LOS DIOSES SIEMPRE RÍEN

De entre todas las conversaciones que Tiziano Terzani mantuvo con su hijo Folco en un pueblo perdido de Italia antes de su inevitable muerte y que han sido recogidas en la necesaria e inestimable obra El fin es mi principio, hay una que destaca sobre todas las demás. En ella, después de un rato de conversación Folco, preocupado, pregunta a su padre qué hacer ante el terror producido por la presencia de alguien siniestro o poderoso. Tiziano, sin inmutarse, se recuesta en su gompa y le responde:

-Imagínatelo cagando.

Parece que en Occidente nos tomamos demasiado en serio las cosas. Tanto, que a pesar de que han pasado unas cuantas semanas de silencio desde que algunas gacetas humorísticas volvieron a la carga utilizando al Islam como objeto de sus caricaturas, aún siguen apareciendo artículos como el que firma Daniel Gascón en Letras Libres intentando acotar un suceso que debería estar asumido y resuelto desde hace décadas o siglos. Hablo en siglos porque el tira y afloja en torno a la libertad de expresión lleva produciéndose desde que la humanidad es humanidad, y en un sentido ampliado, grotesco y periodístico, desde los siglos XVIII y XIX, con el nacimiento de la prensa moderna y su difusión cada vez más amplia.

Todos sabemos -y esto es innegable: quien lo niegue miente- que la libertad de expresión es utilizada como una excusa demasiado amplia como para dirigir ataques y escudarlos en ella. Es una bonita trampa: en una sociedad que sigue sin comprender las cosas, que su máximo avance ha sido hablar de derechos (¡cuidado, no de Justicia!) y que, en realidad, esa incomprensión le conduce a intentar una y otra vez imponer unas cosas sobre las otras, bajo el paraguas de la libertad de expresión se puede insultar o hacer daño a alguien zafándose, además, de las evidentes protestas del agredido, que quedará ante todos como un fundamentalista y un censor. Y cuando los argumentos del agredido, más o menos justos que los del agresor, comienzan a corroer el montaje de la libertad de expresión, entonces siempre se responde lo mismo: chico, que poco sentido del humor tienes.

El humor es la excusa perfecta, el excalibur que todo el mundo quisiera tener. ¿Quién puede alegar algo ante el argumento del humor? El insulto se fundamenta en la miseria de la imposición y en las convenciones que le dan sentido. El humor es algo natural e imprescindible, un hermoso camino que puede conducir justamente a lo contrario, a la hermandad. El humor, empleado por el sofista, es un arma arrojadiza muy eficaz ante quienes actúan igualmente bajo las mismas convenciones que el primero. Ante el argumento del humor, el ofendido solo puede bajar la cabeza porque ha delatado su injustificado enfado, y de esta manera la injusticia del primero queda cubierta con el fuera de juego del segundo.

No es una cuestión de legislación y Estado, como apunta Daniel Gascón, sino de Justicia y realidad. La libertad de expresión no es algo que se pueda admitir, regular o aceptar, sino es una consecuencia directa de nuestra realidad humana y, por tanto, corresponde siempre. Que un Estado la admita o no nunca supone un impedimento a su presencia, sino una persecución de la misma. En otras palabras: quizás pueda controlarse que se hable en alto a un gran público, pero se seguirá hablando en voz baja con unos y con otros ante la impotencia del opresor. Nadie puede impedir algo que solo depende de nosotros mismos y que es justo. Pero la expresión, convertida en libertad, supone poner candados a las ventanas. Es una manera de intentar controlar lo incontrolable, haciendo creer que algo propio de nuestra existencia depende de la aprobación de un congreso o de la bondad o maldad de una religión o de un gobierno determinado. La libertad de expresión es la degradación y el entierro de la propia expresión, una falsa ilusión de defender algo cuya defensa es inexpugnable y de limitarla a conveniencia. En Occidente, a pesar de haber sido testigos de la época de las luces y su defensa de la justicia, la libertad de expresión también está regulada y limitada. No se pueden decir según qué cosas. Los periódicos censuran, las revistas eligen la temática de sus artículos y se persigue a quienes dicen aquello que nadie quiere escuchar o que se encubre. La censura es una actividad con la que lidiamos y que asumimos todos los días: desde la abuela que reprocha el lloro del niño, por parecer afeminado; hasta el artículo que es rechazado no por su baja calidad o por las incoherencias que contiene, sino por la temática en la cual se fundamenta. Occidente, como cualquier otra región del mundo, sigue comportándose de una manera inquisidora y aséptica, tomándose en serio lo que en serio se dice y lo que no, y en demasiadas ocasiones en viceversa.

