BREVE CRÓNICA DEL DÍA DEL LIBRO 2018 EN ZARAGOZA

Jugábamos con las cartas marcadas: el Día del Libro siempre es motivo de alegría, reencuentros, lecturas compartidas, conversaciones gratificantes, risas entre amigos y compañeros de letras. Pero, incluso con la ventaja de ser un día especial, nadie podía asegurar el templado éxito.

Pero lo fue, gracias a vosotros, los lectores. Curiosos, atrevidos, embriagados del aroma de las palabras: todas estas cualidades vuestras impidieron que la intempestiva lluvia y el incierto día arruinasen la fiesta. Era imposible que sucediera. Estabais vosotros, con vuestro amor por los libros, y con vuestra ilusión devolvisteis la huída luz al día.

Mi agradecimiento a todos los que paseasteis ayer por el Paseo de la Independencia de Zaragoza en busca de un compañero de papel que acoger en vuestro hogar. Gracias de todo corazón a aquellos que os acercasteis a compartir un rato de vuestro tiempo conmigo y, en especial, a quienes confiasteis en Tierra de nadie. Fuisteis muchos. Para todos vosotros, mi gratitud infinita.

Os dejo algunas fotografías de momentos que vivimos ayer. Son sólo unas pocas, pero bastan para comprobar la alegría y la emoción que respirábamos en el ambiente.

 

Foto de familia de los escritores de Anorak Ediciones que firmábamos en horario de tarde: Fico Ruiz, Laura Sierra, Mario Ornat y Ricardo Lladosa. Entre Fico y Laura, un servidor.

 

EL ÚLTIMO PASEO DE LOS ROMÁNTICOS

Escribo a los pies de una ventana desde donde se ven las nubes. El sol se esconde detrás de un frente rasgado por el viento, y destella por debajo de otras nubes, mucho más elevadas y pacíficas, seccionando la luz en transversal para construir la tarde.

También llueve, y lo veo desde la ventana. Mientras algunas de las gotitas se estrella contra los cristales, los adoquines se van pigmentando de gris, y ni siquiera las suelas del calzado de los niños pueden secar su pátina de agua.

Se me ha ocurrido sacar la mano por la ventana y tocar la lluvia, pero para eso prefiero pasear bajo mi paraguas a la vez que se empapa todo. Zaragoza ha sido una ciudad preciosa para pasear. Tiene todo lo que un romántico desearía. Sus paseos son cortos, pero amplios y entretenidos. Su embaldosado es variopinto, a la vez que uniforme y escueto. Los edificios varían según los aires de la historia. El centro se hace místico por su bien conservada diversidad. He paseado mucho por Alfonso y sus bocacalles. Me conozco muy bien Santa Isabel de Portugal y la Sas. No hay nada más maravilloso en el mundo que agarrar con fuerza el paraguas mientras el agua salpica intensamente en la esquina del Fortea, junto al escaparate del Montal. La plaza de San Felipe se llena de vida en Domingo de Ramos, dentro de nada, en unos días. La luz riega de primavera los viejos edificios y difumina la visión al mirar a los tejados. Junto al Mercado Central estaba “La reina de las Tintas”, azul y blanca, y con un suelo de madera desgastado que crujía a cada paso. Algunos recuerdan el Sepu de la esquina, pero sólo recuerdo la soledad de las calles de la plaza de la aguadora y del Mercado Central. El abandono se extiende hasta la pajarería de San Pablo, justo delante del Royal Concert, la sacrificada Oasis, para entendernos. La lluvia es una buena aliada para despejar las calles y mirar al interior de los ventanales. El hotel París siempre me ha llamado la atención por su mobiliario y la lámpara de araña que cuelga del vestíbulo. Frente a la iglesia hay un locutorio, pero antes compartía acera con la farmacia una pastelería en la que se vendían sanblasitos el día de ídem. San Pablo es sombría, como sus calles, pero robusta y serena, misteriosa y llena de riquezas bajo su imagen decadente. Antes de que se construyera el tranvía, el paseo de Cesaraugusto también poseía su encanto y sus tiendas. En la esquina del Coso, podías decidir. Subir hacia la puerta del Carmen, tan impersonal y proletaria, sin gloria, como advierte el monumento; pasear por Conde de Aranda hacia el éxodo de Casa Emilio, o girar por el Coso, recuperando el centro. También hay otra opción: avanzar hasta la iglesia de Santiago y buscar la plaza de Salamero. La luz es mustia hasta llegar a las calles del otro extremo de la plaza. Ha anochecido, no cabe duda. Pero hemos llegado al territorio de la luz. La calle Cinco de Marzo es una buena excusa siempre que hay que pasear. Afortunadamente llueve ligeramente, porque es la ligereza de la lluvia la que la hace especial. Zaragoza era antes una ciudad de pasajes, y junto al recuperado Ciclón y Argensola, duerme el sueño de los justo el Palafox, en honor a los cines. Creo que queda una mercería, y eso ya es mucho decir. El pasaje Palafox tiene salida a otra calle, que también es de bares. Si sigue lloviendo es un buen pretexto para salir de los porches de Independencia y pisar acera. Es fin de semana, viernes o sábado noche, y el juego de luces no puede ser más hermoso. Importa poco el sentido en que se recorra ni los escaparates o edificios que se admiren mientras se pasee entre los tilos a mediodía o mitad de tarde. El paseo es una excusa para caminar entre los tilos. En otoño queman sus hojas y las dejan caer sobre la acera. Durante el proceso, llenan de belleza cromática sus copas. En septiembre amarillean y enrojecen, e irán llenándose de colores hasta mediados de noviembre. Luego, a comienzos de marzo empiezan a florecer y a llenarlo todo con su fragancia. Observar la lluvia bajo el cromatismo de los tilos es una de las mejores impresiones de mis paseos por la ciudad. Lástima que no seamos franceses y carezcamos del espíritu del espacio. Los tilos quedan para los ciclistas, que escupen el tiempo con sus cadenas. Ya nadie podrá deleitarse del maravilloso paso de la vida.

