario, que es el medio informal de expresión del genuino ambiente cultural de nuestros días.

Los que leemos Heraldo de Aragón aún podemos sentirnos afortunados dentro de la tragedia periodística. Como todo lo que concierne a Aragón, el auténtico periodismo sobrevive por sus propios medios, a base de rasmia y de imponerse por su calidad hasta crear escuela entre quienes buscamos algo más que morralla barata. Desde la columna de cierre de Irene Vallejo hasta la que se cuela, brillante, de Antón Castro entre las páginas de opinión, y desde los elocuentes artículos de Guillermo Fatás hasta los de Luis Alegre y Sergio del Molino en el suplemento Heraldo Domingo, pasando por Artes y Letras, Muévete Zgz 7D y los blogs de Ana Usieto, Chaco Morais y Mariano García. Pequeñas porciones de calidad que son el único acicate a que siga gastándome un dineral en periódicos de los que solo leo una porción ínfima pero que sigue justificando la existencia de prensa escrita.

No sé cuánto tiempo durará este breve idilio. Supongo que hasta que la prensa termine por unificar todo su contenido para dirigirlo a su público belenestebaniano y se olvide definitivamente de nosotros, los lectores que nos consideramos cultos. Mientras tanto, seguiré disfrutando como un gorrino en su lodazal con la lectura de todas esas magníficas personas que aún siguen manteniendo vivos los periódicos. Esas que siguen escribiendo de puta madre even in this longest days.

Esperpento ideológico

>Idea, en griego, significa “visión”. Nuestra cultura -cimentada sobre el pensamiento griego-, y en particular nuestra lengua, el español, adoptó tal palabra para designar a aquel pensamiento o solución que podía ser desarrollado y pensado en la individualidad de la persona sobre una pregunta de cualquier tipo o ante un problema de cualquier envergadura.
Obviamente, si se escogió esta acepción en particular no fue por capricho. Al menos, no parece que así fuera. Como saben, el griego es una lengua con muchos vocablos equívocos -una palabra equívoca es aquella que posee más de un significado diferente en sí misma-, al igual que le ocurre al español. Aunque no soy un buen conocedor del griego y del latín, sabiendo de antemano la pluralidad etimológica de la primera lengua, es probable que a la hora de adoptar una palabra que definiera “idea” hubiera un número considerable de candidatas. Sin embargo, ¿por qué se hispanizó esta palabra griega en lugar de otra, con el paso del tiempo y la acción de la tradición? Quizás porque, fiel a la traducción “literal” con nuestro español moderno, una idea es en sí una visión. La visión de la solución. La visión de la realidad, de la verdad. En el Diccionario Básico Anaya de la Lengua, aparecen las siguientes definiciones de “idea”:
1-Representación mental de una cosa o de su esencia.
2-Plan.
3- Concepto de alguien o de algo.
4- Ingenio.

Si se fijan, las cuatro definiciones, independientemente de los matices que las diferencian giran en torno a una esencia que las une: la visión. La primera, la que se refiere con mayor fidelidad al pensamiento, enuncia “representación” como elemento significativo en la definición. Representarse algo es tener una visión aproximada o exacta de una cosa que, en un principio existe en la realidad. Es visualizar el objeto, verlo en nuestra mente.
La tercera, en cambio, hace referencia a una visualización de una persona o ser concreto, bien como recuerdo de ella, bien como resultado de la síntesis de una descripción. Las otras dos que faltan hacen referencia a la solución de problemas. Cuando elaboramos un plan o llevamos a cabo un ingenio, lo que hacemos es visualizar aquello que visualizar aquello que vamos a llevar a cabo. En cualquier caso, como digo, el pensamiento se fundamenta en la visión, la visión de la solución, la visión, a fin de cuentas, de la verdad que se busca.