Hay un puente que no puede obviarse en todo este asunto, y es la intención. La intención siempre queda encubierta y enterrada cuando no interesa que se perciba, pero es un elemento tan evidente como las propias palabras que la albergan. Existe una diferencia insalvable entre una caricatura sobre una cosa, que pretende destacar irónicamente y con humor algún aspecto de esa misma cosa, y otra que, de alguna manera, busca ridiculizar a la cosa en sí misma. Lo primero es interesante e incluso sano. Son críticas sutiles lanzadas con ingenio sin un mal fondo de por medio. Lo segundo es una forma de humillar por el simple hecho de la existencia de esa intención, cuya presencia queda bien reflejada en un caso o en otro. El Occidente actual tampoco debería ocultar durante más tiempo con la hipocresía con que lo hace que, en realidad, le gustaría que no existieran religiones, ni filosofía ni pensamiento. Son un estorbo para su alienamiento materialista. Hablar de la realidad, pensar, implica sentir y ser nosotros mismos, comprender y avanzar, mirar hacia adelante. Limitar esta realidad y hacerla converger en la miseria social es una manera de estrangular a la humanidad en sí misma y sumirla en un abismo del que es muy difícil salir. Con la debacle filosófica y su fragmentación gnoseológica, el único púgil que queda en el camino con la suficiente potencia como para frenar el caos que ya padecemos son las religiones, con el handicap añadido de todas las mentiras y prejuicios que llevan arrastrando durante siglos. Pero las religiones son púgiles viejos y cansados que se encuentran demasiado minados por la propia sociedad que ahora las empuja al abismo como para mantener la posición. No se duda en recordar la injusticia albergada en su seno como uno más de los cientos de argumentos falaces que se dirigen contra ellas. En el caso del cristianismo, que es la religión que nos afecta más directamente, nadie duda en señalarla cuando salen a la luz casos de pederastia o de niños robados. Sin embargo, se olvida mencionar muchas veces detalles esenciales. Por ejemplo, que sin la aprobación de un médico no se puede autorizar un parte de defunción. O que, sin la mirada a un lado del político de turno ante el soborno de monseñor, esas vejaciones que tanto nos escandalizan difícilmente hubieran podido mantenerse con la efusividad que en muchos casos se produjeron. También, por qué no decirlo, que no solo en abadías y colegios de curas se ha abusado y se abusa de niños, o que los robos de bebés o las palizas indiscriminadas en reclusorios no sólo han afectado y afectan a enclaves con afinidad religiosa. De hecho, la proporción es idéntica en unos y otros, si salvamos diferencias obvias relacionadas con la Historia y la confesión (o su ausencia) de cada país. ¿Este hecho, tan asqueroso como el primero, acaso justifica el inicial? Ni siquiera debería tener que adelantarme con esta pregunta ni con la evidente respuesta negativa, ya que no estamos hablando del daño causado por unos y por otros, sino de la acusación de unos y el violento silencio ante los otros. Porque los otros son de los nuestros y los unos, nos sobran.

Occidente se jacta de otro sofisma más nauseabundo aún: convertir la libertad en la inmunda rapiña. Nos dicen: sé libre comprando, sé libre robando, sé libre no siendo libre, o sea, no siendo tú mismo, sometiéndote a la censura de los demás, repudiando la verdad de las cosas y viviendo en la mentira. Sé libre siendo nihilista e imponiendo sobre las demás cosas. Occidente, en pro de esa libertad que no es tal, afirma ser aconfesional, pero su dogma es precisamente el laicismo que predica. El laicismo teórico habla de respeto, mientras que el práctico, el que se observa diariamente, dice justo lo contrario. Desde hace un par de años, grupos laicos se han jurado estorbar el acto religioso del Jueves Santo que rememora la pasión y muerte de Jesús de Nazaret en el Gólgota, convocando procesiones dispares y ridículas que buscan a ojos vista el enfrentamiento con los pacíficos oferentes. No hay más que estudiar el recorrido tradicional de una y el elegido por la otra para encontrar puntos comunes donde ambas se encuentran. ¿Cómo podemos seguir escribiendo en revistas serias alegatos que defiendan, bajo el coladero de la libertad de expresión, acciones de este tipo? ¿Por qué los cristianos que lo deseen no pueden llevar a cabo sus rituales de la misma manera que los laicos realizan sus actividades en la calle? ¿Cuál es el motivo, justo e inapelable, que conduce a elegir el Jueves Santo, día de máxima exaltación cristiana, para llevar a cabo una procesión paralela llena de símbolos procaces, ruido, molestia y esperpento? No existe tal motivo porque ni siquiera existe tal actividad laica. Es más, el propio laicismo que, como digo, habla de respeto y aconfesionalidad, imposibilita dotar de sentido a esta clase de actividades, completamente grotescas. Ni qué hablar de la exhibición de estos mismos grupos cuando se celebraron las Jornadas Mundiales de la Juventud, durante las cuales se persiguió literalmente a los participantes lanzándoles condones al rostro, insultándoles por pertenecer a una religión y rodeándoles para impedir que se movieran y asistieran a los actos. ¿Qué clase de proceder es éste, además de la risa que produce que se utilice el preservativo como arma anticristiana cuando todo el mundo sabe que, encíclicas papales aparte, la propia Iglesia lo recomienda en su seno?

