EL CAMINO DE LA AUSTERIDAD

Cuando el bueno de Tolstói promulgó su pensamiento sobre la relación entre felicidad y vida lo hizo con un sólo motivo: que a la humanidad le entrara algo de razón y comprensión acerca de adónde nos dirigimos. Por supuesto, el pesado, el cansino de León Tolstói escribió sus obras durante la segunda mitad del siglo XIX, así que llevaba una agradable ventaja frente a los librepensadores que tendrían que venir después.

Tolstói era un tipo de trinchera y eso me gusta. Quizás se ponía un poco pedante cuando se alargaba con alguna gran obra y la terciaba con un pequeño ensayo o con alguna disertación con ademanes de homilía de misa mayor para terminar de redundar lo redundado. Por ejemplo, al final de Guerra y paz, cuando escribe un muy interesante pero innecesario ensayo acerca de la guerra y el poder. O en Anna Karénina y la parte en la que a Kostia se le iluminan las ideas y llega a su casa, coge a su esposa Kitty y le suelta que acaba de descubrir el verdadero sentido de la felicidad: la vida sencilla.

Vale, León, te pasaste. Ya habían quedado claras todas estas ideas en las actitudes de los personajes del príncipe Andrei, Pierre y Kostia respectivamente en ambas novelas. Lo hiciste un poco mejor en Resurrección, pero aún así, lo que agita verdaderamente el alma, lo que provoca que cerremos el libro y nos dejemos llevar por lo que acabamos de leer son precisamente los hechos de la narración. Lo sabías muy bien, si no no se explica que hubieras escrito obras de arte como La felicidad conyugal, El cupón falso o la so called Hadjí Murat. Quizás el tiquismiquis sea yo y no tú, a pesar de que me encantan esos anexos en los que las cosas quedan bien claras. Para muchos, en ocasiones también para mí, son redundancias, pero pensado para un gran público, que difícilmente analiza cada idea sino que se traga las páginas en transversal, un pequeño ensayo al final del libro o una serie de escenas aparentemente innecesarias e incluso forzadas donde se explican las tesis meticulosamente tejidas en la narración es imprescindible para que por lo menos un trocito de la esencia de los libros logre quedar en la mente de cada lector. Es el precio a pagar entre escribir quinientas páginas de ensayo filosófico y narrar para dejar las cosas claras. En la virtud del término medio se encuentra la ficción que acaba con ensayo, que no termina de ser del todo ficción ni absolutamente ensayo, sino que son como los cuentos con moraleja que el viejo Tolstói les contaba a sus nietos.

Y más cercano al cuento hay un breve relato que apenas ocupa nueve páginas en pdf que se titula ¿Cuánta tierra necesita un hombre?, en el que la idea de la felicidad, la vida y su relación con la vida sencilla no está ensayada sino narrada a través de la actitud de Pajom. Pues bien, por si Tolstói no hubiera sido suficientemente explícito en el cuento, a pesar de haber dado la lata con capítulos teóricamente innecesarios para lectores que no sean chimpancés, después de haber escrito, divulgado y soltado discursos (entrevista incluida del gran Chéjov por en medio) hasta el final de su vida, parece que no ha quedado claro qué puñetas nos quería decir Tolstói a juzgar por artículos como el que accidentalmente me he encontrado en el número 92 de la revista Mente Sana que justifica en el breve cuento de Tolstói la redención de la torpe e ingenua ciudadanía en manos del adoctrinamiento de la austeridad. De hecho, el artículo comienza con las siguiente autoexplicación (auto porque parece que sea el firmante quien intenta convencerse a sí mismo más que convencer a los potenciales lectores). Las negritas son mías:

El camino de la austeridad, una actitud vital llena de dignidad y gozo. 

La austeridad, bien entendida, nos recuerda que podemos progresar continuamente, pero hacia adentro. Más que un fin, es un camino que haya sus recompensas en los goces y lujos más cotidianos y sencillos, alejados de la sobreabundancia material y de los deseos sin fin que caracterizan nuestra sociedad.

Vayamos por partes. Si buscamos austero en la web de la RAE, obtenemos los siguientes resultados:

austero, ra

(Del latín austerus y del griego αστηρς)

1. adj. Severo, rigurosamente ajustado a las normas de la moral.

