ALGO FALLA

Me lo comentaba hace un tiempo un amigo mientras tomábamos un café: si alguien quiere estudiar Filosofía, si de verdad quiere estudiar eso, que emigre, porque aquí solo hay postmodernos.

Al principio, evidentemente, no comprendí exactamente a qué se refería. Para mí, los llamados postmodernos no tenían ningún nombre ni denominación: eran simplemente la gente esa que estaba degradando el conocimiento y se lo estaba cargando, gente influida por los antañones sofistas griegos y los falsarios nihilistas, y a la que no le importaba hacer creer al gran público que lo absolutamente objetivo era relativo si así les interesaba. No me había percatado de que habían formado escuela, se habían consolidado en el ambiente cultural y llevaban tiempo minando tanto a la filosofía como a la ciencia. Cuando finalmente me explicó en qué estado se encontraban los estudios de Filosofía fue cuando llegé a darme cuenta de que los postmodernos habían invadido literalmente la facultad, imponiendo su visión relativista en todos los ámbitos salvo en las materias más difíciles de convertir. Ahora comenzaba a explicarme porqué nadie, ni siquiera los ámbitos culturales y académicos, eran capaces de enfrentarse a una degradación conceptual que nos está incapacitando cada vez con mayor brío a la hora de conocer la genuina realidad.

Ayer, en El País salió algo de ésto. Resulta que también es tendencia emocionarse con una película mientras todo el mundo bosteza ruidosamente en la sala, examinar hasta el último detalle de un Velázquez mientras el resto dormita en los bancos del museo o tararear lo último de Adele cuando el mundo se rinde ante el gran David Guetta. Eso es lo que, según Peter Robinson, son manifestaciones del “nuevo aburrido”.

¿Nuevo aburrido? Sí, lo han leído bien. Así aparece en el celebérrimo diario The Guardian y así debe de ser. Amén. Porque si lo dice The Guardian va a misa.

Demasiado acostumbrados al berreo musical, a performances que hacen sobresaltar a nuestros sentidos, a que las actrices de moda enseñen una teta incluso en las escenas más ridículas o a que toda serie de época se convierta en una nueva Águila Roja, ha nacido lo tedioso, lo que a nadie se le ocurriría ir a ver, leer o escuchar, y va y nos jode la fiesta. Nos invade el negocio. Ahora llega una tipa con un piano cantando una balada y jubila a Lady Gaga. Ahora lo que mola es seguir Downtown Abbey, ver películas castizas en blanco y negro y sin sonido, escuchar a Pablo Alborán y rescatar todos los jerséis raídos que tengamos a mano para exibirlos ante el público mientras hacemos nubecitas con nuestra pipa. Lo que hasta 2011 eran expresiones culturales de segunda, incapaces de atraer la atención de un público asimilado por un mecanismo de difusión cultural empobrecido y monetizado, ahora son las formas preferidas, las deseadas, lo que la gente busca en las tiendas.

Los críticos anglosajones señalan como causante de este cambio de preferencias el excesivo boom de la música de baile, que desprovisto de todo sentimiento ha invadido nuestra música desde hace unos cuantos meses. Pero se equivocan. En España, antes del boom de la música de baile, ya triunfaron en contra de toda estadística comercial series como La Señora, fieles a una época y de gran carga sentimental. Tras la serie, nuestra televisión ha comenzado a producir ficciones más fieles a la realidad, más auténticas, con cuyos personajes nos podamos sentir identificados y con los que podamos ser nosotros mismos. Porque ese es el auténtico problema: estamos hartos del puñetero nihilismo, de ver cómo los personajes hacen el amor sin ni siquiera mirarse a los ojos, de escuchar canciones que nos dicen las mismas sandeces una y otra vez. Estamos hasta el gorro de una sociedad y una industria cultural que se esfuerza en limitar nuestra existencia, en despojarnos de toda humanidad, en convertirnos en entes sombríos incapaces de sentir y de existir en toda nuestra esencia. Lo que está sucediendo no es una moda ni una tendencia ni una corriente cultural. Es un retorno desesperado a la realidad de la que nunca deberíamos habernos despegado. Es una búsqueda del sentimentalismo perdido en el momento en que tuvimos miedo de vivir, de sufrir al amar, de sentirnos desamparados. Necesitamos amar y que nos amen, y es precisamente de esto de lo que carecen nuestros productos culturales.