Los tilos llevan hasta el Paraninfo, y allí también podemos decidir. Entre Paraíso y Goya, Sagasta guarda el recuerdo de la gloriosa época de los cines. Los Elíseos, los decrépitos Mola, convertidos en un restaurante de comida rápida; los Espumosos, el boulevard donde se colocan los artesanos los días de fiesta y el edificio de la Hidrográfica, que destaca entre las construcciones burguesas. La lluvia también hace especial a la Gran Vía y al paseo de las Damas. También a la plaza de San Sebastián. Son lugares de paso, y cuando llueve se vacían casi por completo. Descendiendo hacia el paseo de la Mina está el último monumento a los paseantes. Bajo la lluvia artificial de una fuente. Ahora que no se puede pasear bajo los tilos y el Coso ha radicalizado su urbanismo, merece la pena olvidarse de las grandes avenidas y caminar por la calle San Miguel hasta la plaza de los Sitios. Han vuelto a poner el carrusel que desmontaron en noviembre para aprovechar el buen tiempo. Tiene un submarino, un coche de bomberos de época y un viejo tranvía verde. Es un tiovivo italiano y vintage, como los monumentos de su plaza: floristerías, viejos museos y escuelas, edificios rehabilitados por bancos y el emblema de los Sitios. Hace luz y es una de esas mañanas agradables de primavera, y aún queda una hora para llegar al mediodía. Tomarse un café y comprar alguna flor en el pequeño puesto de la esquina antes de sentarse a leer en los escasos bancos privilegiados con vistas a los Caídos. ¿Qué más puede pedir un romántico con su paraguas?

Sí, llegar hasta San Miguel, la plaza. Zaragoza es una ciudad de iglesias, por si alguien no se ha dado cuenta, y los barrios se rigen por su presencia. La plaza de San Miguel está a medio camino entre el tránsito impuesto por la cotidianeidad y la melancolía de los poetas. Una avenida de cuatro carriles rasga la plaza, pero la Campana de los Perdidos sigue repiqueteando los toques de aviso para los campesinos rezagados. No combaten las aguadoras contra los dragones polacos, pero hay un callejón dedicado a un perro que se jugó el tipo llevando mensajes a través del campo francés a la resistencia rural. Oculta más allá de Heroísmo, detrás del Centro de Historias, reaparece la auténtica Zaragoza. Una iglesia chiquitita con costaleros al estilo andaluz para custodiar sus pasos en Semana Santa, el famélico Coso Bajo, avergonzado de los baños judíos que aún no han sido abiertos como museo, y la Magdalena. San Nicolás de Bari y San Vicente de Paúl. La plaza de San Pedro Nolasco, Mayor, Espoz y Mina, Méndez Núñez y La Seo. Todas ellas mejor con lluvia. San Francisco, Romareda, los antiguos Renoir. Hasta ahí. Y vuelta a empezar, callejeando por Universidad hasta alcanzar, de nuevo, el centro.