Todo nuestra sociedad y nuestro conocimiento, hasta el científico, está fundamentado en las “visiones”. Un pensador, que es aquel que busca la verdad mediante la abstracción, la reflexión, el análisis y el pensamiento en general es el que, tras llegar en su ser personal e intransferible a determinadas visiones sobre la realidad las lega a la humanidad -que no a la sociedad-. Para poder legar tales visiones precisa del lenguaje, ya que esa “visión” que el pensador tiene en su ser es muchas veces tan abstracta que no se podría plasmar de igual forma. Llegado a estos extremos deberá aproximar la visión, la realidad por él conocida todo lo posible para que otras personas consigan captarla y componer esa visión, con la misma exactitud que su propietario primero. Sin embargo el hecho de transferir una idea o un pensamiento con éxito es una tarea ardua. Debido a que cada ser humano es diferente y no tiene porqué poseer la misma capacidad reflexiva que el pensador emisor de la idea, ésta tiende a “desnaturalizarse” por el camino, ya sea por la falta de precisión de las palabras que la transmiten o por la incapacidad de asimilación del sentido y esencia correcta cada una de esas palabras componiendo en la mente la imagen del algo conocido por parte de la persona receptora. Es fundamental, para el que conoce, transmitir con la mayor exactitud posible esas ideas, por lo que deberá centrar sus esfuerzos en tal tarea. Tanto si la visión es “entregada” con exactitud como si no a la persona receptora, otro vil enemigo de la verdad, que es el interés personal ligado al paso del tiempo tiende a tergiversar y maleficiar ese pensamiento-visión primero hasta convertirlo en un esperpento de la realidad. Esto es lo que sucede en las ideologías.
Todas ellas, del tipo que sean, se caracterizan -si lo reflexionan-, por unos principios o premisas primeras que sirven de pilares para posteriores aportaciones. El pensador que enuncia las ideas puede estar o no ligado a la ideología que surge a partir de ellas. Así, por ejemplo, si es el pensador el que dirige la doctrina que se elabora en torno a sus ideas, será un ideólogo. En la ideología, el matiz del pensamiento primero que dio origen a las ideas primeras es eliminado. La ideología no es ni pensamiento ni filosofía, sino una doctrina con fin de aplicación en la sociedad y en la humanidad fundamentada en determinadas ideas-premisas. Un pensador que se ligara a una ideología acabaría trasformándola y dirigiéndola hacia la verdad, proceso que no interesa dentro del propio sistema que es la ideología. Una ideología puede ser tan variada como ideas puedan existir, y no tiene porqué corresponderse con la realidad. Es únicamente una doctrina que evoluciona de forma restrictiva en torno a las ideas básicas en las que se fundamenta con el paso del tiempo y la sociedad. Si el objeto no es conocer la verdad sobre un tema sino aplicarla a la sociedad, las ideas primeras deberán adaptarse al avance de la sociedad a lo largo del tiempo, lo que implica una más que segura tergiversación de sus pilares y fundamentos. Los nuevos integrantes modifican según sus intereses, intenciones y situación las premisas primeras desfigurándolas, a la par que se incluyen nuevas ideas en muchas ocasiones dispares y caóticas, ya que en la mayoría de los casos no son fruto de la reflexión, sino de los intereses particulares o colectivos de grupos cerrados y aislados. Esto explica que cualquier ideología tienda a la fragmentación e incluso a la desaparición de la ideología inicial. Un ejemplo es el liberalismo, que en el caso español pronto comenzó a fraccionarse en diversos grupos, como los progresistas, los unionistas o los demócratas, todos ellos procedentes de unas mismas ideas primeras pero con matices que los hacen diferentes entre sí. En la actualidad, por ejemplo, el liberalismo como tal ha desaparecido, favoreciendo a los centenares de ideologías que nacieron a partir de sus premisas. El caso del marxismo también es relevante. El marxismo, como ideología, pronto se fragmentó en variantes que escogieron y añadieron a su imagen y semejanza las premisas que más les interesaron, sin respetar como se debe los principios de los que proceden. Socialismo y comunismo son un ejemplo de ramas del marxismo.
¿Y respecto a las ideologías de extrema derecha? En el caso de España, muchas nacieron a partir de ideales carlistas seleccionados a conciencia para generar los nuevos movimientos.
Otras, sin embargo, nacieron a raíz de diversos problemas sociales del momento y fueron instauradas respecto a los intereses de los primeros seguidores.

Analizando todo lo dicho, llegamos a la conclusión de que las ideologías, que prescinden en síntesis de un pensamiento que haría peligrar esos intereses que las rigen, no son precisamente un buen sistema ni un buen método para cambiar a la sociedad y hacer avanzar a la humanidad. Algo que funciona en torno al interés y que cuyas premisas-pilar se encuentran tergiversadas y desfiguradas por el paso de las gentes y del tiempo no puede conducir de manera impoluta a la justicia, a la realidad y hacia el bien, el progreso y la verdad necesarias. Entonces, si además las ideologías tienden a no ser tolerantes con otras ideas que no sean las suyas, ¿qué sentido tiene que millones de personas se involucren en diversas ideologías, pugnando unos con otros por imponer ideales que no se fundamentan, en base, en la verdad que hay que buscar? Las respuestas principales que encuentro son dos: la primera, que a causa de la presión del poder, ejercida por la sociedad, las propias ideologías y los prejuicios culturales y sociales, no se estimula a desarrollar un mínimo de reflexión y pensamiento que sirva a la persona a discernir y a calibrar lo que en la vida se va encontrando. La segunda, que ante la falta de reflexión y la fría e individualista sociedad que con el tiempo nuestros antepasados -y ahora, nosotros- han ido creando e instaurando en nuestras vidas, la gente está necesitada de seguir unos ideales que le den independencia, que los diferencien del resto; algo en lo que creer y por lo que luchar, huyendo así de la, para ellos, monótona e insulsa vida. Imposición tradicional y cultural aparte, las ideologías abren sus brazos a los descarriados e indecisos personajes para que sumen número entre sus filas. Porque, a falta de pensamiento, la única manera de ejercer un poder, aunque frío y barato es con el número, con sangrientas revoluciones que no llevan a ningún lado, con engaños, con sofística y con presencia en la degradada política.
Estas causas, y muchas otras, hacen que hasta para el pensador sea muchas veces dificultoso cribar esperpento y realidad; el primero, sin duda, creado a interés y dependiente de la verdad.
La segunda, inexpugnable, poderosa y eterna.