CONTROLADOS

Estoy leyendo El día de mañana, de Ignacio Martínez de Pisón. Lo compré en nochebuena, en mi cada vez más querida librería Los Portadores de Sueños, no como regalo por las fechas en las que estamos, sino porque tocaba leerlo y el mejor momento para ello es en la familiaridad del periodo navideño. Como no suelo ser un comprador afanoso de ninguna cosa, suelo buscar en internet los libros que quiero leer antes de comprarlos para así hacerme una idea del precio y echar un vistazo a las reseñas de los lectores por si se cuenta algo interesante en ellas. El caso es que, como para leer comentarios y consultar el precio no hacen falta muchos formalismos, acostumbro a teclear en Google el título y el autor y a pinchar en el primer enlace que aparece, que casi siempre suele ser el de alguna gran librería del merchandising, que como tal no sólo me ofrece toda la información que necesito sino que, además, también me recomienda interesantes packs a módicos precios que nunca adquiero. Luego cierro la pestaña, me olvido del merchandising y continúo con mis quehaceres en el ordenata.

Esto ocurrió hace unos días y, visto lo visto, parece que la “gran librería del merchandising” no se ha olvidado de mi última visita a su página. Cada vez que me encuentro con uno de sus banners no para de aparecerme la bibliografía de Pisón, pisones antiguos y recientes, de todas las editoriales y formatos. Parece que se hubieran confabulado para bombardear mi ánimo a base de anuncios inesperados, a base de suculentas y sedentarias promesas de descuentos y prontos envíos para los que no tendría ni que renunciar al calor del pijama cuando toque recogerlos. Parece una cruzada destinada a hostigar al incauto internauta hasta que, por desesperación, aburrimiento o compasión se convierte en uno de sus muchos clientes, en un número más dispuesto a saciar las ansias especulativas del gran negocio del merchandising.

Y, sin embargo, lo permitimos. Hasta hace unos meses, la publicidad se limitaba a lo que por tradición nos tenía acostumbrado: anuncios orientados a una masa lectora más o menos definida, la misma en torno a la que se orientan los medios en los que se publican. Los anuncios para la chavalería aparecían en programas infantiles mientras que los diridos a mujeres sesentonas lo hacen entre culebrón y culebrón. Creo que a esto le llamaban “táctica publicitaria”, y si no recuerdo mal, el método se limitaba al típico AIDA. Uno podía sobrevivir bastante bien al aluvión navideño o al anuncio tonto del año, el que repiten en cada bloque publicitario y que no parece dirigido especialmente a tí. Pero desde hace un tiempo la publicidad en internet se está convirtiendo en una lacra infernal. Los anuncios generalistas escasean frente a la publicidad personalizada, la que recuerda tus búsquedas y calcula algoritmos sobre tus posibles preferencias y aparece reiterativamente en cualquier e inesperado rincón de la red sin permitir que te relajes ni un minuto.

Está claro que Internet es de todo menos un sitio donde campar con libertad. Podemos abrir blogs sin que nadie ponga pegas a ello y hacer llegar nuestros comentarios y artículos a un público más extenso con mayor facilidad que analógicamente, pero no podemos dar un paso en la red sin que nuestro ordenador sea constantemente localizado geográficamente, sin que la página que abrimos guarde sin nuestro consentimiento una cookie en nuestro ordenador con nuestras búsquedas y preferencias, y sin que controlen todos nuestros movimientos y los archiven ad eternum con el fin de asociar cuanta más información posible acerca de nosotros. Al internauta no le es fácil abrirse camino en un campo donde cada paso que da significa delatar parte de lo que en realidad es sin que pueda hacer nada para evitarlo. Porque aunque nos intenten convencer de que podemos administar todos los datos que circulan por ahí acerca de nosotros, a nadie se le escapa o debería escapársele que una vez que publica algo, la corrección es un acto ingenuo y la supresión, por mucho que lo exijamos y pataleemos por conseguirlo, es en general una apariencia fútil, ya que es difícil que un dato archivado sea suprimido con buena voluntad y justicia en una sociedad mediocre donde ambas hace tiempo que dejaron de existir. Un ejemplo es lo que sucede con las redes sociales, donde la gente sigue comunicándose de manera muy similar a como lo se ha hecho toda la vida pero exponiendo infinidad de datos a los que no debería tener acceso ni todo el mundo ni todas las instituciones. Nos hemos olvidado de que la sociedad es consecuencia de nuestra existencia y no nuestra madre, y que si queremos comunicarnos y vivir felices con quienes nos rodean tan solo tenemos que ser nosotros mismos, vivir con la realidad que nos rodea, despojados de toda artificialidad que se extralimite de su función y trate de sustituir la realidad que nos rodea y que somos.

Parece que la pesadilla de Orwell sigue acercándose cada vez con menos sigilo y disimulo. Ahora, hasta la publicidad se atreve osadamente a inmiscuirse en nuestras vidas tratándonos como esclavos a los que tutear sin conocer, despojándonos de toda intimidad y, en consecuencia, de libertad. Porque cuando se pierde la intimidad, cuando estamos tan alejados de lo que somos que cualquier truhán nos conoce mejor que nosotros mismos, perdemos la libertad, aquello que realmente es la libertad. Y si perdemos la libertad y estamos tan distanciados de la realidad que nos es imposible retornar a su seno, solo seremos fantoches deshumanizados, incapaces de conocer por nuestra cuenta y existir felizmente tal cual somos.

No me gustan los apocalípticos ni quiero parecerme a ellos, pero no hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de la realidad de internet. Cada vez es más revolucionario decir la verdad en estos tiempos de engaño universal.