FOTOS DE FAMILIA

Compro postales, creo que alguna vez ya lo he comentado en este pequeño foro que mantengo como blog. Frecuentemente, si tengo tiempo, recorro mercadillos de lo antiguo y muestras donde se ejerce el trapicheo y la custodia feroz de los objetos, cientos de evidencias de un tiempo que murió para renacer en nuestro ahora y que guardan como testigos el testimonio de tantas personas, tantas historias íntimas y tantas lágrimas y sonrisas acumuladas en los retales del tiempo que es absolutamente imposible quedar indiferente ante ello, tratándolos como objetos de valor sin preguntarse qué ha habido más allá; quién ha escrito esas líneas, cómo era esa persona, cuáles eran sus circunstancias y cuál sería el destino de todo aquello, dónde terminarían las promesas de amor enviadas desde kilómetros de distancia o los abrazos rotos por la distancia, donde se funden imaginación y realidad, entrega y abandono.

¿Dónde converge la vida, cada una de las cosas que existen, cómo terminó cada una de esas relaciones infranqueables y poderosas? ¿Quién no está seguro de la fortaleza de uno mismo y de las cosas que le rodean cuando escribe promesas al viento y a la merced de los mares que ha de atravesar la carta que las contiene? ¿Dónde acaba la certeza para que de comienzo la esperanza que se ahoga en su propio grito?

Tenía un profesor de matemáticas que, durante una de sus clases de topología, detuvo en seco su discurso, guardó silencio unos segundos y, acto seguido, borró hasta el último trazo de la pizarra. Luego dibujó con esmero un círculo casi perfecto y, dentro de él, dos rectas levemente inclinadas entre sí que partían de un extremo del círculo hacia el opuesto, pero que no llegaban a cortarse en él. Admiró su dibujo unos segundos antes de volverse hacia nosotros. Nos dijo: ¿se cortarán en algún momento ambas rectas? Alguien respondió que en el infinito, donde nadie puede abarcar su propia proyección, se cortarían. El profesor miró al alumno con interés y, añadiendo una sonrisa a su gesto, le dijo: ¿te has fijado que nunca se cortarán porque tienen su espacio limitado al círculo? Este círculo es su mundo, es su “todo”, y en su todo no se cortarán jamás. Nosotros, los humanos, hacemos lo mismo: nos empeñamos en limitar nuestro mundo a una ínfima parte de él, renunciamos a concebir el infinito al que pertenecemos y, en esa tozudez, pensamos que nuestros caminos no convergerán jamás. Pero nos equivocamos, estas dos rectas se cortarán. Quienes vivan en el círculo nunca lo apreciarán, pero quienes miren más allá, quienes conciban la vida en toda su maravilla y extensión, se darán cuenta de que todas las rectas, en algún momento y lugar, acaban por cruzar sus caminos y una vez que lo hagan nunca más podrán seguir su trayectoria como si nada hubiera ocurrido, para bien o para mal. Ya nunca más harán el camino solas.

Si compro postales es para mirar más allá del círculo, para abrir ventanas a otras vidas y a otras épocas y tejer con el peso del pasado nuestro propio presente. Por eso, tengo especial cariño a lo antiguo. Un objeto cualquiera dice más de nosotros y de las cosas que nos rodean que mil declaraciones y confesiones. Seguro que todos llevamos encima algún objeto estrechamente vinculado a alguna vivencia o recuerdo del que no queremos desprendernos. Los objetos hablan del camino que hemos recorrido, de todo lo que hemos dejado atrás y de lo que llevamos consigo. El viaje de la vida también se almacena en objetos que evocan recuerdos, hasta el punto de que el objeto en cuestión es tan parte de nuestro tránsito que es imposible desligarlo de nuestra existencia. Forma parte de nuestra vida querer conocer esas historias y también guardárnoslas como un tesoro que solo uno mismo sabe desenterrar al que volvemos muy de vez en cuando para admirarlo antes de volverlo a sepultar con un inevitable aire de nostalgia en nuestro interior. Las postales son pequeños círculos a través de los cuales podemos llegar a palpar el infinito.

A veces los objetos nos guardan sorpresas inesperadas. En una olvidada postal matasellada en 1910 he encontrado un poema muy especial, que también habla de sendas recorridas y caminos que se cortan de manera imperceptible en nuestra vida para ser recorridos juntos para siempre. Es del poeta zaragozano Luis Ram de Viu (1864-1906), y cuyos versos dicen así:

A tus ojos
 
Ojos grandes, dulces ojos;
ojos de casta mirada
brillando como la estrella
primera de la mañana
serenos como la paz
y hermosos como su alma;
quered un poco a mis ojos;
tened de mis ojos lástima;
de estos tristes ojos míos
que han llorado tantas ansias
y a Dios le piden llorando
solamente la esperanza
de ayudaros a llorar
en este valle de lágrimas.
 

¿Qué historia, qué vivencias, existirán detrás de cada una de estas palabras para dedicar, cómplice, estos versos tan íntimos y tan afortunados?