Lo curioso es que pese a lo evidente de la situación, nadie sea capaz de reconocer la realidad. Se le achaca a un exceso del mismo tipo de música o incluso a un resurgimiento de la tendencia vintage, pero siempre asociada a un movimiento cultural, a una reacción enmarcada dentro de la oferta y la demanda y dentro de lo que la mal llamada industria cultural nos tiene acostumbrados. Sin embargo, se trata de una necesidad hoy más urgente que nunca. El cine ya no suele hablar de la vida, sino de una visión muy pobre de la misma; la música y la poesía, que antes eran el feudo del sentimiento, han terminado por sucumbir al materialismo más atroz, concibiéndose al poeta sentimental como una antigualla aburrida concebida para adormilar al personal. Incluso la literatura comienza a verse contaminada por libros inexpresivos que imponen tesis vacías al relato que narran. Ansiamos todo aquello que hable de lo que somos y de la vida que vivimos y de lo que sentimos, y no de la versión de la realidad que quieren que nos creamos.

Pero aún así, seguimos poniendo etiquetas e inventándonos denominaciones imbéciles como lo del nuevo aburrido. ¿Qué es aburrido en todo ésto? ¿Qué tiene de malo o de bueno emocionarse con Someone like you o comentar, eufórico, el gran descubrimiento que ha resultado El árbol de la vida? ¿Alguien se ha parado a pensar que lo aburrido o lo gracioso es simplemente una concepción nuestra y no un atributo de las cosas?

La pregunta no debería limitarse a cuestionarse porqué y cómo consigue triunfar la naturalidad en un ambiente que hace las mil virguerías para llevarse al público al bolsillo, sino también a pensar para quiénes resultan un coñazo las canciones de Adele y los capítulos de Gran Hotel o, mejor dicho, a quiénes les interesa que resulten un coñazo unas piezas capaces de llegar a lo más íntimo de cada persona.

Mientras tanto, seguiremos sufriendo la insidia postmoderna soportando que un nuevo concepto ridículo más acabe siendo la excusa perfecta para sacarse de la manga una tendencia de lo más lucrativa. Y todo porque lo que dice The Guardian, sea lo que sea, en España es tendencia y va a misa.

LA FIEBRE DEL TRAJE

Una vez escribí, hace tanto que ya casi ni me acuerdo, un artículo en mi anterior garito bloguero que versaba sobre un cambio fundamental y no necesariamente positivo en la política y sociedad actuales. Siguiendo ese celebérrimo patrón histórico que bautiza a buena parte de los políticos españoles del siglo XIX como “político-militares”, por ser miembros castrenses que creyéndose salvadores de la nación emprenden su carrera política a base de pronunciamientos y golpes de Estado; yo hice lo propio nombrando a los nuestros, los del XXI, “político-moralistas”.

La mayoría de los políticos actuales parecen caricaturas nietzscheanas que auténticos defensores del Bien y la Verdad. Se creen, al igual que se creían sus tocayos de otrora salvadores de las formas hispanas, salvadores de la moralidad que interesa defender para los tiempos que corren. Una especie de ejército mesiánico dispuesto a adoctrinar, vara en mano (o código penal en mano), según su visión relativista, zafia y no precisamente muy veraz a la descarriada muchedumbre que no sabe hacer la “o” con un canuto. Esto último se da por descontado. Llegan, juzgan según la versión social que hoy se acepta e independientemente de que lo que prediquen sea bueno o dañino en realidad, y sin más titubeos, se pronuncian y pronuncian nuevas normas, fútiles y ridículas, que no solo no frenan el problema que pudiera existir, sino que además generan más caos y oposición.

Al tanto de todo esto, se quejaba el otro día un diario gratuito de que nuestros libros de preceptos andan sobrecargados de leyes y que esto se parece más a una dictadura que al montaje democrático al que estamos acostumbrados. Algunas de las normas que denunciaban animaban a coger la maleta y nacionalizarse francés, como han hecho otros muchos antes de nosotros y no precisamente por no poder comer en este país. Casi todas las ridiculeces posibles que puedan imaginar las legislan, o lo que narices sea, ayuntamientos y diputaciones de todos los rincones de la ibérica península, sin exceptuar prado virgen o municipio ácrata. Abunda la chulería en esta nación de chulos históricos y más hoy en día, que con la excusa de una supuesta sociedad mejor se convence a la actualmente más plebe que nunca para que respalden horrores inimaginables.