2. adj. Sobrio, morigerado, sencillo, sin ninguna clase de alardes.

3. adj. Agrio, astringente y áspero al gusto.

4. adj. Retirado, mortificado y penitente.

Hay dos acepciones intercaladas: el significado tradicional, que generaliza la austeridad como la actitud propia del hombre sencillo, entendido sencillo en occidente como la persona que roza o supera la tacañería y la mezquindad; o el sentido de retirado, mortificado y penitente, o sea, la actitud del amargado, que lucha por limitar la vida de los demás porque es incapaz de vivir la suya propia. La austeridad, bien entendida, y sin necesidad de aclaraciones por parte de la RAE, es pobreza, limitación y actitud roñosa y desconsiderada, toda una recatada y fina apología de la espiritualidad y el progreso humano.  Ser austero no es un camino hacia la felicidad y el gozo, es el estancamiento de la humanidad en su propio lodazal ontológico, que incapaz de alcanzar la felicidad y conocerse a sí mismo decide fundamentarse en la avaricia para resarcirse sobre el mundo. Los austeros ni son humildes ni son sencillos, son pedantes avariciosos que encuentran su superioridad moral en la pobreza ajena. Un hombre sencillo, el hombre que defendía Tolstói, no buscará excusar los recursos sino que cada cual tenga lo justo y necesario en cada momento de su vida y acorde a su condición, sin promulgar el exceso ni la carencia. Un austero se vanagloria de ver hambre entre sus congéneres, mientras un hombre sencillo sólo deseará la felicidad del mundo antes que la suya propia. Concluyendo, que es gerundio: la austeridad es justo la actitud inversa a la defendida por León Tolstói.

Y aquí se abre otro asunto que me preocupa: las ideologías, como toda postura falsa y alejada de la realidad, necesita basarse en doctrinas de pensamiento que o bien se correspondan por falsedad con sus intereses o, en caso extremo, puedan ser malinterpretadas, manipuladas y readaptadas para sus propósitos. Todas las grandes ideologías han buscando una base intelectual como argumento de impunidad moral ante su barbarie. Es la manera que tienen de adentrarse en la cultura y crear un argumento de valor sobre su idiosincrasia y sobre la masa que tienen que someter.

Tolstói no es el único al que se le toman las ideas a la bartola. Un caso típico de pensador transvalorado es Friedrich Nietzsche, un tipo presuntamente majo con el que se podían tomar unas cañas aunque deseara un holocausto nuclear, si hubiera llegado a conocer la existencia de la bomba atómica. En su obra El Anticristo, por ejemplo, separa las enseñanzas de Jesús del discutible proceder de la Iglesia, postura no sólo acertada sino verdadera. Así habló Zaratrustra es una apología del dolor personal ante un mundo humano degradado que reniega de Dios y del significado de Dios, al que ha apartado de su espíritu y cuya presencia y existencia toma en vano justificando en él los crímenes de la sociedad. Nietzsche, que ironizaba contra antisemitas como su amigo Richard Wagner o su cuñado, es ahora el símbolo y el fundamento de ideologías extremistas. Parecido, aunque menos tergiversado, el caso de Karl Marx y el truhán de Engels, dos burgueses fiesteros y desenfrenados que tampoco se tomaban muy en serio aquello de la dictadura del proletariado.

Ahora parece ser que se quiere emplumar a Tolstói el fundamentalismo de la dictadura de la austeridad. Si estamos desprotegidos y están adulterando la verdad y nuestras palabras, y están golpeándonos destruyendo nuestras vidas, leamos a Tolstói y a Saint-Exupéry. Dejemos de leer la sección de política de los periódicos, apaguemos la tele, dejemos a Rajoy hablando sobre sus intrascendencias. Que legislen, que muevan ficha, que censuren. Defendamos nuestra vida, la vida sencilla de la felicidad y el presente de nuestros sueños, construyámoslos, ayudemos con nuestras manos, no dejemos a nadie desamparado, transformemos nuestro entorno y cambiemos para siempre el devenir del mundo. Sin rencores, ni pataletas, ni dictaduras ni golpes de decreto. Todo está en nuestras manos. Conocer la verdad, también. Vayamos a coger las ciruelas que nos ofrece la vida antes que se acabe el verano y la nieve vuelva a cubrirlo todo un invierno más.