RETRATOS DE FAMILIA

Si alguna labor deben realizar la literatura y el cine es transmitir aquellas pequeñas vivencias que son el origen de la Historia, abriendo una ventana pura al sentimiento y a la misma Historia.

Estos días de verano he estado leyendo un libro que se atreve de una manera muy especial a narrar esa intrahistoria, a través de una colección de recuerdos, imágenes y sentimientos de la infancia. Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolas es la primera novela de Line Amselem, parisina descendiente de judíos españoles procedentes del Rif. Generalmente, un libro compuesto por una sucesión de breves historias no puede ser considerado una novela, por el simple hecho de la cohesión. Sin embargo, Line Amselem no escribe un libro de relatos, sino que trata de describir el día a día de una familia judía aún aferrada a sus orígenes marroquíes en un ambiente complicado y extraño, a medio camino entre las ruinas de la lejana guerra y el olvido del pasado. Aunque aparentemente los relatos parecen independientes, actúan como piezas de un rompecabezas que, colocadas en el lugar correspondiente, dibujarán la vida cotidiana y el ambiente histórico de la Francia de esos días, e incluso del resto del mundo.

La novela se centra en un barrio muy significativo para la historia francesa: le quartier de la Bastille, un céntrico distrito que entremezcla el ambiente cosmopolita y el artístico con su carácter obrero. Y según transcurren los relatos, se describe a los personajes y al barrio, es imposible no pensar en cosas de aquí. ¿Qué fue Zaragoza desde que acabó la Guerra Civil para todos aquellos refugiados del campo? La guerra había acabado con pueblos enteros, casas, cosechas y gran parte del trabajo que existía en tiempos de la república. A pesar de la autarquía y de los nuevos pueblos de colonización, España seguía sufriendo las graves consecuencias del enfrentamiento. Los pactos con Eisenhower permitieron un breve auge de la industralización, por lo que comenzaron a llegar miles de campesinos a ciudades como Zaragoza. Muchos de ellos encontraban alquileres asequibles en determinadas zonas del centro, muy próximas al ambiente universitario, literato y burgués. Algo similar a lo que sigue ocurriendo hoy en día con la inmigración que se afinca en buena parte de la Gran Vía y, sobre todo, en el casco histórico, en el distrito de San Felipe y la calle Alfonso. El barrio de la Bastilla debió de ser algo similar a lo que hoy podemos encontrar en el casco histórico: museos junto a tiendas de alimentación chinas y a carnicerías regentadas por musulmanes. Pero el leitmotiv de esta novela no es la narración sino los recuerdos, que traspasan las vivencias de la autora para entremezclarse con los propios del lector. Porque, aunque son cosas muy personales, me siento especialmente identificado con este pasaje:

Cada sábado por la tarde, cuando acababa la semana de trabajo, Papá hace un alto en la panadería alsaciana que le viene de camino para comprar cinco pasteles. A veces vamos con él y cuando le anunciamos a la panadera que venimos a comprar pasteles, nos conduce hacia la vitrina y empieza a hablarnos con suavidad. Si le señalamos un pastel diciéndole: “Uno de esos, por favor”, ella contesta con orgullo: “Oui, une Polonaise”, como para enseñarnos el nombre del pastel.

Otro aspecto especialmente interesante es la manera en que son contados tales recuerdos. Line Amselem no los narra con la indulgencia del que se avergüenza de sus impresiones en la niñez, sino que se limita a expresar el recuerdo desde la aparente intrascendencia con una connotación humorística que se agradece. Line no quiere dejar de ser esa niña a la que le gustaban los pasteles Polonaises y lo deja patente en sus divertidas conclusiones, que incluso rozan el carácter dramático hasta mantener el suspense.

Tengo sueño y tengo hambre a la vez. ¿Qué será mejor, ser perro o ser gato? ¿Cómo ha pasado todo esta tarde? Todo se me olvida. Le doy un beso a mi muñeca Marinella, me gustaría arreglarle la calva que tiene detrás, le pongo su mantita y me levanto para ir a cenar.

El libro se encuentra traducido del francés por Line Amselem, lo cual es muy interesante, ya que las traducciones son delicadas y que la propia autora, conocedora del español, haya traducido el libro por sí misma garantiza en gran medida que cada detalle conserve su sentido original. La autora estuvo en junio por Zaragoza como motivo de la Feria del Libro de la mano de Xordica, la editorial aragonesa que se ha hecho cargo de su versión hispana con un formato muy acorde a la narración, intimista y agradable para el lector.

Pequeñas historias de la calle Saint-Nicolas son los retales de una época narrados de una manera jovial y cercana al lector, interpelando a su propia niñez, utilizando con especial sutileza la terminología judía y árabe, logrando no sobrecargar al lector, para sumergirle aún más en la vida de aquella apacible familia parisina de los años setenta y en las costumbres judías que la rodean. Una novela maravillosa acerca de la vida, las convenciones y los complicados años de cambio en un país que aún arrastraba el dolor y la miseria de los años de la guerra.