El asunto es que no solo queda dificultado pensar (lo que ya es una desgracia) y poder decir sin la inquisición de los demás lo que uno va conociendo, sino que además debemos pensar todos igual y hacer caso a la horda política que ahora parece ser nuestra nueva guía moral, o lo que sea que prediquen. Los discursos, obviamente despojados de toda intención justa y “moral”, y puestos en función del interés de quienes los recitan,  pretenden reforzar, como digo, esa visión genuinamente falsa y alejada de la verdad que quiere la sociedad que aceptemos y acojamos. Esto en un principio no parece demasiado problema por aquello de que se limita al discurso momentáneo o al anuncio de treinta y cinco segundos correspondiente emitido en hora punta y que, por lo general, representa una realidad tan forzada y artificial que apenas se la cree nadie tan cual viene de fábrica. El mal, sin embargo, comienza cuando esa falta de pensamiento y de veracidad intoxica las vías de expresión cultural.

Sergio del Molino explica muy bien en un artículo publicado recientemente esa contaminación pueril y destructiva en un ámbito tan sagrado como la literatura, que tanto ha ayudado a la humanidad a comprender y a mirar más allá de lo concebido en cada momento de la Historia. Solo hace falta leer las tragedias griegas, donde casi siempre el héroe justo se enfrenta a la sociedad injusta y cainita; el Cantar del Mío Cid, el Quijote o “Hadjí Murat”, de Tolstoi, para comprender de lo que se habla.

La literatura, la auténtica literatura, no puede estar desprovista de un sentido, al igual que nada de lo que existe está desprovisto de él. Si revisan cualquiera de las obras principales de la literatura universal podrán comprobar que cuando se terminan de leer nos ha quedado un mensaje más o menos claro. Las novelas de hoy en día, todas, también lo tienen. La diferencia entre la literatura que es literatura y la que solo es una aberración que nos viene a decir lo que queremos oir (o lo que quieren que oigamos) es la manera en que el autor pone en manifiesto la tesis en su texto. En nuestros días, tiempos demasiado lucrados para el explendor de una gran masa de geniales escritores, no se suelen escribir novelas, sino cuentos adaptados de los hermanos Grimm a la vida moderna. Se parte de una tesis, que generalmente es la aceptada por esta hipócrita sociedad, y se configura la novela de forma que constantemente se exprese la idea de esa tesis, en cada marco, en cada personaje, en cada beso, disparo o escena de cama. El resultado es una novela que haría llorar a la horda del nuevo moralismo del interés pero que es un auténtico bodrio intragable. Toda esa secuencia de escenas forzadas configuran unos personajes difíciles de creer y de sentir porque es también dificil que existan o que pudieran existir, y en su conjunto, la novela, que supuestamente habla de realidad, es un mundo amorfo, desfigurado y alejado de la verdad que existe. Además de que esa reiteración, mejor o peor encubierta por la trama, termina por agotar la paciencia y el conocimiento del lector, que sale hasta las narices de la cosa en papel que se ha comprado. Ganarán premios y se recibirán subvenciones, pero nunca podrán ser recordadas porque no han hecho ver nada ni han ayudado a solucionar nada. Son homilías largas que el lector escucha y cuando termina el libro, olvida y sigue son su vida diaria.

En la auténtica literatura, por contra, se llega a la tesis. Sí, los miedos y complejos que abundan hoy. Se parte de la realidad, con unos personajes inventados pero que resultan absolutamente veraces, y se avanza en ella hasta que la novela se acaba. El escritor no pretende sobrecargar el texto con un mensaje para el lector, sino que el mensaje suele ir implícito en la trama. Esta literatura es la que atrapa, la que introduce al lector como un elemento más de la narración, que es quien comprende lo que sucede, y lo hace cómplice de una realidad que podrá comparar según vaya acumulando vivencias. Aquí no se le trata de inculcar nada al lector, no lo trata como un niño o un ciudadano al que convencer ante las próximas primarias, sino de harcerle comprender, a lo sumo, la situación real descrita en la obra. Por supuesto, relatar la realidad implica no limitarla a una visión del mundo determinada. Aquí pueden salir cosas que no nos gusten o que nos inquieten y nos hagan replantearnos la realidad. Ésta es la auténtica magia de la literatura y lo que hace grande a un libro. Cuando el propio escritor (y, por supuesto, el lector), según van redescubriendo esa realidad plasmada a través de las letras que componen la novela, se ve obligado a parar y reflexionar para intentar conocer qué es lo que se está retratando, se está comprendiendo y conociendo, se está llegado al verdadero objeto de la literatura.

