EL AJEDREZ Y LA REFLEXIÓN

El ajedrez, por si no lo sabían, sigue siendo en España la eterna actividad incomprendida, esa que para la sociedad solo juegan un puñado de cuatro ojos que no son requeridos en deportes de masa amorfa como el fútbol o el baloncesto. Al igual que el golfista tiene sobre sus espaldas la pesada etiqueta de pijo -y no tendría hoy en día porqué ser así-, el ajedrecista la tiene de bicho raro, de un ser aislado socialmente, incluso de ser un personaje que no ha podido lograr el amor del público y ve su gozo en una actividad ociosa que no aporta nada. Porque en el fondo es lo que piensan algunos de los políticos y de los llamados vana y vanidosamente “expertos” acerca de este deporte milenario.

En España, como digo, el ajedrez es casi un cero a la izquierda, o sea, el deporte para frikis. Al igual que en su mediocridad la sociedad es incapaz de comprender todo lo que no responda a sus cánones e intereses (generalizando debidamente y sin referirme a nadie en particular), tampoco pueden comprender que existen personas que sienten vocación por el ajedrez, por sus movimientos, por esa actividad mediocrizada en boca de los mediocres. También hay incapacidad para percibir que no hay símbolo que mejor defina las sociedades hasta la fecha como el propio ajedrez.

La vida y la realidad, a diferencia de la concepción que Pérez-Reverte tiene de ellas, no es una partida de ajedrez, pero sí lo son las sociedades que han existido hasta la fecha. Quien juega al ajedrez comprendiendo su esencia descubrirá que aún en nuestros días la sociedad se organiza como un tablero donde se intenta ganar la partida a base de injusticia, de mal, de daño, de dolor. De esos intereses que tanto amamos ciegos en nuestra imbecilidad. Los peones siguen siendo sacrificados, siguen siendo enviados al frente, a la muerte, mientras las otras piezas se mueven con sutileza, como mirando por encima del hombro al pobre peón que mantiene la posición. El peón, al igual que pretende la sociedad con cada uno de nosotros, solo es valorado cuando es capaz de mantener una posición ventajosa para la victoria, sirve de apoyo incondicional a piezas más valoradas o, tras una dura carrera contra la muerte, consigue llegar a las líneas enemigas y, siempre fiel a los suyos, vuelve como alfil, torre, caballo o dama, dispuesto a salvar el trasero de quienes momentos antes lo pretendían sacrificar sin importarle su futuro una miseria.

El ajedrez (que representa nuestra actual mentalidad injusta) también nos aporta pistas sobre la España de hoy. Para salvar la crisis económica, los valorados socialmente, que jamás serán mejores que otras personas, no dudan en palmotear los dorsos de sus pestilentes apoyos sacrificando a los peones, o sea, al ciudadano, conduciéndolo a la miseria, ante el enemigo, el mismo que nos ha metido en este pozo infecto de sociedad, concepción del mundo relativista y brutal crisis económica, o nos abandona a nuestro aire, al dogma de la supervivencia, con una sanidad recortada y sin recursos con los que poder vivir en el seno de nuestro conjunto social.

Quien juega al ajedrez, aunque sea únicamente como un deporte o un pasatiempo sin mayor tracendencia está obligado a reflexionar activamente y a ver más allá de lo aparente. Aunque no lo crean, el ajedrez tiene mucho de filosofía. Cada movimiento supone considerar algo nuevo, ninguna circunstancia se repite y el jugador, en esos momentos un pequeño pensador, debe ser capaz de ponerse en el lugar de quien considera enemigo, del que tiene delante. Y en ocasiones, al igual que el que conoce la realidad y es capaz de ver más allá que quienes le increpan sin pudor, ocurre algo mágico, algo increíble, una sensación que te recorre el cuerpo, que agita todo tu ser y te hace sentirte tú mismo. Eso tan solo ocurre cuando el jugador es capaz de sentir a su contrincante, de darse cuenta de que es una persona, como él, de que comparten más de lo que creen. Siente y ve la dificultad, la alegría, la emoción del adversario. No se solidariza con él, como diría Hume; la partida continúa. Pero hace algo más importante que solidarizarse de manera utilitarista y demagógica. Es capaz de ser el adversario, de ver sus futuros movimientos, de sentir su esencia, su alma. Cuando llega ese momento ambos jugadores son el propio ajedrez. La partida fluye misteriosa mientras los espectadores no comprenden absolutamente nada. Solo cuando se alcanza este estado la partida ha valido la pena. No hay rencores ni apariencias de perdón cuando termina, no sin esfuerzo, el combate en el tablero. El apretón de manos es sincero, ganador y perdedor están en paz, con la justicia de haber conocido al contrincante y de haber jugado limpio. Únicamente un fantoche sería capaz de regodearse de una victoria en el ajedrez, de humillar al derrotado. Tan solo alguien que no comprende el juego.

En este asunto y no en el aparente, el ajedrez sí representa la vida. No en lo que sucede en el tablero, solo comparable con lo que sucede en la sociedad hipócrita de nuestros días, sino en lo que viven sus jugadores, en la unidad que alcanzan durante el juego, en la comprensión que logran, en el verdadero conocimiento.

El ajedrez obliga, cuanto menos, a reflexionar y a pensar. Cuanto más, a iniciarte en el pensamiento, a acercarte a la auténtica realidad, a tí mismo y a Dios. Al todo del que formamos parte y al que hoy por hoy rehusamos pertenecer.

El ajedrez, si lo piensan, representa al filósofo. Es más, hasta en esto el jugador-filósofo se corresponde con el auténtico filósofo de la realidad. El filósofo, para ser un auténtico filósofo, no parte de ningún maestro, ningún patrón de ajedrecista profesional es tomado disciplinariamente. La realidad debe fluir en el filósofo para poder, no sin esfuerzo, llegar al conocimiento, al auténtico conocimiento. El pensador puede tomar referencias de sus predecesores pero nunca tesis de los mismos, y debe de ser capaz de ver él mismo para poder conocer verdaderamente. El filósofo, no el que es consecuencia del adoctrinamiento en vacías aulas de universidad sino el que lo es por sí mismo, que es capaz de conocer y poner en el lugar que le corresponde cada cosa, es de los pocos que están fuera de la pútrida convención social, de su imbecilidad, de sus tonterías y de su tiranía. Y precisamente por esto no guarda rencor al equívoco, al error, al contrincante igualmente filósofo. Quizás discutan, quizás sus partidas, sus enfrentamientos, parezcan acalorados, llenos de ira y odio, pero acabarán, finalmente, por darse la mano, por felicitarse por lo bien que se ha jugado, por lo que cada uno ha podido conocer y aportar, y por caminar juntos hacia el conocimiento haciendo este mundo y ese juego mejor de lo que son.

Y acabo ya, que me extiendo. Quería compartir estos pensamientos y filosofía con ustedes. ¿Aún piensan que el ajedrez es un juego de frikis? ¿De verdad aún piensan que nuestra sociedad es justa y respetable? Les invito a jugar a ajedrez, a que reflexionen y a que vean más allá de las piezas, el tablero y la supuesta victoria sobre el oponente. Jueguen, que es gratificante. Se lo aseguro.

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