EX LIBRIS

En agosto se cumplirá un año desde que estuve en el desembalaje de antigüedades de Torrelavega. Fue fortuito, ni siquiera sabía que existía hasta uno o dos días antes de su inauguración. No sé si me dieron el folleto en Noja, en Isla o en Cabezón de la Sal, pero sí que me dieron un pasquín colorido y rimbombante, parco en explicaciones, dirigido a un público concreto que no necesita que se las den.

El último día que permanecí en Cantabria me pasé por allí. Era la hora de la comida y algunos anticuarios habían extendido mesas plegables y sillas haciendo picnic, olvidando que no se encontraban en Berria sino en un mercado industrial que aún conservaba su olor a ganado. Recorrí algunos puestos pudiendo reconocer varias voces extranjeras, que otorgaban un toque exótico a un recinto rural, frío y solitario. Algunos vendían mobiliario antiguo, mezclando piezas hegemónicas con otras de aspecto decrépito a las que les faltaba una buena restauración, o bien unas simples manos de barniz al tinte que disimularan los desperfectos ocasionados por el tiempo y la mala vida de almacén. Otros, sin embargo, se especializaban en papeles o en material de escritura, en coleccionismo o en rarezas históricas y militares. Podías encontrar objetos atribuídos a líderes políticos comtemporáneos o los primeros números de revistas extintas, incluso estilográficas de gran belleza y cuartillas con mensajes revolucionarios que harían las delicias de cualquier buen coleccionista. Pero donde pasé la mayor parte de mi tiempo fue en aquellos puestos consagrados al estraperlo intrahistórico, ésto es, al comercio con objetos personales.

Nada produce en mí más excitación y a la vez repulsa que el trapicheo con cartas, postales, libros o fotografías de personas que ya no están o no pueden defender su patrimonio. Me produce cierto ardor de estómago pensar que un retrato íntimo o la postal escrita por los amantes puedan acabar entre una muchedumbre de objetos sin catalogar, desvestidos del romanticismo que poseían y manoseados por unos clientes ávidos de conseguir piezas para sus colecciones personales. Imagino todos esos objetos a la intemperie y me dan escalofríos. ¿Pueden acabar un día nuestras cartas, nuestros diarios, nuestras postales o nuestras fotografías en un desguace de antigüedades? Quien sabe, quizás acaben suplicando clemencia con su presencia inanimada a los furtivos paseantes de un mercadillo de barrio.

Hay algo de macabro, hasta de obsceno, en toda esta práctica contrabandística que involucra tanto a clientes como a vendedores. En Torrelavega encontré varios puestos dedicados a la venta de postales. La gente revolvía en los montones escarvando con el ansia de un expoliador arqueológico ante un yacimiento sin explotar mientras los anticuarios invadían agresivamente la intimidad de la plebe, como si fueran los guardianes de un templo y los objetos, sus reliquias sagradas.

Todo en el mundillo ex libris está desprovisto del sentimiento que debería rodear a los objetos con los que se trafica. El anticuario no se comporta como un vendedor más, sino como un censor que decide quién adquiere lo que considera valioso o quién no es digno de ello. Es un mundo sucio asentado en el lucro donde solo importa el beneficio y la posibilidad de poseer una buena pieza en la que la mayoría de los anticuarios y los clientes solo compran o venden sin importarles ni la historia ni lo que significa aquello que tienen entre manos. Lo más buscado entre muchos coleccionistas, en ese afán viperino por acumular bienes que nunca usarán ni apreciarán, es el acceso a la trastienda del anticuario, donde guarda los objetos mejor considerados. Es como el acceso al sancta sanctorum de una logia, que requiere un formalismo previo y una serena actitud religiosa que garantice la confianza de sus guardianes. La mayoría de las trastiendas no tienen nada de especial para el comprador que busca algo más que rarezas desproporcionadamente caras justificadas mediante historias fantásticas. Es un mundo de apariencias y prejuicios donde, lamentablemente, el auténtico recopilador de historias queda al margen del negocio.