La literatura siempre ha sido un vehículo para sentir y para conocer, en definitiva. Para ayudar comprender, que es lo que hace avanzar a la humanidad, por encima de leyes y discursos banales que solo consiguen atemorizar un día para decaer en el caos el siguiente. Una literatura que hace “ver” se recuerda, porque ha ayudado a reflexionar al ser, ha dejado “poso” en él. Esa grandeza es la que hace que el escritor y su obra pasen a la posteridad y siglos después de su publicación sea leída y releída con total devoción.

El mal que azota de lleno a buena parte de la narrativa también está corrompiendo otros géneros. Por ejemplo, el de la poesía, donde apenas se hacen versos que hablen sobre la auténtica vida y realidad y no la farsa que nos venden, llena de materialismo, inexistencia y sexo. O el del ensayo, que viene a ser una retórica moderna que se refunda en el discurso político y en las convenciones que todos conocemos aunque sea por el bombardeo mediático al que estamos sometidos, sin aportar nada nuevo ni nada real.

Las llamadas “artes escénicas” tampoco se libran de la lacra. Ya no aparecen obras de teatro que abran la mente de sus espectadores. Parece que hemos vuelto a la arcaica y despótica época de los divos donde solo se hacen obras que agraden al público a la vez que lo hipnoticen. El cine, que debería recoger el testigo del teatro crítico, se ha convertido en un fiel servidor de la sociedad que lo mantiene. La literatura y el cine tienen en común que en ambas muestran a un receptor una realidad que tiene que comprender. El cine se degrada, al igual que la literatura, cuando se convierte en un instrumento hipnótico y reiterativo, pesado y hasta aberrante. Una película que adapta la supuesta realidad que pretende transmitir a una visión del mundo determinada pasa de ser cine a ser bodrio en imágenes. Podrían transmitir el mismo mensaje sin forzar la trama, sin hacerla inviable y sin acelerar o situar en el absurdo el filme entero. Pero para eso, hay que ser osado, despojarse del miedo a encontrar algo diferente a lo que se pretendía mostrar y acarrear las consecuencias de ellos. Y a este mundo apenas le quedan juanes sin miedo.

Con la filosofía, si me apuran, pasa exactamente ibídem. La que debería ayudar a conocer y comprender a la humanidad entera se limita cada vez con mayor brío y osadía a beber de los grandes filósofos antiguos, a elegir y creer la teoría que más gusta cada uno y a ponerla en función de la visión de hoy. Poco más que esto. El problema es que eso no es conocer ni buscar la verdad, por lo que una filosofía que se aleja del amor al conocimiento deja de ser precisamente ésto, filosofía. Las ciencias también se han dogmatizado y también se reorientan en torno a doctrinas no necesariamente ciertas pero que son asumidas y difundidas como tales.

Precisamente Sergio, en un artículo anterior hablaba del estancamiento de las ciencias y de que apenas pueden resurgir grandes investigadores porque el propia comunidad científica le podría trabas y negaría sus trabajos y conclusiones por el simple hecho de no palmotear la versión aceptan y defienden.

La falta de reflexión, que a la postre es la falta de pensamiento lleva a todo esto. Hemos estudiado, casi todos sabemos leer y escribir, pero a cambio de esto se nos está impidiendo pensar aturdiéndonos con tanta tontería e idiotez social. ¿Para qué sirve ser “más inteligentes que antaño”, como lo define Sergio, si apenas se piensa? ¿Para qué narices sirve todo este paripé si no somos capaces de discernir la realidad y nos quedamos en la versión falsa que le interesa hacer creer a unos poquitos?

Para estancarnos en la idiotez mutua y asentarnos en una sociedad cada vez peor.