Como con el cristianismo, la persecución contra las religiones continúa con otras más exóticas y, en principio, más alejadas del alcance occidental. Las caricaturas y el vídeo que han conducido a esta inaceptable espiral de violencia poseen, en su germen, una intención patente de persecución contra las creencias religiosas que, vuelvo a repetir, no puede ser negada por su rigurosa evidencia. Buscan asestar un golpe, no reirnos los unos con los otros. Y no se puede, ahora que se ha lanzado la piedra y nos han visto tirarla contra la ventana, esconder la mano y disimular la intención.

Quizás, y es un quizás completamente suprimible, al mundo árabe le haga falta humor, pero como al resto del mundo, a nosotros también nos hace falta como agua de mayo. Solo es necesario abrir un periódico y comprobar lo repleto que se encuentra de noticias fútiles y de temores infundados ante señores con traje y corbata a quienes únicamente les hace falta un buen activia. Para que nos los imaginemos cagando y, como Terzani y como Dios, poder reirnos un rato de nuestras propias y tontas miserias. Es ésto, o viajar.

FINES CON PRINCIPIO

Había prometido hacer una pequeña crítica literaria sin acabar en un spoiler de un libro muy especial, cuya recomendación me llegó de la mano de unos amigos. He sido fiel a mi palabra y a mi condición de lector pausado y aquí me tienen, conteniéndome en lo más hondo para no hacer el spoiler correspondiente y hacerles llegar una minucia que les anime a leer y no les provoque justamente lo contrario. Porque el libro, antes ya de abrirlo, va de eso, de contrarios. O de supuestos contrarios.

El fin es mi principio reúne las memorias póstumas del periodista y escritor Tiziano Terzani, que ya había publicado otros textos interesantes como Un altro giro di giostra o Un indovino mi disse, ambos centrados en la temática humanística y el valor de la política para las sociedades occidentalizadas. En El fin es mi principio, Terzani abandona su labor periodística para centrarse en algo más profundo, más costoso y también más puro: la historia de su propia vida.

Supongo que habrá gente que se preguntará qué tiene de especial la vida de un tipo del que ni siquiera han oido hablar y que ni siquiera tiene un best-seller acaparando los mejores stand de venta de los grandes almacenes en estos momentos. Nada. Absolutamente nada. Lo que otorga un sentido al libro es precisamente la cotidianeidad, la presentación de la vida tal cual es, despojada de valoraciones inútiles y del dinamismo acosador de las sociedades modernas. El fin es mi principio es una confesión, un buen análisis de una vida en la que el propio autor, enfermo de cáncer y consciente de que su vida terrena toca a su fin, decide reunir a sus hijos y narrarles con tranquilidad las viscisitudes de sus vivencias por los confines del mundo y la experiencia personal que ha acumulado a lo largo de todo ese tiempo.

Las memorias comienzan, precisamente, en la Italia de su infancia, una Italia rota que aún sufre los estragos de la guerra y que comienza a recuperarse lentamente siguiendo fielmente los dictámenes políticos de los países aliados que controlan la democratización de la nación. En ese estrombótico marco de cambios políticos comienza la existencia del niño Tiziano, narrada inteligentemente en dos estilos entremezclados entre sí que dotan de una gran profundidad al relato: los recuerdos y el análisis reflexivo. En realidad, toda la novela alterna estos dos estilos aderezados, además, con el componente del presente, intermedios que parecen constituir un relleno adorable en el contexto global de las memorias pero que resultan una parte esencial de las mismas, unos puentes existenciales que permiten la unificación entre el recuerdo y el relato, entre el pasado que se narra y el presente que obliga a llevar a cabo esa narración y que la justifica. Es esa combinación perfecta y audaz entre tiempo, recuerdo y análisis la que dota de grandeza narrativa a la novela, que es capaz de presentar la realidad tal cual es, en toda su dimensión y sin limitación alguna.