Si algo tiene de emocionante todo este embrollo es la posibilidad de descubrir aquello que nadie ha descubierto aún. Lejos del milimetrismo del oficio, donde la venta se diferencia entre la destinada al populacho y la dirigida a un público comercial, existe un recodo inexpugnable, presente en todo mercadillo, puesto o tienda de antigüedades, en la que poder recrearse ante objetos significativos que no han sido interceptados todavía por el vendedor. Inocentes postales que encubren mensajes secretos, fotografías relevantes o pasquines reveladores; muebles que son capaces de trasladarte a la aristocracia rusa o a los restos de un antiguo tesoro familiar. Imaginar o descubrir esa intrahistoria, la genuina Historia, es la belleza de un oficio que ha perdido su esencia.

¿Cómo hemos podido convertir algo tan hermoso como la recopilación del legado de nuestros antepasados en un vulgar trapicheo? Muchas veces lo pienso ante álbumes fotográficos de familias desconocidas o ante las letras de amor que dirige una madre a su hijo médico que vive a miles de kilómetros de distancia, mientras el vendedor me intimida con la mirada. ¿Cómo puede haber sucumbido el sentimiento a la miseria de su nulidad? El viento, impasible, sigue arrastrando los recuerdos desnudos entre adoquines mojados y la humanidad que habita el mercadillo.

ALGO FALLA

Me lo comentaba hace un tiempo un amigo mientras tomábamos un café: si alguien quiere estudiar Filosofía, si de verdad quiere estudiar eso, que emigre, porque aquí solo hay postmodernos.

Al principio, evidentemente, no comprendí exactamente a qué se refería. Para mí, los llamados postmodernos no tenían ningún nombre ni denominación: eran simplemente la gente esa que estaba degradando el conocimiento y se lo estaba cargando, gente influida por los antañones sofistas griegos y los falsarios nihilistas, y a la que no le importaba hacer creer al gran público que lo absolutamente objetivo era relativo si así les interesaba. No me había percatado de que habían formado escuela, se habían consolidado en el ambiente cultural y llevaban tiempo minando tanto a la filosofía como a la ciencia. Cuando finalmente me explicó en qué estado se encontraban los estudios de Filosofía fue cuando llegé a darme cuenta de que los postmodernos habían invadido literalmente la facultad, imponiendo su visión relativista en todos los ámbitos salvo en las materias más difíciles de convertir. Ahora comenzaba a explicarme porqué nadie, ni siquiera los ámbitos culturales y académicos, eran capaces de enfrentarse a una degradación conceptual que nos está incapacitando cada vez con mayor brío a la hora de conocer la genuina realidad.

Ayer, en El País salió algo de ésto. Resulta que también es tendencia emocionarse con una película mientras todo el mundo bosteza ruidosamente en la sala, examinar hasta el último detalle de un Velázquez mientras el resto dormita en los bancos del museo o tararear lo último de Adele cuando el mundo se rinde ante el gran David Guetta. Eso es lo que, según Peter Robinson, son manifestaciones del “nuevo aburrido”.

¿Nuevo aburrido? Sí, lo han leído bien. Así aparece en el celebérrimo diario The Guardian y así debe de ser. Amén. Porque si lo dice The Guardian va a misa.

Demasiado acostumbrados al berreo musical, a performances que hacen sobresaltar a nuestros sentidos, a que las actrices de moda enseñen una teta incluso en las escenas más ridículas o a que toda serie de época se convierta en una nueva Águila Roja, ha nacido lo tedioso, lo que a nadie se le ocurriría ir a ver, leer o escuchar, y va y nos jode la fiesta. Nos invade el negocio. Ahora llega una tipa con un piano cantando una balada y jubila a Lady Gaga. Ahora lo que mola es seguir Downtown Abbey, ver películas castizas en blanco y negro y sin sonido, escuchar a Pablo Alborán y rescatar todos los jerséis raídos que tengamos a mano para exibirlos ante el público mientras hacemos nubecitas con nuestra pipa. Lo que hasta 2011 eran expresiones culturales de segunda, incapaces de atraer la atención de un público asimilado por un mecanismo de difusión cultural empobrecido y monetizado, ahora son las formas preferidas, las deseadas, lo que la gente busca en las tiendas.