Fallece Labordeta, el símbolo más humano de Aragón

Una y media de la mañana. Para muchos de ustedes este momento del día no significa demasiado. Sin embargo, ese horario, ese anguloso movimiento de las saetas de cualquier reloj ha marcado, trágicamente, un antes y un después en la historia contemporánea de España y de Aragón.
A esa hora, a la una y media del 19 de Septiembre moría el gran símbolo de Aragón, un luchador indomable que dió la cara por esta parcela de nuestro extenso mundo. En el Miguel Servet de Zaragoza, donde estaba hospitalizado desde hacía unos días al empeorar su salud.
Durante meses, Labordeta ha estado postrado en su casa a causa de un cáncer, su último enemigo, librando sus últimas batallas.
José Antonio, siempre luchador ha muerto peleando, contra su cruel enfermedad a los 75 años de edad. Con su muerte, Aragón pierde su emblema. Pierde su voz. Pierde parte de su ser. Luchó con soltura y sin miramientos contra la hipocresía y la opresión, tanto de España como de Aragón. Para ello utilizó sus mejores y más humanas armas: la música, la palabra y la poesía. Incansable defensor de la nación aragonesa, nació el 10 de marzo de 1935 en la capital de Aragón, en Zaragoza. Estudió en el Colegio Alemán y en la escuela familiar, continuando sus estudios en la Universidad de Zaragoza, licenciándose en Filosofía y Letras.
En los años sesenta comenzó su andadura musical como cantautor, a la par que se inició en el mundo de la docencia, siendo profesor de Geografía, Historia y Arte.
A su primer álbum, Cantar y callar, le siguen muchos otros, todos ellos caracterizados por la vinculación de sus letras a Aragón, la melancolía con que hacía referencia a su tierra y el contenido esperanzador de algunas de sus canciones, como su celebérrimo Canto a la libertad, considerado por muchos el verdadero himno de Aragón.
José Antonio siempre fue una persona intelectualmente activa, ampliando sus horizontes hacia el mundo de las letras. En 1959 publicó Sucede el pensamiento, uno de sus muchos libros de poemas. También probó el dulce sabor de la novela con Cada cual aprenda su juego (1974) o Banderas Rotas (2001). Publicó hasta el último momento, reflejándose en obras como por ejemplo Memoras de un beduíno en el Congreso de los Diputados (2009).
También expuso sus ideas en abierto, creando en los años cincuenta la revista Orejudín y más adelante, junto con otros colaboradores el diario Andalán, con el que se opuso al régimen franquista e inauguró la transición aragonesa. Hasta sus últimos días estuvo colaborando de columnista en el periódico Público y publicando sus últimos poemas en su blog.
A partir de los años setenta se configuró como el símbolo vivo de la nación aragonesa, defendiéndola hasta su muerte.
Con su programa en TVE Un país en la mochila, donde daba a conocer la verdadera esencia del país nació su faceta de presentador.
Su personalidad política nace tras la muerte de Franco, concretamente en 1976, participando en la creación del Partido Socialista de Aragón. Fiel a sus ideas de libertad, llegando a catalogarse un “anarco-burgués”, se presentó al Senado con IU. Sin embargo su etapa política más notable fue al presentarse con Chunta Aragonesista (CHA) al Congreso de los Diputados donde representó a este partido durante ocho años (2000-2008). Allí no dejó de pelear por un Aragón (casi) olvidado, consiguiendo algunos progresos para la región pese a tener únicamente un escaño, algo que apenas le daba poder. Uno de sus numerosos enfrentamientos en la cámara fue el famoso “a la mierda” que “dedicó” al Partido Popular y con el que vibró todo Aragón. En 2006 se le diagnosticó un terrible cáncer de próstata, enfermedad que no le impidió continuar defendiendo su lugar de origen.
Gran persona, fiel a su identidad, directa y luchadora; términos que han caracterizado toda su existencia y que ahora, para el dolor de todos los aragoneses pasan al recuerdo.

Su agitada vida ha terminado efímeramente este 19 de Septiembre de 2010, habiendo recibido, además, títulos como La Orden de Saurí, La Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo, Doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza y la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X El Sabio, esta última otorgada en su casa por el Gobierno de España el seis de Septiembre de 2010.
Su última gran aparición en público fue como pregonero de las Fiestas del Pilar de 2009 en la que recordó la historia aragonesa y zaragozana y en la que instó a sentirse orgulloso de ser aragonés.

Todo Aragón, toda España, todo el Mundo estamos de luto. Hoy perdemos al gran símbolo contemporáneo de Aragón. Hoy Aragón pierde una parte de su ser. Hoy Aragón llora, melancólico a este gran hombre. Request in peace.

NOTA: el lugar donde se pondrá la Capilla Ardiente será en el Palacio de la Aljafería, en las Cortes de Aragón a las 18:00 h.A título póstumo se le va a conceder la Medalla de Aragón.



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