Zaragoza es una ciudad de lluvia. Su belleza aparece cuando la diáspora de gotas inunda las calles de paraguas y destapa el frescor de sus calles.

Hoy llueve, y me han arrebatado los tilos. Dejaré que mis pasos estudien de nuevo la ciudad. ¿Será el Tubo, Alfonso, mis queridas San Miguel y San Felipe o la aguadora? Será mi paraguas quien decida.

OTRAS ZARAGOZAS

Estamos en verano y casi todo está funcionando en off. Y es lógico: estamos en época vacacional y empezamos a darnos cuenta de que el descanso o está llegando o está a punto de llegar. Los despachos cierran, los talleres ultiman los pedidos de verano antes de su cierra hasta septiembre, las administraciones bajan su ritmo de trabajo. Las ciudades se vacían notoriamente.

Aunque a muchos nos pueda parecer aburrido e incluso una pérdida de tiempo (por muy contrario que esto parezca), hay gente a la que le gusta la ciudad de estío. De hecho conozco a alguien de gran actividad dentro del ámbito cultural aragonés que así lo afirma. La ciudad vacacional también puede ser reducto para otro tipo de veraneantes, aquellos que por la causa que sea o por el hecho que fuere prefieren o no les queda más remedio que soportar el veranillo en la ciudad en la que acostumbran a vivir. Pasear por una ciudad que ha bajado el ritmo es sumamente enriquecedor, sobre todo cuando los que vivimos en una gran ciudad paseamos por ella como muñecos teledirigidos que no se enteran muy bien de qué está sucediendo, qué piensan sus coetáneos vecinos o de lo particular y hermosa que es su ciudad. Pasear por avenidas sin sofocos, mirar a nuestro alrededor buscando el detalle sobre el que jamás nos atreveríamos a parar en época de máxima actividad (pues lo consideraríamosm una pérdida de tiempo innecesaria), circular con el coche por avenidas tradicionalmente atascadas de forma desahogada, disfrutar del alivio que proporciona el vacío en cines, centros comerciales o tiendas; y volver a vivir una ciudad nueva y desconocida.

No sé cómo andarán las cosas por capitales como Madrid, siempre colapsadas incluso en pleno mes de agosto. Sí que conozco la situación de la mía. Estamos en julio y las calles parecen haber engullido habitantes por doquier. Los primeros trabajos en las calles comienzan a dar lugar y el ritmo de los habitantes que reservan billetes para agosto o que se quedan de guardianes en la ciudad parece haberse ralentizado. La sofoquina del valle del Ebro no baja, eso sí. Pero incluso con calor una ciudad que se vacía por momentos resulta agradable a quienes permanecen en ella. Sin embargo, este año la cosa está chunga. La crisis ha obligado a permanecer en la ciudad a un gran número de personas que se marchaban en junio y julio. Una auténtica putada. Las avenidas se descongestionan a menor ritmo que hace algunos años y pasear por determinadas zonas del centro con tranquilidad y espacio resulta imposible. A las obras que comienzan a realizarse por estas fechas también les va a ir bastante mal por el problema del tráfico. Una de ellas, la del tranvía, que lleva dos días en activo ya es un caos. Están circulando por un estrecho y arqueado carril más vehículos de los previstos en estas fechas incluso para cuatro y los respectivos cruces de calles. Hablo de la plaza de Basilio Paraíso, esa que conocen todos los foráneos con GPS pero a la que los autóctonos respondemos por la plaza del Corte Inglés o la plaza aragón, incorrección perdonable entre maños al estar ambas plazas fusionadas aunque claramente diferenciadas. La plaza en cuestión, que no es poca cosa, coordina el tráfico de todo el centro de la ciudad y lo distrubuye hacia la periferia. Antes de las obras presentaba el siguiente aspecto:

 

La pifia de llevar el tranvía por todo el centro de la ciudad y de comenzar las obras justo en el verano que más movimiento hay han hecho que el colapso llegue hasta el puente de hierro (Puente del Pilar si consultan el GPS). Es decir: la ciudad permanecerá atascada en kilómetro y pico a la redonda desde ahora hasta que otro alcalde, más por rabieta que por necesidad, decida apartar el tranvía de donde pasa (por esos lugares circulan entre seiscientos y ochocientos mil vehículos al día) y se circule por el centro con un poco de comodidad. Desconozco hasta que abultado récord de tiempo atrapado en un atasco llegaremos, de momento según algunos sufridos informadores vamos por media hora encajonados en plaza Paraíso.

Pero la cosa no acaba aquí: la trampa que ha preparado la alcaldía para los que buscan tranquilidad en la ciudad de estío llega mucho más allá: si cogemos el transporte público no pienses en el taxi, duda del autobús (también se atasca) y no barajees la opción de coger el tranvía si no es para subir en dirección Valdespartera (la línea útil acaba en Plaza Paraíso esquina con Gran Vía). La única solución viable es marchar a pie (la bicicleta también puede ser un problema) o exiliarse durante más de dos años a otra ciudad más cuerda de la dictadura férrea que vivimos aquí (que no férrea dictadura).

Así que solo nos queda la playa, la montaña, el pueblo o el exilio, cuando todos estos lugares no son por sí mismos el interesado exilio de la ciudad que colpasa y se colapsa. No son otras zaragozas, sino una Zaragoza en constante readaptación.

Aunque si quieren, también puede ojear fotos de una Zaragoza más tranquila y amena que la actual. Una Zaragoza que desde luego no es la misma que lo es hoy. Ni lo será a este paso. Me refiero a fotos de cuando Zaragoza no era la capital de Aragón que busca ser moderna, ecológica y no sé qué otras cosas más que nunca se cumplen como debieran. Paja mojada para el burrito con derecho a voto.

La foto que he colocado en portada es de esa otra Zaragoza. Fíjense en un último detalle. El nuevo proyecto de tranvía (que pretende acabar con la circulación fluida en Independencia) abre dos grandes aceras a ambos lados (que no bulevares), las mismas que existen en estos momentos, carril bici a ambos lados, un estrecho carril de ida y otro de vuelta ibídem y dos enormes catenarias de tranvía, uno de ida y otro de vuelta, que ocupan cerca de la mitad del paseo. Una cosa así.

Ahora fíjense en la foto de perfil. Data de 1935 y la tenía escaneada de una postal (si mal no recuerdo). Se trata del mismo paseo visto desde la actual Plaza de España:

 

Ahí se puede ver una armonía casi perfecta entre soportales, tranvía, tráfico rodado y viandantes. Pegados a los soportales era zona de parquin y lo que ahora llamamos zona de carga y descarga. Aunque no se ve muy bien, pegado a esta línea de parquin se encuentra, en ambas direcciones, catenarias del tranvía. Acercándonos al bulevar tenemos entre uno y dos carriles para vehículos en ambas direcciones. Por último, un auténtico boulevard, como se decía en la época, amplio, con árboles, bancos para sentarse a la sombra en verano y quioscos de prensa y de música. Con sostenibilidades ecológicas, sensibilidades ciudadanas y tráfico pacificado sin necesidad de guías informativas, falacias e imbecilidades políticas, y sin tan siquiera pretenderlo. Sin tergiversaciones.

Ah, se me olvidaba: también es cultural, por lo de los quioscos de prensa y música.

¿Alguien da más? Hoy por hoy, no. Ésta es la sublime otra Zaragoza de la que presumo en riguroso silencio contra la imbecilidad de nuestro tiempo.

P.D: se me olvidaba comentar que en 1935 no circulaba tanto vehículo como en 2011. Creo que uno o dos carriles por sentido ya igualan o superan el proyecto actual, pero por si sigue pareciendo escaso, se puede suprimir el aparcamiento continuo y sacarse de la manga un segundo o tercer carril, según corresponda. Y todo tan fetén como antes.