Los críticos anglosajones señalan como causante de este cambio de preferencias el excesivo boom de la música de baile, que desprovisto de todo sentimiento ha invadido nuestra música desde hace unos cuantos meses. Pero se equivocan. En España, antes del boom de la música de baile, ya triunfaron en contra de toda estadística comercial series como La Señora, fieles a una época y de gran carga sentimental. Tras la serie, nuestra televisión ha comenzado a producir ficciones más fieles a la realidad, más auténticas, con cuyos personajes nos podamos sentir identificados y con los que podamos ser nosotros mismos. Porque ese es el auténtico problema: estamos hartos del puñetero nihilismo, de ver cómo los personajes hacen el amor sin ni siquiera mirarse a los ojos, de escuchar canciones que nos dicen las mismas sandeces una y otra vez. Estamos hasta el gorro de una sociedad y una industria cultural que se esfuerza en limitar nuestra existencia, en despojarnos de toda humanidad, en convertirnos en entes sombríos incapaces de sentir y de existir en toda nuestra esencia. Lo que está sucediendo no es una moda ni una tendencia ni una corriente cultural. Es un retorno desesperado a la realidad de la que nunca deberíamos habernos despegado. Es una búsqueda del sentimentalismo perdido en el momento en que tuvimos miedo de vivir, de sufrir al amar, de sentirnos desamparados. Necesitamos amar y que nos amen, y es precisamente de esto de lo que carecen nuestros productos culturales.

Lo curioso es que pese a lo evidente de la situación, nadie sea capaz de reconocer la realidad. Se le achaca a un exceso del mismo tipo de música o incluso a un resurgimiento de la tendencia vintage, pero siempre asociada a un movimiento cultural, a una reacción enmarcada dentro de la oferta y la demanda y dentro de lo que la mal llamada industria cultural nos tiene acostumbrados. Sin embargo, se trata de una necesidad hoy más urgente que nunca. El cine ya no suele hablar de la vida, sino de una visión muy pobre de la misma; la música y la poesía, que antes eran el feudo del sentimiento, han terminado por sucumbir al materialismo más atroz, concibiéndose al poeta sentimental como una antigualla aburrida concebida para adormilar al personal. Incluso la literatura comienza a verse contaminada por libros inexpresivos que imponen tesis vacías al relato que narran. Ansiamos todo aquello que hable de lo que somos y de la vida que vivimos y de lo que sentimos, y no de la versión de la realidad que quieren que nos creamos.

Pero aún así, seguimos poniendo etiquetas e inventándonos denominaciones imbéciles como lo del nuevo aburrido. ¿Qué es aburrido en todo ésto? ¿Qué tiene de malo o de bueno emocionarse con Someone like you o comentar, eufórico, el gran descubrimiento que ha resultado El árbol de la vida? ¿Alguien se ha parado a pensar que lo aburrido o lo gracioso es simplemente una concepción nuestra y no un atributo de las cosas?

La pregunta no debería limitarse a cuestionarse porqué y cómo consigue triunfar la naturalidad en un ambiente que hace las mil virguerías para llevarse al público al bolsillo, sino también a pensar para quiénes resultan un coñazo las canciones de Adele y los capítulos de Gran Hotel o, mejor dicho, a quiénes les interesa que resulten un coñazo unas piezas capaces de llegar a lo más íntimo de cada persona.

Mientras tanto, seguiremos sufriendo la insidia postmoderna soportando que un nuevo concepto ridículo más acabe siendo la excusa perfecta para sacarse de la manga una tendencia de lo más lucrativa. Y todo porque lo que dice The Guardian, sea lo que sea, en España es tendencia y va a misa.

DESTELLOS DE GENIO

Hace tiempo que leer prensa se convirtió en una tortura insufrible para mí. Soy completamente incapaz de soportar la lectura continuada de un artículo tras otro, palabra por palabra, y mucho menos de conseguir llegar al final del periódico sin terribles dolores de cabeza -en mi caso, a la portada, pues soy de esos que empiezan el periódico por detrás-. Por eso, sin hacer remilgos ni excluir a ninguna publicación que caiga en mis manos, si el título o las primeras líneas de un artículo no me terminan de atraer, leo en transversal. Exactamente como leería cualquier buen político una sección de opinión.