Precisamente el mensaje fundamental de la narración es vivir la vida con intensidad, no mediante el convencionalizado y ridículo carpe díem, sino siendo uno mismo y sintiéndose siempre parte íntegra del Cosmos. El fin es mi principio es una llamada a la vida incondicional, una búsqueda inquietante de la esencia de la vida. El libro incluye, en ese testimonio de búsqueda, un reflejo único de la Historia del siglo XX, con todas sus guerras, sus injurias e intrigas de camarín contadas a través de los años que el periodista pasó viviendo en Asia y Norteamérica. En el fondo, una de las mayores experiencias de Terzani es la inutilidad de la guerra para resolver el problema de la guerra. Como esta reflexión, en la que desnuda la revolución advirtiendo de su sinsentido:

Es inútil haber perdido millones de personas, tantos millares de cabezas cortadas, gente decapitada en la calle, masacrada, para crear una sociedad que es como la capitalista de Taiwan (habla de China). Ah, no, si hubieran estado los nacionalistas en el poder, lo habrían hecho mejor, con la ayuda norteamericana y la atractiva esposa de Chiang Kai-Shek en la televisión, todos muy competentes. Tú mira la Historia. Si en 1949 hubieran ganado los nacionalistas en lugar de Mao, hoy tendríamos la nueva Shanghai. Y exáctamente eso es lo que tenemos.

Entonces, ¿para qué sirven estas revoluciones? Todos esos auténticos sacrificios que muchos han hecho con gran honestidad, ¿para qué sirven? Si hubiesen ganado los otros, China hubiera sufrido mucho menos y de todas formas se hubiera convertido en lo que es hoy, y quizás antes.

Lo mismo puede decirse de Vietnam, si hubiera vencido Thieu en lugar de los comunistas. ¿Qué hacen actualmente los comunistas vietnamitas? Saigón es una ciudad occidental con todo lo peor de Occidente: los burdeles, el interés, los ricos y los pobres, la explotación. ¿Se hizo la revolución para eso? Todos los que se daban dos vueltas al cinto en torno a la cintura porque solo comían un puñado de arroz, ¿lo hicieron para eso? Y si la revolución bolchevique hubiese fracasado, por la intervención europea o porque las tropas del zar hubieran resistido el ataque de los revolucionarios, poco a poco Rusia se hubiera modernizado bajo la influencia de Europa, ¿no? Habrían vencido los otros y actualmente la situación sería mejor. Entonces, ¿qué?

Y luego lo juntas todo, incluyes también al Che, su contraposición a Castro…¡Cuántos muertos han costado esas revoluciones! ¡Cuántos sufrimientos, cuántas torturas! ¿Y cuál ha sido el resultado? Siempre el mismo. Igual.

Terzani pretende ir más allá de lo aparente. Durante su vida comprendió que la política y su instrumento agitador, la revolución, no consiguen que el mundo avance, porque lo que hace avanzar al mundo no es la sociedad, sino el propio ser humano. Y ese bucle de horror condenado al no avance es la esencia de una Historia estancada. Un contramarxismo que viene bien para replantearnos la concepción que poseemos de la Historia justo en una época en que aún nos intentan vender la cuestión ideológica como falsa solución a problemas que nada tienen que ver con la ideología.

El objetivo último del libro es hacer pensar. Y Terzani lo consigue estupendamente. Logra que el relato atrape, a un paso entre la curiosidad y la proximidad de la vivencia, y además emplea el recurso del diálogo, sostenido con su hijo Folco, que consigue una fluidez y una naturalidad inmejorables. El fin es mi principio es un reflejo de nuestra historia y de nuestro presente, de la realidad humana y del lugar que ocupamos en el cosmos. Sus viajes espirituales al Himalaya contrapuestos con su amor político, la China posmaoísta. El Japón terriblemente occidentalizado frente al Occidente despótico. Una oda a una diversidad que cada día está siendo más y más extrangulada.

¿Qué quieren que les diga? El libro me ha gustado muchísimo. Es capaz de transmitir un pensamiento y una verdad de una forma coloquial y directa, sin términos abusivos y sin la complejidad del filósofo. Una herramienta esencial para comenzar a mirar la realidad con nuestros porpios ojos y no como quieren que la miremos. Un libro dirigido a personas de todas las edades cuyo único y reiterado mensaje es el mismo: sé tú mismo y busca la Verdad.

Un testamento vitalista que anima a mirar siempre hacia delante y cuyo mensaje no es otro que existir.