Leer en transversal, si tiene como objetivo cribar contenidos y evitar malos tragos morralleros, no es un acto infame y borreguero. Es necesario cuando lo que tienes delante ya no escribe para tí, te tutea sin conocerte y te trata como un imbécil al que le pueden hacer creer la sarta de gilipolleces a las que nos tienen acostumbrados. Y la prensa de hoy está claro que tiene poco contenido al que redimir. Por suerte, mi lectura informativa se limita al ámbito dominguero, el mismo en el que nos despertamos casi al mediodía, desayunamos mal y nos repantingamos en el sofá a la espera de cualquier chorrada capaz de entretenernos mientras terminamos de despertarnos del todo. Es justo entonces cuando llega el periódico, que aún conserva el olor a tinta de rotativo, y te decides a abrilo justo por su final. Porque comenzar mirándolo por su final y no por su principio es lo único que justifica la compra de un periódico.

Casi todos los periódicos, por no decir que todos, tienen lo mismo en su principio, cambiando solo su versión. Es como si se produjera un robo violento en una joyería y un periódico retratara la versión del cliente que se ha meado encima a causa del susto, otro la del dependiente que exige mayor seguridad en su local, y el último, la del ladrón que justifica el robo porque necesitaba el dinero porque si no el banco lo iba a deshauciar al día siguiente. Un mismo hecho, diferentes versiones y todas ellas falseadas. En este aspecto, los primeros tres cuartos de un periódico solo complacen a los lectores ideológicos, que compran el periódico que les dice exactamente lo que quieren oir. Algo así como los oficiales incapaces de aceptar que el joven Rostov huyó asustado de la batalla en Guerra y Paz porque prefieren pensar que retrocedió ante el decidido avance del enemigo. Una consecución de artículos vacíos y de cada vez más escasa calidad dirigidos únicamente a un rebaño de fieles que no quiere conocer ni pensar, tan solo justificar lo que quieren creer que se ha producido. Prensa fácil para una sociedad idiotizada.

Sin embargo, no todo es mediocridad, y ese periodismo lúcido, culto y veraz, si ha de aparecer, lo hace una vez llegamos al último cuarto de publicación, que generalmente reúne las páginas de cultura, algún suplemento interesante y algunos artículos y columnas sueltas firmadas por gente que se toma el arte de juntar letras en serio. En las grandes publicaciones la sección cultural se ha reducido a un puñado de grandes artículos meramente informativos y que no son capaces de apuntar nada que no supiéramos de antemano, y alguna columna locuaz que parece habérseles colado durante la maquetación y que debería estar impresa en las páginas de clasificados. Solo unos cuantos artículos pueden presumir de tener a la cultura como leitmotiv, y solo algunos periódicos logran que esas firmas pertenezcan al ámbito de un periodismo literario, que es el medio informal de expresión del genuino ambiente cultural de nuestros días.

Los que leemos Heraldo de Aragón aún podemos sentirnos afortunados dentro de la tragedia periodística. Como todo lo que concierne a Aragón, el auténtico periodismo sobrevive por sus propios medios, a base de rasmia y de imponerse por su calidad hasta crear escuela entre quienes buscamos algo más que morralla barata. Desde la columna de cierre de Irene Vallejo hasta la que se cuela, brillante, de Antón Castro entre las páginas de opinión, y desde los elocuentes artículos de Guillermo Fatás hasta los de Luis Alegre y Sergio del Molino en el suplemento Heraldo Domingo, pasando por Artes y Letras, Muévete Zgz 7D y los blogs de Ana Usieto, Chaco Morais y Mariano García. Pequeñas porciones de calidad que son el único acicate a que siga gastándome un dineral en periódicos de los que solo leo una porción ínfima pero que sigue justificando la existencia de prensa escrita.

No sé cuánto tiempo durará este breve idilio. Supongo que hasta que la prensa termine por unificar todo su contenido para dirigirlo a su público belenestebaniano y se olvide definitivamente de nosotros, los lectores que nos consideramos cultos. Mientras tanto, seguiré disfrutando como un gorrino en su lodazal con la lectura de todas esas magníficas personas que aún siguen manteniendo vivos los periódicos. Esas que siguen escribiendo de puta madre even in this longest days.